martes, 9 de junio de 2015

Que algo cambie, para no cambiar jamás


Antes las distancias eran mayores porque el espacio se mide por el tiempo.
Jorge Luis Borges.

Atontados, solemos estrellarnos contra la realidad al redescubrir, una y otra vez en el tiempo, que la vida no es una sucesión monótona de momentos divertidos y épicos. Avergonzados podemos sentirnos cuando confirmamos que estamos descuidando las relaciones personales y familiares, presionados por nuestra supuesta falta de tiempo y mucho de indiferencia. Vulnerables y sollozantes nos mostramos cuando, sin reacción, comprendemos que se nos va de esta vida alguien que había sido indispensable en un momento dado. Atormentados, cuando solo podemos recuperar a las personas a través del buen uso de nuestra memoria y recuerdos.

El pasado sábado mi tía me pidió que estudiara sentado junto a ella. Siempre tiene frío, siempre está cubierta con una manta, siempre está sentada en el mismo sillón. Su mirada siempre fue penetrante, pero uno comprueba que esa fuerza hoy denota algo así como una ojeada perdida en un submundo. Sorprende levantar la mirada y saber que te observa. Pero carece de atención, le hablas y le cuesta focalizarte. Ha perdido, entre otras cosas, la capacidad de monólogos largos. Entonces a las pocas preguntas que se le hace, contesta con frases cortas. Cada tanto, con quirúrgica precisión cronométrica, me ofrece un nuevo caramelo y me vuelve a preguntar la fecha del examen. Me reiterará que le ha pedido a la virgen para que apruebe. Siempre le sonrío retornando a los apuntes o test.
Cada vez que visito Buenos Aires, siento una obligación gustosa de visitar semanalmente a mis tías. Este año descubrí el vacío de que no estuviera una de ellas. La otra, mi madrina, hoy es una persona tan distinta a la que he conocido. Pero se equipara a la de siempre, en el hecho de que me ama con una profundidad que avergüenza,  ya que esa fidelidad parece ser una muralla inmensa para imitar, al menos para los habitantes de este siglo. Su precaria situación nos enfrenta con una certeza que, a pesar de tanto avance, nos encierra en la eterna ignorancia: No poder evitar que la lucha contra el tiempo termina mal.
No solo perdemos cualidades morales en el tiempo social. Es peor, además con el paso del tiempo personal cedemos precisión en las facultades físicas y mentales.  Si logramos sortear los factores de riesgo de las distintas enfermedades, nos topamos indefectiblemente con el mayor escollo que nunca se detiene: el envejecimiento.
En los países occidentales, la esperanza de vida aumenta a una tasa de dos años y medio por década, lo que permite a lo largo de un siglo, extender nuestros dominios unos veinticinco años más. Jorge Luis Borges definió a la vejez como "el ultraje de los años". Muchos de los nuestros alcanzan ese grado con una independencia, lucidez y decoro que estimula ese futuro sostenible. Existen otros que no tienen la misma suerte.
Y nos hemos encriptado en una cultura vacía que estimula a ser joven toda la vida. Adquirimos el material simbólico del modelo exitoso de turno para defendernos de la frustración, y no paramos de gastar dinero en copias. Elegimos las frases publicitarias y de marketing que se asocian con el remanido "todo es posible" y nos olvidamos que la principal máxima de la mercadotecnia debería ser: "El marketing es la ciencia de generar frustraciones".
Si regresamos a Borges, la frase completa antes dicha encierra la dignidad de la esperanza: "Convertir el ultraje de los años en una música, en un rumor y un símbolo". Si busco más símbolos, me aferro a una frase de André Maurois: "El arte de envejecer es el arte de conservar alguna esperanza". Pablo Picasso desafiaba la brecha generacional con proclamas: "Cuando me dicen que soy demasiado viejo para hacer una cosa, procuro hacerla enseguida". Gilbert Chesterton anunció: "Voy a envejecer para todo, para el amor, para la mentira, pero nunca envejeceré para el asombro". Si buscamos la sabiduría que parece perdida, es buena la frase de Olliver Holmes: "El joven conoce las reglas, pero el viejo las excepciones". Henri-Frederic Amiel define: "Saber envejecer es la obra maestra de la vida, y una de las cosas más difíciles en el arte dificilísimo de la vida". Y prometo la última de este extenso párrafo, de la mano del genial Oscar Wilde: "Envejecer no es nada; lo terrible es seguir sintiéndose joven".
Y tal como deslumbrara Oscar Wilde con El retrato de Dorian Grey, nos mal acostumbraron a creer que somos portadores de cadáveres exquisitos, frase de un autor rosarino que no quiero recordar. En busca de esa perfección, nos estancamos en una etapa en las que nos cuesta asumir nuestro lugar, perdimos el roce con el desarrollo de una autoridad propia y quitamos la responsabilidad de ser adultos, porque si seguimos siendo adolescentes, nos hacen creer que más tardaremos en envejecer.
Cuando J. M. Barrie trascendió con la historia de que todos los niños, excepto uno, crecían, nunca imaginó que su Peter Pan definiría eternamente un síndrome. La inmadurez ha ido mutando, de una resistencia a una anomalía. Como principio inicialmente masculino, esa famosa igualdad de género que no se logra, permitió que ambos sexos desearan al cincuenta y cincuenta no alcanzar la madurez, porque cruelmente con los mercados experimentamos que si no nos reciclamos y reestructuramos como hace el dinero, nos convertimos en obsoletos, y a eso lo llamamos con desprecio, viejo.
Entonces dejamos de cuestionar los valores establecidos; directamente nos los pasamos por el forro. Asumimos la existencia de varias burbujas, pero no nos animamos a calificar aquella pompa que parece mecanismo de defensa y se llama, lisa y llanamente: "Inmadurez". Nuestros profesores son víctimas y en el mejor de los casos, son colegas, pero los estudiantes descreen que tengan sabiduría o conocimientos para cautivarlos. Los padres de hoy no saben esconder sus miserias y pierden toda autoridad, y también en el mejor de los casos, son camaradas de sus hijos pequeños o adolescentes, dejándoles algunas decisiones importantes a ellos. Que figura retórica podré escoger para nuestros inmaduros políticos, mejor dejémoslos en el modesto corrupto o el tolerable incapaz. Y a los que se empecinaron en llegar a mayores, que les den. Si no es así, consulten la aplicación de agenda que tienen en su e-phone y confirmen la última vez que visitaron a ese pariente envejecido.
Esa ciencia inexpugnable que denominamos futuro, nos explica que la batalla por mejorar la esperanza de vida, pasa fundamentalmente por una restricción calórica: comer un 30% menos de lo que te pide el cuerpo y que no te falte ningún nutriente esencial. La primera parte del plan es el empecinamiento de las reformas políticas económicas. La de los nutrientes es subjetiva, siempre habrá una presidenta que en el país de la carne, te alabe las bondades de la salchicha.
Y si le ganamos veinticinco años a la muerte, nos encontramos con un dilema espantoso: ¿Quién acepta cuidar a los "viejos" o enfermos? De momento, pensamos en las residencias, geriátricos, médicos, hospitales u centros. Nos sucede lo mismo, que les sucede a algunos padres: que de sus hijos se encargue otro, ya sea el colegio, el educador, el abuelo, el monitor o el entrenador. Lo mismo con los políticos que llevan más de una década en el gobierno, y en pleno ejercicio de su inmadurez, a cualquier conflicto que surja, la culpa se le achaca a la supuesta externa corporación del mal que no nos deja madurar, crecer, desarrollar. Si somos parte de un país futbolero, nos podremos lucrar del excelso arte de pasarnos la pelota. Si no destacan en el balompié, otros países experimentan el sueño del Neverland o lavado de piel. Otros sufrieron advirtiéndonos de volvernos Peter Pan.
Al que le gustó leer El Quijote, sabrá que ese entrañable anciano por la edad agobiado, apenas frisaba los cincuenta años. La obra creada en 1605, definía que Alonso Quijano, el hidalgo Don Quijote pareciera un vetusto adulto. En aquella época, la esperanza de vida superaba algo más de los treinta años. Quijano enloqueció con la lectura de novelas de caballería, sin permitirle a pleno disfrutar de su madurez, aunque si leyeron el libro sabrán que era mucho más centrado que cualquier "joven" actual que bordee los cincuenta años.
A la hora de almorzar el pasado sábado, me detuve a observar a mi madrina. Un par de veces pidió disculpas por tener que regresar al baño. Luego alabó la exquisitez de comer en cámara lenta, su merluza rebozada y sorbió como un canario, un vaso de 7up, única bebida que le acompaña. En mi interior se entremezcló la sensación de alivio porque sobrevivió a una lucha cruel que le costó caro, con otra sensación angustiosa de saber que para muchos, nuestra gente se puede convertir en un estorbo insalvable. No abandoné la mesa a la espera de que terminara su porción de dulce, y ella luego de guardarse como un misterio absurdo, un par de servilletas de papel en su bolsillo, levantó la vista, me ofreció un caramelo y antes de regresar a su sillón eterno, me preguntó: "Nene, ¿Cuándo das el examen para pedirle a la virgen?

Arte Poética
Mirar el río hecho de tiempo y agua 
y recordar que el tiempo es otro río, 
saber que nos perdemos como el río 
y que los rostros pasan como el agua. 
Sentir que la vigilia es otro sueño 
que sueña no soñar y que la muerte 
que teme nuestra carne es esa muerte 
de cada noche, que se llama sueño. 
Ver en el día o en el año un símbolo 
de los días del hombre y de sus años, 
convertir el ultraje de los años 
en una música, un rumor y un símbolo, 
ver en la muerte el sueño, en el ocaso 
un triste oro, tal es la poesía 
que es inmortal y pobre. La poesía 
vuelve como la aurora y el ocaso. 
A veces en las tardes una cara 
nos mira desde el fondo de un espejo; 
el arte debe ser como ese espejo 
que nos revela nuestra propia cara. 
Cuentan que Ulises, harto de prodigios, 
lloró de amor al divisar su Ítaca 
verde y humilde. El arte es esa Ítaca 
de verde eternidad, no de prodigios. 
También es como el río interminable 
que pasa y queda y es cristal de un mismo 
Heráclito inconstante, que es el mismo 
y es otro, como el río interminable.


Jorge Luis Borges

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