jueves, 27 de agosto de 2015

Ya sufriste cosas, mejores que estas



"La conformidad es el proceso por medio del cual los miembros de un grupo social cambian sus pensamientos, decisiones y comportamientos para encajar con la opinión de la mayoría."
Solomon Asch.

Hace tantos años, que parece fue en otra vida, participé en un taller de interpretación de textos en  la SADE (Sociedad Argentina de Escritores), en Buenos Aires. Eran los tiempos donde sentía que crecía en mi interior el gusanillo por la lectura y la escritura, necesitando referencias para saber a qué atenerme, diagnosticarme. Esos amigos o conocidos que siempre existen, que te aconsejan el mejor lugar, me derivaron a la puerta de la SADE, presidida en otros tiempos por el mismísimo Jorge Luis Borges.

El curso lo moderaba una escritora argentina ganadora de un premio Planeta. En un ámbito colmado por retratos de plumas ilustres, se generaba una secuencia calcada a la hora de interpretar textos o aportar conclusiones. Resultaba muy difícil contrariar esa tendencia. En la gran mesa que dominaba el salón, los ocho participantes aportaban sus teorías siguiendo un orden escalonado, ya sea de derecha a izquierda o a su inversa. En esos momentos, algunos se sentían obligados a expresar conclusiones sublimes, muy literarias, dignas de las mentes como los retratados que nos observaban y condicionaban, y de la institución donde cursábamos. Y si el primero decía una tontería o nadería, esa bobada subordinaba al resto de exponentes. No es fácil frenar la opinión de una mayoría, aun cuando estén equivocados o peor aún, cuando no sepan nada de lo que están opinando. No es fácil, vale aclararlo, cuando no se tiene convicción, además de cultura o instrucción.
Se convertía en una cuesta casi insalvable el que te tocara participar en un sexto turno de opinión y tener, además, un criterio totalmente enfrentado del ritual que generó la ronda de opiniones. Y dependiendo el estado de ánimo que tuviera, o el cansancio de tantas horas de oficina o presiones por campañas publicitarias, algunas veces opté por decir más de lo mismo y dejar que se completara el ciclo. En mi interior, experimentaba lo difícil de mantener una opinión distante cuando una realidad ya estaba impuesta por más de una persona.
Ahora bien, si la primera opinión era dubitativa, aún cuando sus precisiones fueran acertadas, se daba el caso que los demás se envalentonaban para contradecirlo. En un ámbito como los literarios, se suele abusar de un lenguaje a veces rebuscado, con la falsa creencia que hablando complicado se alcanza el grado de sabiduría. Y si la primera opinión era errónea a niveles absurdos, también se le enfrentaba. Pero daba la sensación de que todo dependía de la convicción con la cada integrante se manifestara. Hoy viendo el escaso nivel de los políticos, y su obstinación por no contestar a nuestros requerimientos vitales, me acuerdo más de una vez de aquellas rondas de interpretación de textos.
Hasta que probé enfrentarme a la marea de opiniones. Me di cuenta que si mi opinión era la quinta o sexta, no debía dudar. El golpe por sorpresa podía ser fundamental. Sin que venga a cuento o haga una introducción previendo mi disidencia, la manifestaba y fundamentaba casi al mismo tiempo. Y regado por una dosis considerable de convicción y preciso lenguaje, fui comprobando que era un error mío, el sentirme condicionado por una sucesión de opiniones encontradas. En esos días aprendí finalmente a rebatir opiniones, a confrontarlas, a discutirlas y muchas veces a recapacitar y reconducir mis ideas o pensamientos mal cimentados. Hoy viendo el accionar de nuestras sociedades, extraño esos tiempos, donde no coincidir no era faltar el respeto o que te lo falten, denigrándote.
En mi infancia y adolescencia siempre me costó confrontar con la gente, sobre todo con aquellas personas que no conocía. Me intimidaba más el error del otro, que el posible mío. Optaba por escuchar más que por participar. O al menos, creía que mi participación se limitaba a la de escuchante. En algunos de mis ciclos de terapia, pude justificar esta falencia en la convicción que siempre sostuvo mi padre a la hora de debatir con extraños o afines, que a mí me amedrentaba. Con pasión y énfasis siempre acompañó sus soliloquios el vasco Marina, y para mí el elevar el tono de voz y además, contradecir al otro, era sinónimo de conflicto y suponía que mi padre desacreditaba sin más a su contrincante, a riesgo de un enfrentamiento inminente en lo físico. Quizás al vivir en el País Vasco, logré deducir lo que la terapia no resolvió: el levantar la voz no siempre es un  sinónimo dictatorial, tantas veces representa el estilo de una raza de sostener una pasión o convicción. Tantas veces extraño la perdida de la moderación de los que levantan la voz a la hora de sostener una confrontación como único recurso para amedrentar.
Existe un trastorno cuya particularidad es que las personas que lo padecen evitan sobresalir por encima de otras personas, aún cuando estén empapados o calificados sobre lo que se esté hablando. El Síndrome de Solomon se basa en la presión que ejerce un grupo sobre algunos particulares, condicionándolos más de lo que uno cree. Resulta demoledor observar como varios de nuestros gobernantes nos someten aún cuando no se vislumbren en ellos rasgos calificadores, salvo quizás el de la personalidad.
La baja estima suele ser el principal elemento que permite ese sometimiento. Esa carencia de aprecio personal tantas veces permite que nos marginemos, sintiéndonos vulnerables. Emociones como la envidia, el miedo, burla, subestimación, intolerancia o amenaza, priman sobre el concepto al que todos deberíamos aspirar, que es la cultura del reconocimiento o de la constancia, sin que sea mal visto el saber por nuestro entorno. Dichas carencias arrastradas en el tiempo permiten vislumbrar esa intolerancia actual en la sociedad, ante una opinión divergente, calificándola de enfrentada, intencionada, guíonada o traicionera. Y otro conflicto difícil de encarar y resolver en estos tiempos, es aquel que persiste en la obstinación de creer que no se puede contrariar a una mayoría, por el sólo hecho de pensar que al ser mayoría, se lleva mayor razón.
El síndrome de Solomon suele poner de manifiesto el lado oscuro de las sociedades. Desnuda la falta de confianza de sus individuos, ya que uno cree que nuestro valor o convicción depende de que los demás nos valoren. Y además queda de manifiesto que nuestras sociedades suelen premiar al improvisado o trepador, condenando al talento, capacidad o éxito que no sean propios. La Real Academia Española define la envidia como la emoción que provoca tristeza o desdicha al observar el bien ajeno. Algunos nos sentimos menos solo por el hecho de que otros tienen o aparentan más.
¿Y que experimentó en 1951 Solomon Asch para ser acreedor del título de un síndrome? Experimentó sobre la conducta humana en un entorno social. Haciéndose pasar por oculista, se presentó en un instituto para realizar una prueba de visión. Para lo cual trazaba tres líneas verticales de diferentes longitudes dibujadas junto a una cuarta línea. De izquierda a derecha, la primera y cuarta medían exactamente lo mismo. Asch pedía en voz alta que los participantes dijeran cuál de entre las tres líneas verticales era igual a la cuarta. Pero para llevar a cabo la prueba, contó con la complicidad de siete estudiantes fijos que debían aportar, de exprofeso, una respuesta errónea. El octavo participante, al igual que otros 122 jóvenes voluntarios, no estaba al tanto del arreglo.
El alumno cobaya respondía siempre en último lugar, debiendo escuchar las precisiones del resto de encuestados. A pesar de resultar obvia la respuesta correcta, el influjo de las afirmaciones erróneas influía sobre los que no sabían de la trampa existente. Sólo un 25% de los participantes mantuvo su criterio a la hora de responder. El resto se dejó intimidar por la respuesta absurda y errónea del resto de participantes. Finalizado el experimento, los 123 alumnos voluntarios reconocieron que si bien distinguían correctamente la línea correcta, habían optado por la respuesta equivocada por miedo a "equivocarse" y hacer el ridículo o ser el único discordante.
Asch comprobó que estaba errado al considerar que los seres humanos somos libres para decidir nuestro propio camino o argumentos en la vida. Algunos toman decisiones o adoptan comportamientos para evitar sobresalir, destacar o contradecir a un grupo social determinado. De ahí que muchos, en un tiempo yo incluido, sientan un pánico atroz a expresarse en público. Esa exposición nos afecta, quedamos a merced de lo que la gente pueda pensar de nosotros, volviéndonos vulnerables.
El vivir lejos de tu zona de confort te puede ayudar. Inesperadamente, una liberación interna sale a tu rescate. En mis tiempos de agencia de publicidad, debía lidiar con presentaciones de campañas, explicaciones de presupuestos o lanzamientos de piezas gráficas que me obligaban a un esfuerzo adicional. La gente confiaba en mi criterio, pero era yo el que debía esforzarse algo más para creer en mi capacidad. También era evidente que muchas veces sentía un enorme pesar al ser la nota discordante, aquel que advertía sobre las flaquezas de las campañas o de los discursos. Hoy día, en cualquier tipo de presentación o exposición, suelo de ser de los primeros en aportar mi punto de vista, y al ser un personaje exótico por ser "distinto", muchas veces me enfrento a la disparidad de criterios, que en verdad me enriquece o me reafirma.

Por último, pongo tanto énfasis en mis soliloquios, que tantas veces me he visto reflejado en mi padre. He entendido que no intento amedrentar al elevar la voz, solo que la pasión y tal vez mi convencimiento, me llevan a subir el nervio para defender una idea. Pero en todo caso, se sigue diferenciando con el grito ordinario que el grueso de los disertantes del mundo utiliza para que todos sigamos siempre en la silenciosa oscuridad de la mayoría...

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