viernes, 7 de agosto de 2015

Le debo una canción y algunos besos



"En un beso, sabrás todo lo que he callado".
Pablo Neruda.

La literatura puede desencadenar las peores crisis. August Rodin inmortalizó la perfección de un gesto, al representar los efectos de una lectura. No han perdido la cabeza, solo que lo inevitable entró en juego. Los cuerpos desnudos y tanto tiempo deseados en secreto, debían fundirse como si fueran uno. La lectura de un amor prohibido generó otro, y el escultor al que le habían encargado la secuencia para poblar Las puertas del Paraíso, en el Baptisterio de Florencia, le concedió tamaña fuerza que logró de ella una escultura independiente, que con el tiempo pasó a llamarse simplemente "El beso".

La escultura se detiene en el tiempo de un  beso apasionado entre Francesca de Polenta y  Paolo Malatesta. Segundos antes, leían la historia de Ginebra y Lanzarote. La pasión recitada surtió el mismo efecto en estos cuñados. Y el drama sobrevino durante el beso fogoso con la irrupción del Gianciotto Malatesta, hermano de Paolo y marido de Francesca. Preso de la ira, los mató. Al tratarse de un caso de adulterio, la época no condenó a Gianciotto. La moral pública condenó a los infiernos a los infieles. Y otra lectura los inmortalizó, el Dante en su canto XXXII de la Divina Comedia nos recuerda que a la pasión no la detiene ni los tremendos vientos que se generan en el limbo.
El que rodeó la escultura en el Museo Rodin en París, sintió una especie de estremecimiento al descubrir los aportes de las luces y sombras en la obra. Es que los cuerpos entrelazados al extremo de parecer uno solo, y la desnudez que erotiza tanto como la pasión del beso que ya no esconde el deseo, no deja indiferente a nadie. Y eso que en el recorrido por el Museo, nos impacta la visión en el exterior de El pensador, de Los burgueses de Calais, La Puerta del Infierno y los monumentos a Víctor Hugo o Balzac, y en el interior las esculturas de Ugolino y sus hijos, El Ídolo Eterno o Cristo y Magdalena. Pero un  beso siempre es atractivo, enigmático, dulce o sensual, cariñoso o lujurioso, de agradecimiento o de reconocimiento. Y el genio de Rodin representó con maestría el goce en la unión física y la armonía espiritual que la pasión desata en la pareja.



Rodín, ferviente admirador de Miguel Ángel, consideraba la belleza como una representación fidedigna de un estado interior. La textura y modelado de sus obras, además de imprimir un carácter único, generaba una multiplicación de planos, una sensación de movimiento. El Beso generó una fuerte reacción en sus contemporáneos, que llegaron a considerar además de realista, impúdica la obra. Lo atrevido o descarado del análisis escondía una sensación ya evidente en las mentes humanas: un beso apasionado siempre ha representado una fuerza imparable de felicidad compartida. Lo prohibido habita en nosotros, sólo que no sabemos en qué momento o circunstancia puede o debe aflorar. Y si no es prohibido, sabemos esconder la pasión a vista de los otros.
Es que está universalmente instalado el concepto de que para ser un buen amante, es fundamental el saber besar. Los esenciales puntos erógenos que representan los labios, lengua o el interior de la boca, necesitan además de la pasión que confunde, la sabiduría del que guía o lidera. Rodin significó en la robusta y poderosa figura masculina, una actitud serena y protectora, sobresaliendo el detalle de la mano sobre la pierna de Francesca; la enamorada, mientras tanto, representa la pasión de la que se deja perder por la templanza del que la besa, perdiendo las formas al adoptar una curvatura apasionada y la vehemencia del abrazo desenfrenado. Si bien representa un amor prohibido, no hay nadie que dude que el dramatismo logrado en escena, representa el amor pleno.
Si bien la práctica de besar se considera tan antigua como la humanidad misma, nadie puede precisar cuando surge. De naturaleza diversa, podemos distinguir entre los protocolares o de cortesía, que contrastan con los encendidos y efusivos. Ese afectuoso pero anodino contacto entre labios y mejillas con el correr del tiempo parece tener más sentimiento que aquellos besos de pareja estable. Las partes, conocedoras de la pasión perdida, no saben cómo recuperar ese fuego que les llevaba en épocas anteriores a la misma necesidad de morder parte del labio para eternizar lo desmedido de la pasión. La sociedad visual que hoy nos domina, nos muestra todo el tiempo que la fogosidad representa la liberación de un espíritu, mientras que el beso de amor rutinario, tiende a considerar que hemos cedido paso a la monotonía. Todo supone que la pasión es solo portadora de los iniciáticos o clandestinos. Influenciados y desmitificados, todos aspiramos a ser apasionados, muchos fantasean con un amor culpable, que no es aquel con que nos arrinconan las doctrinas.
Porque el amor y la pasión parecen ser esenciales para graficar el comportamiento del ser humano. El amor y la pasión albergan a la persona que conocemos ser, pero tantas veces descubre a alguien desconocido, contradictorio, culposo pero reincidente. Con la pasión se enfrenta a la represión, el beso es el ícono del placer. Pero el beso también es el contrato que refrenda una relación noble y estable. El beso son tantas cosas, tantas veces la verdad, pero tantas ha sido iniciático en la mentira o en la falsedad, en lo mezquino, en el dominio, en la conquista por la conquista misma.
Muchos antropólogos aprueban que el beso existe hace más de dos millones de años. Los homínidos se besaban; los chimpancés se besaban y se siguen besando. Lo atribuyen a la instintiva necesidad que sentían las madres homínidas de masticar la comida hasta convertirla en una especie de papilla que luego alimentaba a las crías. Los mamíferos, por otro lado, apenas alumbrados se zambullen por instinto en la teta materna en procura de leche y abrigo. Según Sigmund Freud, la boca es la zona erógena por excelencia y adquiere un protagonismo esencial en la primera etapa del desarrollo psicosexual, durante la lactancia. El alimento como fuente de placer.
Historiadores griegos o romanos aseguraron que leyes o decretos de monarcas establecieron a las mujeres abstinencia total de alcohol. El objetivo era el mantener una pudorosa conducta. Para detectar si se cumplimentaba la ordenanza, el marido debía acercarse a su cara y sentir su aliento. Las leyes fueron aún más allá, obligando a los hombres a rozar los labios de su esposa con los suyos, manera de confirmar el consumo o no del vino, denominado "temetum" en esos tiempos. La pasión parece que obligó a reinterpretar los decretos, tal como sigue sucediendo en nuestras sociedades, donde hecha la ley, hecha la trampa es prácticamente instantáneo.
La Biblia también repara en el beso. Describe el beso de codicia cuando Jacob besa a Isaac, su padre y le hace creer que es Esaú, el primogénito, con la única intención de quedarse  con la bendición del padre y la jefatura de la familia. El más reconocido de las escrituras es el beso de la traición y se lo brinda Judas a Cristo en la mejilla, condenando al hijo del Hombre al entregarlo a sus perseguidores.
El Kamasutra destaca tres clases de besos entre los veintidós que menciona: a) El nominal, en el que los labios apenas se tocan; b) El palpitante, en el que se mueve el labio inferior, pero no el superior, recorriendo las comisuras; y c) El beso de tocamiento, en el que participan labio y lengua. El antiguo texto hindú le otorga al beso un inmenso poder a la hora de expresar sentimientos. Lo equipara al sexo y a las diversas posiciones.
Ante la inminencia de una manifestación física, el cuerpo y la mente piden un beso antes que otra exteriorización. La lujuria se genera cuando la lascivia toma el control de la razón y hace que el hombre solo aspire al amor carnal. Antes profundizará su actitud con cualquier tipo de beso. Dante expone en La Divina Comedia que el castigo de la impudicia arrastra las almas de los condenados en los terribles vientos sin rumbo del infierno. "La borrasca infernal, que nunca cesa, en su rapiña lleva a los espíritus; volviendo y golpeando los acosa", el Canto V, 31-33 nos devuelve a la pasión que condena a Paolo y Francesca, en presencia de Dante y de Virgilio. La lectura de un libro propició que el amor se desbocara, primero en un beso, luego en el acto sexual para terminar en el castigo. La idea de esta entrada es tocar de costado el misterio de la necesidad del beso en las relaciones entre humanos.
Besarse puede ser considerado como una de las más grandes revoluciones interiores que podemos vivir. Para un crio es esencial en el manejo de sus posteriores emociones. Para los adultos, un sistema de convivencia pública y de fervor privado. Como la más atractiva de las tormentas químicas que se desatan en el organismo, terminamos con el relato de Francesca a Dante, ante el beso y la seducción de Paolo, recordando una vez más que la buena literatura arranca y enciende las crisis internas más fervientes...

Leíamos un día por deleite,
cómo hería el amor a Lanzarote;
solos los dos y sin recelo alguno.

Muchas veces los ojos suspendieron
la lectura, y el rostro emblanquecía,
pero tan solo nos venció un pasaje.

Al leer que la risa deseada
era besada por tan gran amante,
éste, que de mí nunca ha de apartarse,

la boca me besó, todo él temblando.
Galeotto fue el libro y quien lo hizo;
no seguimos leyendo ya ese día.

(Infierno, Canto V, 127-138) 

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