jueves, 18 de diciembre de 2014

Ese joven que soy yo que se parece tanto a ti



La inmadurez es la incapacidad de usar la inteligencia propia sin la guía de otro.

Immanuel Kant

Alguna vez mi padre me pidió que escribiera una novela donde acentuara los matices donde los mortales somos simples actores de una obra, que encierra  casi todos los géneros. Nunca la encaré, quizás mi viejo puso el listón demasiado alto –cómo casi siempre que me impulsó consignas- o simplemente en aquella época yo era un mal actor de reparto.

No he tomado clases de interpretación, pero con el correr de los años me duele la vista y el corazón, ver lo mal actuada que está en general la vida. La mayoría de los actores salen a escena y se nota que no han estudiado el guión, y el drama, junto a la picaresca y la comedia rigen el gusto del espectador medio. Expectantes, los adictos y adeptos a la cultura, muestran una línea de pensamiento que casi siempre suena aburrida y los demás topifican como negativa, pesimista o mala onda, y esta última expresión confirma que el vocabulario también ha ido decreciendo. Pero un aspecto que nunca me gustó en la gente que expresa de manera seria, un acto tan sencillo como es adquirir y compartir conocimiento, es que quieran establecer diferencias no solo de entendimientos, sino en la manera de trasmitirlos. Como que quieran dejar bien en claro, que ellos no forman parte de esa pintoresca y variopinta jauría, o como alguno definió claramente, como chusma.
Trato de ser una persona parecida en casi todos los órdenes. Pero la total identificación con mis partes no es idéntica. Mi imagen exterior siempre se ve observada, debe mantener unas formas o unos contenidos que contenten al ser sociable que somos todos juntos. A la medida que logro identificarme o asociarme con otro “actor”, se definitivamente que la otra parte ha de conocer al verdadero Javier. Pero es inevitable pasar antes por esa tonta y aburrida manera de mantener formas o mostrar madurez o adaptación deliciosa a las normas vigentes.
Cuando me enamoré de mi esposa, recuerdo una anécdota que para mí es graciosa, y depende como lo lea ella, puedo no causarle tanta gracia. En una de las primeras conversaciones, me solicitó con contundencia y yo interpreté sin medias tintas: “Cuéntame tu vida”. Tomando valor y tratando de ser sincero, pero sin dejar de impresionarla o cautivarla –no fuera a que tanta sinceridad me hiciera perder una persona que me gustaba demasiado- comencé una arenga que creo que casi promediando la hora, sufrió una súbita interrupción. “¿Por qué me estás contando esto?” me observó. Sólo atiné a decir: “Porqué me pediste que te contara”. Lo que ella no supo en ese momento es que suelo tener ese defecto con muchas personas, si me lo preguntan, yo cuento. Y si cuento, me abro. Y si me abro, comparto. Eso sí, siempre queda un remanente que permanece oculto, porque hasta yo tengo establecido que hay cosas que no se le pueden contar a todos, hace falta un grado profundo de intimidad o conocimiento hacia la otra parte.
Para el exterior debemos ser precisos, debemos definirnos, estamos obligados a sustentar una posición, ser serios, y para todo eso, lucimos una máscara que suele esconder parte de una identidad opaca o vulgar, que a uno a uno de los mortales nos iguala. Algunas personas, lamentablemente, terminan adaptándose a esa máscara, y pierden la perspectiva, se olvidan de cómo son en la intimidad. Sabiamente un escritor polaco que vivió veinticuatro años en Argentina y que uno de sus libros llegó a mis manos, fruto de la casualidad, definió esta característica como la tesis de la inmadurez y la forma.
Witold Gombrowicz (1904-1969) sostuvo en sus escritos que nos acompañan dos tipos de inmadurez: La de grado 1, inherente a la condición humana, que destaca como sana y saludable; y la de grado 2, artificial y fabricada por el miedo a crearse a uno mismo, a ser alguien y convertirse en persona, mientras el caudal interior aflora y se da de bruces contra la realidad. La novela en cuestión –la que tropezó conmigo- se llama Ferdydurke. Prologada por el mismísimo Ernesto Sábato, es considerada como una obra fundamental, y yo que estoy a punto de terminarla, puedo sentirme confuso en entenderla y que me haya gustado, aunque eso sí, me obligó a pensar en este tema que está toda la vida con nosotros: Somos seres imperfectos en un mundo, que como dice Joaquín Sabina, está recién pintado.
La vida nos estereotipa todo el rato, y nosotros lo asumimos. En la novela los personajes se mueven en función de mitos sociales y está bien claro que estos no siempre corresponden con una realidad interior, pero a pesar de ser impostado, generan sobre nosotros una influencia definitiva. Y ya que este espacio es mío, vuelvo a recordar momentos, esta vez de cuando me acerqué a la SADE (Sociedad Argentina de Escritores) alentado a participar de un taller de escritura, que definiera de una vez, si yo era un tipo de letras, o simplemente de algunos caracteres. La primera semana no pude acudir por motivos laborales y para la segunda cita tenía en claro que arrancaba en desventaja. Suponía que los demás participantes ya estarían aunados con la consigna grupal y que al tener tranquilidad –por la experiencia de haber estado en la primera clase- me habrían de juzgar sin piedad ni consideración, avalados por la profesora, que para más inri, acreditaba ser ganadora del premio Planeta, de Argentina.
Llegué al borde de la sugestión a la cita, estuve tentado varias veces de darme la vuelta y encontrar el autobús más cercano que me devolviera a mi barrio, al anonimato y a mi carencia de luces intelectuales. Pero como soy hijo de vasco, no me amedrentó. Llegué al borde del colapso, pero llegué. Para colmo lo hice veinte minutos pasados la hora de comienzo (yo que soy el socio fundador de los adoradores de la puntualidad) y al subir las escaleras, las caras de pensadores serios y profundos con que siempre se sacan las fotos los ensayistas, escritores y filósofos, me obligó a pensar que estaba cometiendo una locura, yo era demasiado basto para esa empresa.
 Al acercarme al aula, me encuentro que un participante estaba leyendo un escrito propio. Así que permanecí en silencio, de pie frente a la misma puerta. La situación se mantuvo así por otros veinte minutos, y yo en el mientras, ya anticipaba el reto de la profesora, por llegar tan tarde, por estar importunando una evidente excelente lectura, y yo ser un legítimo don nadie que profanaba la tumba de la escritura, que para más solera había precedido el único Jorge Luis Borges. Sin abrir la boca, ya estaba presto a pedir perdón y aceptar que la premiada Planeta me lapidara. Pero sucedió algo bien curioso.
Advertida por las miradas de algunos compañeros, la profesora levantó la vista. Con un hilo de voz me presenté, ella se quitó las gafas, se levantó del asiento y se dirigió hacia la puerta para recibirme. A mitad de camino, no se bien que sucedió pero se resbaló y toda su humanidad fue a parar de manera grotesca con el culo como estandarte, al suelo. Yo la levanté, no se había lastimado por suerte, y entre medio de su risa acalorada, la incorporé. Me preguntó mi apellido, me dio la bienvenida y antes de tomar asiento, se disculpó por lo inmaduro de su presentación. Yo, en ese momento, pude volver a ser yo, ese tipo sencillo al que le encanta leer y cree que tiene cosas para escribir, y me saqué ese antifaz que la cultura a veces te obliga a utilizar. Era Planeta esa mujer, pero también era planeta tierra, y bastante común, basándome por esa patinada.
La segunda característica que recuerdo de aquel año de curso, me la ofrecieron mis compañeros. Y que recuerdo, gracias a la interpretación que el personaje principal de Ferdydurke insinúa, que los hombres se crean entre ellos, imponiéndose a si mismo las formas, o lo que nosotros definimos como “manera de ser”. Cuando había que comentar un texto propio o de alguno de los consagrados o conocidos, el que expresaba primero, como que expresaba varias veces. Esa patina de cultura que debe estar adherida a nuestras opiniones obligaba ante la duda o el desconocimiento, a sustentar lo que el primero, siempre que lo haya expresado con énfasis o convicción. Y la ronda se sucedía de manera tediosa, y yo que estaba en los últimos de la fila, debatía en mi interior porque tenía otro concepto de esa obra. Y a pesar de seguir sudando por tener que aportar otro punto de vista, no me cortaba. La sorpresa era cuando no se me contradecía o si se trataba de un punto de vista distinto, algunos aportaban algo a un debate. Eso sí, el resto continuaba en su rol de actor, a la espera de que le enviaran el nuevo guión.
“Es un hecho que los hombres están obligados a ocultar su inmadurez, pues la exteriorización sólo se presta lo que ya está maduro en nosotros. La novela plantea esa pregunta: ¿No veis que vuestra madurez exterior es una ficción y que todo lo que podéis expresar no corresponde a vuestra realidad íntima? Mientras finges ser maduro, vives en realidad, en un mundo bien distinto. Si no lográis juntar de algún modo más estrecho esos dos mundos, la cultura será siempre para vosotros un instrumento de engaño”, el reportaje a Gombrowicz es de los sesenta. La vigencia es ofensiva.
Desde la propia infancia, el hombre se ve expuesto a “presiones” de los estándares culturales, ideológicos, religiosos, nacionalistas, etc. Uno cree finalmente descubrir su identidad, pero da toda la sensación de transitar un mundo ficticio, donde el sentido brilla por su ausencia, y donde pregonamos la naturalidad como virtud esencial, pero que en verdad nada parece  habitual. Lo único auténtico en esta obra de ficción es la inmadurez eterna de las sociedades y el complejo de inferioridad que no nos legitima. Somos inmaduros, somos miedosos, es muy difícil sostener en esas condiciones una convicción. Ante una decisión, podemos luego dudar eternamente y dependiendo el canto de la moneda, luego podemos fardar de nuestro juicio o supuesta valentía.
Echamos mano de las vestimentas para justificar una supuesta madurez. Anhelamos ser maduros, tenemos una imperiosa necesidad de ser libres, pero esos supuestos dones que todos tenemos para aspirar a gestionar esa supuesta libertad, no suelen perdurar, nos atamos a las convenciones sociales, a esos estereotipos que lanzándote a una aventura para desarrollarte, muchas veces se denomina irresponsabilidad, la eterna y nunca desgastada definición de inmadurez. A pesar de estar contrastados esos tópicos, y estar caducos, no pierden efectividad. Esa máscara no se descataloga fácilmente, modifica hasta reprimir nuestra vida interior, nuestra intimidad.
La juventud se asocia de inmediato con inmadurez. Es habitual ofrendarle al adolescente un ceño fruncido, o la predisposición de atribuirle una imagen negativa. La lucha generacional es eterna, llegará el momento que los rebeldes de ayer se acomoden en echarle la culpa a los de antes o a los de después. Las generaciones no se suelen comunicar, más allá de los convencionalismos de la escuela o universidad. Siempre estamos enfrentados con el pasado, dejamos mensajes que el futuro será mejor por obra de nuestra gestión, para una vez arribado esa fracción de tiempo tan lejana, confirmar que el fracaso es el mismo, con el matiz tecnológico que separe los siglos de existencia.
“Haz lo que yo digo, pero no lo que yo hago” o “Predicar con el ejemplo” son refranes antagónicos que suelen ser solo frases establecidas. La humanidad gira a través de actos individuales o egoístas que una vez establecidos, reciben el dogma de algo hecho en aras de una humanidad. Debemos agradecer a ese “mecenas, héroe o actor”, que se consagra por nosotros, con el único afán de un cambio, que nunca se cristaliza. Debatimos neciamente ideologías que no nos pertenecen, que no nos afectan en el día a día. Pero seguimos debatiendo, seguimos esperando las noticias para soltar una ética humanizadora, que siempre creemos que solo nosotros tenemos.
Termina mi andadura de entrenador con los Prebenjamines de Plentzia. Ya no me enojo si mis jugadores no muestran señales de madurez, de malicia. Algunos rivales ya saben agarrar de la camiseta, ya practican pararse delante del balón para obligar a la interrupción. Los míos todavía transitan en la nube de la niñez, y observando lo chiquilín de su comportamiento, gozo pensando que la inmadurez social todavía no hizo reacción, como una vacuna. Le debo la novela a mi viejo, me debo dejar de sentir sofocos en esas reuniones donde la mayoría presume, me encanta saber que a pesar de mi inmadurez eterna, acepto algunos de mis miedos y pensamientos vacios como parte de mi esencia. Y adoro escribir sobre libros intentando ser cercano, y no uno de esos rancios que no te enseñan nada, solo a sentir desconcierto por palabras que riman pero no aclaran…

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