lunes, 8 de diciembre de 2014

No culpes a la lluvia, será que no me amas



"Lluvia de mediodía, lluvia para todo el día."
Dicho popular.

El año pasado para estas épocas, estaba sufriendo los horrendos calores de Buenos Aires. Como un remanso, una mañana me despertó una ligera llovizna, que no llegaba a refrescar el ambiente. Me acerqué hasta la cocina y encontré a mi padre mirando por la ventana. Lo saludé y continué mi camino hacia el desayuno. Como mi padre persistía en esa postal, sumado a su eterna actitud de impaciencia, le pregunté qué sucedía. Me dijo que aguardaba que parara de llover para salir y hacerse con su mejor aliado, el paquete de cigarrillos. Terminé mi ingesta, y viendo que la ligera llovizna persistía, me ofrecí a ir a comprar los cigarrillos a unos doscientos metros de casa. Me viejo dijo que no saliera, que llovía. Lo miré, y antes de salir por la puerta le dije: “Si fuera por la lluvia, en el País Vasco, no saldría por meses”. Y me fui, perdón por la expresión, con dos cojones, a enfrentar esa insignificante garúa o chirimilli.

El clima fue una de las cosas de la que más lamentaba en mis primeros dos años aquí. No lograba hacerme a la idea de tanta lluvia, y no hablar del frío, cuando tocaba. Amante del sol, debía encarar los meses de octubre, noviembre, marzo, abril y mayo, con lluvias que confirmaban otoño, invierno y primavera. Hubo un año, creo que 2005, que el telediario vasco se empecinaba en recordarnos al comienzo de cada edición, la cantidad de días consecutivos, que aunque sea durante minutos, se iban acumulando con lluvia. No había necesidad de correr las cortinas al levantarse, sabía de antemano que el suelo estaría mojado.
Juraba y perjuraba contra las tradiciones de esta tierra. Encima, un amigo de aquí, que se inmortaliza como el hombre que le lleva la contra a casi todos los mortales, te esperaba con una sonrisa que se salía de los dientes, para decirnos que toda la semana aguardaban más precipitaciones. Y para odiarlo aún más, remataba con un “Qué bien que le viene esto a las cosechas y al verde de la vegetación”. Creo que en esos dos primeros años somaticé todas las enfermedades habidas.
Todos los pueblos tienen sus costumbres, y se suelen aclimatar a las condiciones del lugar para llevar adelante sus rituales. En el País Vasco, la lluvia es la gran presencia en gran parte del año. Pero la gente sale igual, al monte, a sus paseos, con la bici, a los partidos, a tomar sus vinos. El chubasquero y el gorro (aquí se le dice choto, ojo!! en Argentina) es la vestimenta oficial. Sin ir más lejos, el primer entrenamiento que me enfrenté con una buena lluvia, propuse suspenderlo. Y me respondieron: “¡Javi, sí nos basamos por la lluvia, no entrenan más hasta finales de mayo!
Y un día me encontré en el murallón de Plentzia, ya sin el paraguas de costado (porque siempre llueve de lado), contemplando las olas romper y salpicar confundiendo si es mar o lluvia lo que me mojaba. Y no me remitía a nostalgia, a extrañar el clima de mi país, simplemente asumiendo que la lluvia tiene su encanto. Y dejé de somatizar, y entendí que basta de romper paraguas, que no es verdad que esta lluvia te cale y comencé a hacer mis cosas sin prestar atención al servicio meteorológico (otro ritual de esta tierra, el que detesto, la verdad). Entonces, hablas con alguien sobre hacer algo el sábado, y el lunes anterior, te dice: “Malo, dan lluvia para entonces”. Vas por la calle y dices por decir, como cortesía: “Buen día” y te responden con ironía: “¿Bueno?, si anunciaron malo para todo el mes”, y te lo confiesa el primer día de ese mes. Y te tienes que acostumbrar al sentido del humor o falta de él, que la lluvia genera en los diferentes mortales.
La lluvia puede responder a distintos estados de ánimo. Pero imagino que la nostalgia o la tristeza no es responsabilidad de las precipitaciones, sino que despiertan ese sentimiento, que es sólo tuyo. No creo que al habitante del campo, al que necesita esa agua para el éxito de la cosecha o bienestar para el ganado, ver llover le despierte nostalgia, añoranza, tristeza. Seguramente, mirará con expectativa y con naturalidad la sucesión de días de lluvia. Eso se llama emociones opuestas y la interpretación del sentimiento que genere, estará condicionada por la interpretación que hagamos de ella.
Pero es verdad que la lluvia invita a la nostalgia, al romanticismo. Cuantas siestas debemos agradecer al temporal, o a la tormenta. Seguramente el sexo recibe con agrado el olor a lluvia que se viene. ¿Cuántos planes echados a perder a causa de la lluvia intempestiva dieron paso al sexo entre parejas? Y eso que dicen que en el País Vasco, no abundan esas manifestaciones primarias de emociones. No creo que ninguna raza se resista a observar de costado los efectos de una descarga eléctrica, mientras nos abrazamos en cucharita a nuestra pareja.
Cuando yo era niño me encantaba salir a mojarme con la lluvia. Jugar al futbol bajo un diluvio era uno de los mejores placeres posibles, sentir que las botas o botines se empantanaban por exceso de agua, no te quitaba energías para seguir corriendo. Entrar al mar esos días de lluvia intensa luego de jugar con tus amigos un cabeza en la arena, era como un fruto prohibido. Hace unos años, recuerdo habérselo enseñado a Federico, cuando transitaba por sus 11 añitos, y el niño pedía una nueva revancha luego del chapuzón en el agua.
Gritar en la tribuna de River cuando el diluvio arreciaba te daba más fuerzas para el cántico. Y salir con tus zapatos de lluvia una vez terminada esta, para pisar los charcos de la plaza o usar el bote de papel en carrera rauda hasta el desagüe, era una experiencia necesaria. Eso sí, en semana escolar, la lluvia siempre sería motivo suficiente para intentar faltar ese día a clases.
Me viene a la mente una imagen hermosa, pleno verano y tormenta repentina en la ciudad, en el cemento. El caos, la gente corriendo cubriéndose la cabeza, el ruido de la lluvia rompiendo contra el piso denotando sorpresa. El alivio de algunos que no corren, que levantan la cabeza y respiran de esas gotas. Nunca supe porque la gente corría, si no representaba una catástrofe o caos, apenas una contingencia.
Las tormentas brasileñas, llegas a la playa y en menos de cinco minutos te empapabas sin anuncio previo. El primer día salías corriendo rumbo a tu casa de alquiler, y al llegar, el sol abrazaba nuevamente la ciudad. Al tercer día ya no te marchabas, solo tomabas la precaución de ir a la playa con lo puesto, para que no se moje innecesariamente ropa o libros. Y a jugar futbol, que un buen visionario carioca luego inventó como futbol playa.
También odiaba la lluvia en algunos momentos, sobre todo aquellos sábados que amanecía con aguacero que suspendía los partidos. O aquellos diluvios de larga duración, que obligaba a estar prendido a la radio a transistores escuchando el recorrido del árbitro por el campo de juego, inspeccionando si el balón botaba o no, para suspender la jornada. ¿Qué hacía si se suspendía el partido el domingo? Seguramente acelerar el mal humor que esa tarde suele instalar en algunos mortales. Porque la lluvia invita a cambiar de planes, no hay cita que se resista a un replanteo. Si lo miramos con una perspectiva optimista, la lluvia puede ser el mejor condicionante que nos prepare para los cambios, para hacer algo distinto a lo antes establecido.
La lluvia es un despertador increíble de emociones o recuerdos. ¿Cuántas veces un día desapacible nos recordamos cosas que hacíamos con nuestros seres queridos? ¿Cuántas veces se da el absurdo hecho de planificar cosas con los nuestros mientras vemos caer la lluvia? El absurdo viene de que planificamos cosas en el mismo momento en que es imposible hacerlas, pero nos moviliza al recuerdo, a las ganas de estar con estos para programar una futura actividad. ¿Cuántas veces te juramentaste: “Que bueno sería que estuviera aquí X”?
Y le damos connotación de limpieza al hecho de llover. Asociamos a las distintas revoluciones con la presencia de la lluvia expectante. “Que llueva a cántaros”, pregonaban en aquel mayo del 68 los que creían que se podía cambiar el mundo. La lluvia no puede faltar a un buen poeta, a una trova o a una canción. Cuando llueve, simbolizamos el momento con un gesto friolero similar al estar destemplado, como que se nos encogiera el alma. Pero quizás no han cambiado las condiciones de temperatura, pero como que nos arrugamos, buscamos una manta o un abrigo y vamos en busca del sofá, de la serie o de la película y de algo para comer. Es como una entrega, a diferencia del revolucionario, una entrega dócil, sin violencia.
Y le damos forma de metáfora, para que se lleve el dolor, el abandono, nuestros errores, nuestras contradicciones. La comparamos con los negros nubarrones que frecuentan nuestras sociedades. En la crisis solemos decir: “la que está cayendo”, o “cuando terminará esta sequia moral”. La asociamos con lágrimas de los Dioses, con mensajes de los que ya no nos habitan. La llamamos muralla que se interpone con el mundo que nos espera y al que no podemos ver. Vemos garabatos cuando circula por los cristales, buscamos significados con nuestro destino, cuando arrecia una tormenta. Vemos las marcas que dejan las gotas en nuestro coche recién lavado y encerado. Nos dejamos hechizar en nuestras ventanas, obligándonos a la eterna pregunta de quién somos o adónde vamos. Con la lluvia, no sueles ir muy lejos, salvo aquí en el País Vasco.
Los vascos la denominan Euria, y es un regalo de Ortzi, dios de las tormentas. La lluvia como fuente de vida y sus augurios acompañan los gestos de riqueza y abundancia. Los vascos profetizan que si un día en particular llueve, eso significa que el año será abundante para un producto determinado. También consentían que si durante un entierro, llovía, era una excelente señal para el inmediato arribo de esa alma a los cielos. Y algunos encuentran en el arco iris, la señal que Urtzi, el padre cielo, avisará de que lloverá como mínimo nueve días de continuo.
Para ir terminando, una investigación de la Radio Pública de los Estados Unidos (NPR) encaró las condiciones económicas del País Vasco, comparándolas con la tormenta (otra metáfora) que la crisis económica arrasaba en la península. Y la investigación precisó parte del éxito económica en estas tierras, que aún en crisis parece ser mucho menor que en el resto, con una sola frase: “Doscientos días de lluvia al año”.
“Cuando estás en la fábrica, nunca piensas en ir a la playa por la tarde o en pasarlo bien. Te centras en el trabajo que estarás haciendo, y eso lo haces, no solo por el afán de responsabilidad, que acompaña a esta raza, sino que también porque el día no ayudará a tener ambición para otros planes”.
El paisaje del País Vasco ha sido configurado gracias a las precipitaciones. El verde profundo de los valles no sería posible sin esos doscientos días de promedio de lluvia. Ahora me preparo para la vida en Holanda, y en la despedida que me ha dado el club, me han regalado con ironía un paraguas, alertándome que en un país como aquellos bajos, la lluvia suele ser una putada. Recibo el presente con cariño, y me cuesta volver a doce años atrás, cuando la lluvia era permanente gestor de broncas o suspiros, cuando el oír llover me recordaba la luminosidad de Buenos Aires. Próximamente en Breda, la vida es tan puñetera, que al ver caer la lluvia, inmediatamente pensaré en Euskadi y en ir a tomar mate con mis parejas amigas, mitad argentos nostálgicos, y mitad euskaldunes, que seguirán recibiendo la lluvia con esa sonrisa, que ya no me parece tan odiosa…

La otra noche te espere
Bajo la lluvia dos horas
Mil horas como un perro
Y cuando llegaste me miraste
Y me dijiste loco estás mojado
Ya no te quiero
Oh, oh, oh

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