viernes, 21 de agosto de 2015

Solo tenemos una doble vida



Yo sé que existo porque tú me imaginas.
Ángel González - Poeta.

En los intervalos que genera la distancia entre familiares y amigos, uno a veces cree que de ti se han olvidado. Que al no estar en su día a día, eres un efímero recuerdo, eres una anécdota gastada, eres una imagen difusa. Del otro lado, puede suceder lo mismo. Estás toda una semana pensando que debes llamar a tal familiar o amigo, y a veces los siete días se disipan sin encontrar esa hora o fracción que te deje sentarte al teléfono o enfrentarte al monitor para un skype. Y te sientes olvidado por ellos y al mismo tiempo, sientes que tus obligaciones actuales te alejan aún más que esos doce mil kilómetros. Pero no sabes que hay un sinfín de hechos que te acercan todo el tiempo a tus afectos, y esas ocasiones responden a los recuerdos.

Es que la vida está repleta de "dobles vidas". Sin que nos enteremos, gravitan por todos lados historias que has vivido, anécdotas con gracia, gestos que siguen emocionando, momentos ingratos que aún escuecen. Y estas leyendas te reemplazan, agigantan tu memoria, mantienen tu vigencia. Pasan de un familiar a otro, cada amigo le agrega su impronta para recordar el momento, no pierdes vigencia, nadie te olvida. Lo único que sucede es que no estás presente para reírte de aquel incidente, de aquella reacción o de una supuesta gracia, que vista desde esta edad parece mala broma de púber inexperto.
Y alguna vez en uno de los regresos, te presentan a otra persona que te suelta casi sin preámbulo: "Es como si te conociera, me han contado tantas cosas tuyas"; y te sientes raro, y dosificas la aceptación hacia esa nueva amistad de tu familiar o amigo que parece que hace tiempo es afín a vos, sin que te hubieras enterado. "Siempre me río cuando me cuentan la anécdota del barco ruso. ¿Fue verdad?", y de repente ese "desconocido" te pide que abundes en detalles, que confirmes cada dato que hace décadas circula por un círculo de afectos que pensabas que era limitado, pero que trasciende fronteras. Basta que un amigo se marche a otro continente para que ese acontecimiento se convierta en internacional. Yo mismo hice cosmopolita los desmadres de muchos de mis conocidos.
Y a veces esos recuerdos sufren grietas, malformaciones. Depende del prisma de quien las cuente, podemos distinguir su buena o mala uva. Pero debo reconocer que duele encontrar pululando algún momento "tuyo" que esté mal contado o se haya tergiversado tu intención. Parece ser que las historias pierden tu huella una vez que salen de tu boca o de tu accionar. Y pasan a ser de los que la cuentan o interpretan. Por eso las reencontrarás con comicidad, con dolor, como gesta, como ridiculez, como ofensa o como carcajada. Y te costará reencontrarte con el origen de la historia.
Y otras veces te cuesta recordar el acontecimiento que todos te acreditan. Puede tratarse de un acto intrascendente, que alguien determinó que era determinante. Y trasciende a uno mismo, a su memoria, a su recuerdo. Y te toca convivir con un momento de tu vida que no habías reparado, que no te había interesado, que había ocurrido casi de sorpresa, casualidad, con intrascendencia. Pero antes que enojarte porque alguien le dio vida, prefieres reírte ante la fuerza que ha tomado, ante la vigencia que los juglares insisten en dejar vivo.
Esos recuerdos actúan como esos pisos donde has crecido, como esos posters que has colgado en tu habitación de niño y que hace tiempo que no existen en tu vida. Otras personas vivirán donde tú, y no sabrán que un sinfín de momentos te han mercado entre esas cuatro paredes. Otras gentes estarán construyendo anécdotas propias en un espacio que fue solo tuyo, en un lugar donde afianzaste tu personalidad, donde desarrollaste una identidad. Esas paredes habrán cambiado varias veces de color, condicionado por si la habitaron niños o niñas. Tus posters de Freddy Mercury, Clint Eastwood, Diego Maradona, el pato Ubaldo Fillol, el pulpo Leopoldo Luque o River Plate campeón 1975, no han dejado en la pared ni la marca de la chincheta o de la cinta celo. La obtusa persistencia de los hombres de hacer obras al entrar en una morada, suele dejar sepultadas bajo el revoque, esas marcas que para nosotros fueron entrañables.
Y se da el caso que en este mismo momento, un extraño tenga en sus manos una foto de un momento crucial de tu existencia. ¿Cómo llegó a sus manos? Por tantos medios, la mayoría de ellos casuales. Y ese desconocido juegue a hacer una precisión de valor sobre tu persona en base a detalles de esa fotografía. ¿A qué sientes imperiosa necesidad de estar allí escuchando "tu" evaluación para determinar si es correcta o errónea? Es que lo hemos hecho todos. Sobre una imagen podemos aventurar el carácter del retratado, el momento de dicha o infelicidad que trasciende a un rostro, a una postura, a lo vigente de una vestimenta en lo relativo a la moda o al buen gusto. Nos gusta imaginar el pasado no vivido, nos sigue maravillando lo desconocido de los tiempos lejanos, aquellos que nos precedieron, encontrarle un parecido con nuestros genes, encontrarles afinidad, cercanía.
Por ejemplo, yo he conocido a mis abuelos a través de las fotos. Y de los recuerdos que me acumuló mi madre. Mi viejo, por otro lado, nunca fue amigo de detallar genes, su familia se "presentó" de golpe el día que arribé al País Vasco y mi tía me contó de la "existencia" de los otros tres hermanos de mi padre y de sus familias. Mi tía me permitió encontrar fotos de mi padre en su adolescencia o juventud, verdadero hallazgo hasta para mi madre. Tuve que imprimir copias de los retratos para enviarlos a Buenos Aires, donde adquirieron mística, impronta y de paso, contenido a una vida de mi viejo que tenía un sinfín de matices sin descubrir.
Las redes sociales de repente te devuelven un pedazo de tu historia. A un costado, y pareciera que por arte de magia, suelen aparecer caritas y nombres de personas que tal vez conozcas. Y algunas veces, esos rostros te pueden devolver a treinta años atrás. Es mágico ese arrebato, te vuelven las anécdotas de inmediato, te sonreís de una gracia que estaba sepultada en tu subconsciente en las últimas tres décadas. Es tanta la añoranza que de inmediato le cursas una invitación para incorporarlo a tus conocidos. Aunque no vuelvas a escribirte, aunque no vuelvas a verlo. Has recuperado parte de tu memoria, y muchas veces ese solo gesto es suficiente, arropador.
Y chateando con un amigo, surge la duda del nombre de una conocida en común. No tenemos manera de recuperar su apelativo, mote o alías, por más que recuperemos en fracción de segundos infinidad de detalles o características. Sólo tenemos una anécdota, común para mi amigo, y clave para mí. Me dice: "Me acuerdo cuando presentó el cuento ganador en el Banco Ciudad de la calle Cabildo allá por finales de siglo". Y te viene el recuerdo a la mente en el acto. Y lo paradójico es que vuelve todo menos el nombre de ella, que fue fundamental en un momento de mi vida, porque aquel cuento ganador es un reflejo en parte, de un hecho que condicionó mi existencia. Y que en un impulso y cumpliendo una consigna de taller literario, una tarde entre té y masas, me animé a recordar. Y de ese relato surgieron doce historias, una por cada participante del taller. Y me di cuenta en el acto que no debí haber abierto esa puerta, porque cada interpretación se alejaba de la mía. Y muchas de ellas me molestaban o dolían.
Pero el cuento ganador respetó en parte mi esencia. Está claro que su autora le agregó su huella, le incorporó su estilo, dejó su sello de alumna avanzada en la escritura. Así todo, el día que me presenté a la entrega de premios, mi estado de ánimo fue mutando sin que yo pudiera advertir los vaivenes que se sucederían. La ceremonia necesitaba previamente que los presentes en el acto, conocieran el material premiado. Y mi compañera entonó con maestría aquella vieja historia mía de amor que nunca trascendió, pero que dejo huella en mi interior. Parado atrás de todo, y en compañía de mi esposa, a la hora de los aplausos y vítores, le confesé aún conmocionado y sorprendido, que a pesar de entender que todos aplaudían el relato, en realidad estaban ovacionando mi historia inconclusa, la frustración de un momento de mi vida.
Sigo sin recordar el nombre de mi compañera de taller. Es tan intenso su recuerdo que parece absurdo que no pueda evocar su nombre. Ella aún mantiene una parte de mi vida encerrada en un diskette, en cuatro folios o en un disco externo, o en un premio en la pared. Quizás ella tomó vuelo en su literatura a partir de aquel momento. Quizás ese fue su único momento de gloria, quizás el día que la contacte ni ella misma se acuerde de aquel momento. Hay una doble vida en todas las vidas, y en aquel cuento mi historia de amor trunca al menos tuvo un final donde se explica con romanticismo el porqué de una vida con desencuentros, afinidades o transitoriedades.

En alguna parte, ahora mismo, puede suceder que alguien esté hablando de mí. En un par de horas, se puede dar el caso que algunos estén leyendo esta entrada de tantas vidas. De algunos me enteraré por sus comentarios o agregados. La mayoría pasará sin que entere, tantas veces desconozco lo que opinan de mi escritura. Quizás mañana, cuando el 2.0 de la web suene a prehistoria, alguien encuentre este blog como reliquia y le brinde su impronta, y me haga inmortal, aunque de las interpretaciones de ese futuro, que aún no existe (vaya paradoja, un futuro nunca existe hasta que se hace presente) diste un mundo de la realidad contada o vivida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario