lunes, 31 de agosto de 2015

¿Qué poemas nuevos fuiste a buscar?


“Nado para que nada me afecte. Nado para estar solo y en silencio dentro del agua, como antes de nacer”.
Héctor Abad Faciolince - Escritor colombiano.

Casi todos lo afirman sin duda alguna. A pesar de demorar por más de media hora el abandono de la playa, de acomodar una vez más los diversos juguetes de los niños, de reacomodar las lonas y tapers en las mochilas o bolsos, de sacudir de arena la ropa y doblarla de la mejor manera, de confirmar que se tiene a mano las llaves del coche al mismo tiempo que procuran que los niños culminen la ducha para cambiarles una vez mas de ropa, de tratar de quitar la arena que siempre nos queda en las piernas. Así un par de veces al día y a la pregunta sobre si están desenchufándose en las vacaciones en la playa, nunca dudan en afirmar que no lo cambiarían por nada.

En la playa, amigos, mar y sol. Sin un orden fijo, pero con la premisa clara que dura poco el tema del sol y la optima temperatura del mar, y que los amigos estarán junto a ti todo el año, en la calma espera de reeditar esos tres meses mágicos, donde las preocupaciones son distintas, las obligaciones son las mismas pero se encaran de mejor talante, y el ser ocioso que se deja caer sobre una lona, por más de cinco horas en la arena sin hacer casi nada, está bien visto. Si hasta el entorno lo propicia y respalda.
Y llega junio y uno comienza a tantear la temperatura del agua. Los primeros días son finas agujas en tus piernas, lacerándote. Entonces disimulas, juntas algo más que valor, realizas una rápida zambullida y vuelves raudo al calor de la toalla. De tanteo en tanteo se te pasan varios días, mientras miras con admiración a los más osados, que no dan muestras de estar sufriendo en la inmersión, nadando incluso hasta la boya amarilla, límite mental que algunos navegantes fijamos como objetivo. Los niños, que parecen no reparar en la temperatura ambiental y del mar, te exigen un chapuzón, y lo que es peor, no muestran apuro ni ganas de abandonar el escaso salto de las escasas olas en nuestras orillas.
En realidad hay un cuarto placer, que además se repite todo el año. Pero la lectura en la playa parece generar otro tipo de confort, el abandonarte definitivamente al argumento de la novela, sin reparar que a tu alrededor arriba y se va la gente, que se pliegan lonas o se airean bocadillos deliciosos, que las páginas sin mediar aviso se van llenando de arena, y fundamentalmente, donde las interrupciones no son mal vistas. La llegada del primer amigo, amerita el final de la lectura, y a diferencia de lo que me suceda en un transporte público, donde cualquiera que ose frenar mi ansia de lectura verá la peor de mis caras, en la incomodidad de la lona sólo encontrará la satisfacción del encuentro. La lectura podrá esperar, no incomoda marcar con el señalador la página que no concuerde con el final de un capítulo, ni siquiera con un punto y aparte. Un secreto que me permite tal actitud, es que en el mes de agosto me entrego a lectura algo más liviana, pasajera.
A poco de arribar a la playa, solemos utilizar el mismo espacio físico todo el verano. Ha ido sufriendo algunas modificaciones nuestra localización, ya que el nacimiento de los hijos de amigos obligan a estar bien cerca del borde, para observarlos o turnarse para acompañarlos a desafiar la olita de la orilla. Al estar en contacto con el sol, el calor se siente en el cuerpo y el deseo de nadar llega a límites tolerables, ahí comienza el ritual de la inmersión. Antes contaba con las antiparras, pero será que gracias a la repetición, me he acostumbrado a nadar en el mar sin la necesidad de gafas. Ojos bien abiertos, la boca que se abre al momento de sacar la cabeza del agua, confirmando lo hermoso que es arrebatar una bocanada de oxígeno antes de continuar con el ejercicio. Así sin pensar demasiado, tratando de mejorar la brazada, no sea cosa de que la eterna contractura me fastidie el mejor plan del día. Así hasta la boya, si hay fuerzas hasta la siguiente y si no, descansar un rato y regresar.
Unos minutos al lado de la señal amarilla flotando y mirando el monte, o el volumen del mar y destacando que de la playa casi no llegan sonidos. A tu alrededor, otros nadadores mantienen el ritual, y al arribar a la boya, suelen tocarla como condición sine qua non, te saludan, te comentan lo deliciosa que está el agua y retoman la rutina del braceado. Es de destacar que en esos momentos, nadie parece cansado, siquiera estresado. En el momento de nadar distancias considerables, la repetición de la brazada hipnotiza, nos hace sentir que superamos los límites del  cuerpo al tiempo que el tiempo se cancela. Porque la sorpresa nos invade cuando comprobamos que hemos estado por más de media hora cautivados, donde el cuerpo se ensancha y la euforia interior es inmensa.
Persisto en la intención de depurar mis brazadas. Soy de los que creen que se nada como se vive, es decir que si alguien observa mi nadar, debo mantener un estilo y elegancia. Me agrada observar a los nadadores desde mi cómoda posición en la lona. Me estimula la gracia y el estilo ajeno. Tantas veces he determinado personalidades a través de una observación. Es que hay braceados torpes que hacen más ruido que avances, pero también hay gacelas sincronizadas, hay maneras agresivas o melancólicas, abundan los clásicos pero se animan los intrépidos e improvisados. El cuerpo humano habla en esos movimientos y en estos últimos años, el mío me anuncia que cada vez me cuesta más nadar durante un tiempo largo.
Este último verano me sentí un nostálgico, observando la boya amarilla como un objeto de placer tan lejos de mi alcance. Casi todos los días me juramenté retomar esa magnífica costumbre, pero al zambullirme siempre primó una sensación de tener frío en el cuerpo, y pereza de hacer el ejercicio otras veces tan disfrutados. Desde la orilla intenté más de una vez motivarme con buenos estilos, con el color del mar, con la temperatura ideal, con la quietud del agua y con el desafío de seguir haciendo un ejercicio saludable. Pero era sumergirme y la inmediata sensación de pereza, de sacar la cabeza del agua y regresar a la lona.
Nadar tiene un componente especial, que es la soledad. Si bien, algunas veces he nadado en compañía de amigos sin afán de competencia, el arte de nadar es una actividad solitaria y muda. Callado de hablar, porque a veces resulta imposible acallar tu conciencia. En momentos de ejercicio intenso, tu mente a su vez, puede estar trabajando en pensamientos o reflexiones. Te haces preguntas y te las respondes, cuentas las brazadas, calculas los metros que resta para llegar al objetivo, abres bien los ojos con la esperanza de distinguir el fondo gracias a la transparencia del agua, todo eso lo piensas, pero a su vez estás solo. A tu derecha tienes un amigo, más adelante otro par de bañistas, a veces en tu camino reposa el navegar de una gaviota. Pero es un ejercicio de recreación. No nadamos para salvar la vida o para arribar a la orilla luego de un naufragio. En esos momentos cruciales, la soledad es terrible, en el esparcimiento solo es relajación, reencontrarse con uno mismo. Algunos poetas asocian la natación con la soledad de la muerte o con la soledad del estado fetal, el regreso al útero. La natación oscila entre un costado romántico o suicida.
El nadar fue fundamental para la educación pública entre los egipcios 2500 años antes de Cristo. Los atenienses aprendían desde la niñez a leer, escribir y nadar. La misma actitud aplicaron etruscos y romanos. A partir de la Edad Media no estuvo bien visto, según dicen por injerencia, entre otros, del cristianismo, que desaconsejaba o prohibía cualquier actividad que se realizara con al menos, el torso desnudo. También es justo destacar que durante esa etapa se le otorgaba poca atención a lo relacionado con el cuerpo humano. Esa tendencia se desatascó durante el Renacimiento, considerándola la actividad más idónea de las actividades físicas. Como fruto de esa concepción, surgen los primeros escritos vinculados a la natación.
Y son bastantes las obras donde un nadador o la natación es protagonista. Siempre surgirán de inmediato dos o tres nombres. El nadador por excelencia es Ulises en la Odisea, el Tarzán de los monos de Edgar Rice Burroughs, o el personaje de Neddy Merrill en "El Nadador", de John Cheever, cuyo papel en el cine inmortalizó Burt Lancaster. El agua arrebató la vida de fácil quince escritores, donde siempre destacaremos a Alfonsina Storni, Virginia Woolf, Harold Crane, Paul Celan o Robert Byron. Para Paul Valery, la natación evoca el acto sexual. Thomas de Quincey comparó los placeres de la natación con la borrachera del opio. Graham Greene y Evelyn Waught intentaron suicidarse nadando mar adentro. Ernest Hemingway, cada tarde luego de escribir, acostumbraba a nadar media milla en su piscina.
En esta última semana, armado de valor y a sabiendas que termina la temporada, regresé un par de veces hasta la boya amarilla. Contra mi pronóstico, no sentí ni agitación ni cansancio. Regresé al placer de desafiar mis limites, en estos tiempos el mental, gobernado por la desgana. Al regresar a la orilla, junto a mis amigos, y luego de la ducha helada reparadora, me quedo unos minutos de a pie, aprovecho para leer un par de páginas de mi lectura ligera. Al recostarme en la lona, puedo afirmar que se va otro verano, pero al igual que mis amigos, he desconectado, pero también he conectado conmigo mismo, y vaya si lo necesito...





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