lunes, 23 de junio de 2014

Ya no somos lo que éramos



Una persona sentada, cómodamente sentada, una taza de té o café bien cerca, para ofrecer un generoso respiro. Un texto que se repasa, volver a retomar el hilo a los segundos. Apoyar momentáneamente el libro en el regazo y expresar internamente la sorpresa del giro que la historia propone, o el íntimo comentario reflexivo, o la ansiedad producida por la pasión de lo que estás leyendo. Volver a concentrarse en la lectura, lo externo no cuenta. Has logrado la concentración y compenetración absoluta. Ahora, para. Y dime si esa no parece una imagen en sepia. ¿Por qué hemos permitido que fuera perdiendo el color?

Ahora te obligas al menos a intentar leer dos páginas seguidas. Pero claudicas, el sonido del móvil te avisa que te ha llegado un wassap. Podría ser importante o decisivo ese mensaje, ese estado de urgencia hemos legado. Resignas la lectura, abres la aplicación y compruebas que te han mandado la foto de un gatito que habla. Inmediatamente respondes, le agregas un emoticón tipo de sonrisa o de pulgar levantado y de paso se lo reenvías a otro conocido. Y te entra la duda, ¿vuelvo a leer la novela, cuento, ensayo o libro de autoayuda, o mejor me meto en internet para ver si han actualizado algo importante?.
Hace un mes que cambié de móvil. Tuve tres en los últimos doce años. Los cambios se han debido a que al primero (al que la mayoría denominaba fósil) se le dañó la tarjeta y no había solución. El segundo apenas llegó a durar dos años, se me cayó al suelo y cada tanto se me desarmaba. Ahora tengo uno táctil y finalmente es compatible con el wassap, la mensajería instantánea o el telégrafo de este siglo. Después de un primer día de curiosidad, donde casi no me despegue del móvil, me obligué a recordar a cada instante, la fea y triste sensación que me transmite la sociedad de la que participo, esa de estar cada pocos minutos observando si alguien te ha mensajeado algo. Y procuro no caer en el mismo error. No me cuesta tanto, pero confieso que en medio de una lectura, y al sonar la alarma del mensaje, más de una vez deseé con impaciencia encontrar un punto y aparte en la temática del libro, para acudir a la observación del móvil.
Ahora, casi un mes después de la adquisición de tanta tecnología, recobro mi constancia. He comprobado que nada de lo que me llega es tan urgente, como para no contestarlo en un rato, y vuelvo a privilegiar la concentración en la lectura. Pero me pregunto cómo lograremos que la literatura se imponga en estas circunstancias, en donde parece que “es una aplicación vetusta”. Es cruel la duda, me da la sensación que deberemos encarar otro concepto de literatura, otra manera de retener lenguaje y conocimiento para poder expresarse con corrección y hasta parecer atractivo. Me resisto a creer que somos una especie que solo maneje modismos o tópicos para expresar contenidos.
Sé que algunos mantienen aún hoy, mayor resistencia a caer en esa ansiedad, en esa manifestación del aburrimiento o dispersión a la que nos ha “obligado” la tecnología. Pero parece ser una batalla irremediablemente perdida. Se requiere ser constante para juramentarse leer un libro, y no convertimos en perseverantes adictos a la tecnología. Se requiere una tenaz energía para mantener el contacto con un texto, y es considerado titánica la empresa de abordar uno de más de 400 páginas. ¿Se imaginan encarar el Ulyses, de James Joyce, o Guerra y paz, de Tolstoi o El Quijote, de Cervantes? Por otro lado, ¿es imprescindible leer los clásicos?
Phillip Roth lo advirtió hace unos años. “La concentración, el foco, la soledad, el silencio, todas esas cosas tan necesarias para una lectura seria ya no están al alcance de la gente”. Hay dos palabras que sobresalen en mis retinas como un puñal: lectura seria. Años después de expresado este pensamiento del gran escritor americano, puedo presumir que la gente no está al alcance de ningún tipo de lectura. Aspirar a que alguien te comente lectura seria es casi tan difícil como encontrar oro (no un compro oro), petróleo o armonía (me cuesta encontrarla en los alrededores).
Quizás con una visión nublada por la nostalgia, presumo que las diferencias entre los que antes leían y no lo hacían, no resultaban tan evidentes. Hoy la brecha parece enorme de tan grande, como si se tratara de distintas civilizaciones. Porque quien lee, inevitablemente desarrolla una cultura. Quien en cambio, permanece ajeno a este pasatiempo, alimenta un poco más su ignorancia, que se acrecienta y acrecienta. Resulta difícil contrastar datos y esa masa que ha abandonado la constancia de leer, siente y asegura, erróneamente, que una actitud crítica, es un sentimiento negativo. Por eso no pueden refutar ni desenmascarar los datos pobres, caducos y vacios que nuestros gobernantes profesan. Por eso son los últimos en enterarse de que están al abrigo del ridículo.
Nos hemos convertidos en adoradores y portadores de frases marketineras que parecen que simbolizan un todo, y en realidad son parte de la nada: “Sí, se puede”. La repiten en cada circunstancia, principalmente se la vincula con la gesta deportiva. Siempre me llamó la atención esa arenga, si lo tuvieran tan claro que sí, se puede, no tendríamos que gritarlo como un desafío o bravuconada. No sé porque me suena como a complejo de inferioridad. Gritamos tanto marketing, que nadie se detiene a razonar como se puede debatir ese sí, se puede. Parece que la sociedad quiera que se pueda por generación espontánea. Si se pudiera, lo estarías haciendo a cada rato, no cantándolo.
El espíritu se duerme, y es de temer que nos alcance a todos. Me sorprende hoy en día, seguir encontrando mentes lúcidas y plumas exquisitas que sigan alimentando mi pasión por la lectura. Como una especie de milagro, sigue habiendo escritores que cumplen con su trabajo. Y se adaptan a los tiempos, cambian los formatos, habilitan nuevos recursos, pero me sorprenden, me movilizan, me obligan a ese reposo para tomar aire y seguir leyendo. No sólo leo clásicos, hay infinidad de autores contemporáneos que expresan conceptos, que regalan argumentos, que entraman excelentes historias. Y me desespero por compartirlas, por intercambian recomendaciones. Pero allí es donde se profundiza la soledad, la soledad de sentirme un inocentón porque quisiera que al menos, mis seres queridos se sumaran a la causa, y abandonaran por unos días el lo di todo para finalmente recibir algo. Pero quizás, yo esté exagerando. Hay otros puntos de vista, y en el día a día podemos confirmar que no todo es absoluto.
Se va a cumplir un año que se realizó la 23ª reunión de la sociedad del Texto y del Discurso, en la ciudad de Valencia. Allí el catedrático de Psicología Evolutiva y de la Educación de la Universitat de Valencia, Eduardo Vidal-Abarca, sorprendió con la afirmación “nunca en la historia se ha leído tanto como ahora y nunca ha sido tan importante leer y sobre todo comprender lo que se lee”. Desmintió el tópico de que cada vez se lee menos y aseguró que la gente dedica muchas horas al día a la lectura. “La comunicación escrita se ha incrementado muchísimo como consecuencia de las nuevas formas de lectura a través de internet y de otros soportes móviles”. Y también se refirió a los jóvenes de hoy: “Es mentira que los jóvenes no lean; quizás no leen lo que los adultos quisieran que lean”, un  año después sigo sorprendido, ¿es qué estoy tan equivocado en mis precisiones?. Y recuerdo un ejemplo propio que me obliga a reconsiderar la psiquis de las nuevas generaciones.
Cuando trabajé en el bar, una habitual de los mediodías se atrevió a hacerme una proposición. Tranquilos, yo solo recibo proposiciones más bien sosas, desafortunadamente. Me ofreció comprarme un libro al mes, si yo lograba inculcar a su hijo de trece años, el hábito de la lectura. El primer lunes que se presentó le hice toda una introducción sobre mis métodos de lectura, le enseñé mis fichas donde almaceno los datos de los autores y libros leídos, y traté de reseñarle mis distintas fases de lectura. Para terminar, le presté un libro de Agatha Christie y le pedí que al menos lo hojeara para la siguiente charla. Al lunes siguiente, acudió con puntualidad y con predisposición. Le gustaba venir a mi encuentro, pero de Agatha Christie ni rastro, siquiera Hércules Poirot podría aportarme una huella dactilar del joven en el libro.
La segunda vez le hablé de Julio Verne, con la vana ilusión de que el joven saliera corriendo a hacerse con cualquier edición de 20.000 leguas de viaje submarino. También me detuve en Sandokán, o en cualquier lectura de Emilio Salgari. Se fue contento, pero siguió sin leer nada de lo que le sugería. Los tiempos estaban cambiando, y yo no sabía cómo acercarle la lectura al joven. Lo peor era que se veía predispuesto, le gustaba conversar una hora conmigo.
El tercer lunes yo estaría de mal humor, a veces no es agradable trabajar en un bar. Hablamos un rato sobre técnicas de escrituras, pero al ver que me miraba con un entusiasmo que contrastaba con su arrojo a la lectura, le invité a hojear el Mundo Deportivo. Fue como una especie de milagro, puedo asegurar que lo devoró y supo resumir las partes que más le interesaron. Finalmente había leído.
El experimento duró un par de meses, en todo ese tiempo observé que le interesaba sobremanera saber quién era Agatha Christie, Julio Verne, Gabriel García Márquez, Cervantes o William Shakespeare. Pero dicho interés no se reflejaba en el abordar esas lecturas. Terminé con un sentimiento encontrado, contento por haberlo conocido, pero frustrado por no haberlo reclutado. La madre un mediodía ingresó eufórica al bar. Su hijo había tenido excelentes notas ese año, la primera vez en su derrotero estudiantil. Y la mejor de las notas correspondía a Lengua. La madre me lo agradeció y yo me quedé aún más sorprendido.
Han pasado más de diez años, al joven me lo cruzo seguido. Siempre me saluda con alegría, está estudiando en la Universidad y se nota que es una persona sana. Nunca acompaña un viaje en Metro con un libro, tampoco con el móvil. Quizás tenía razón el análisis de Vidal-Abarca. Quizás mi preocupación avalada por gente como Philip Roth sea desmedida. Si le volviera a hablar de mis lecturas, seguramente me acompañaría con entusiasmo, salvo que yo esta vez no espero que ese arrebato en su mirada se complemente con la lectura inmediata. Creo que ese joven tiene un mecanismo distinto al mío, pero no deja de ser una persona interesante.
Entonces, ¿en qué quedamos? Para peor, o para mejor. Lo mejor sería que hubieran llegado hasta aquí en la lectura. Y una vez finalizada, cuestionaran. Los lectores quizás ya no son lo que eran, y los escritores tampoco. Las estadísticas perjuran que ahora se lee más en formato digital, que aumentó la media de lecturas al año a través de dicha aplicación. Los escritores tienen seguidores en twitter, y estos mantienen un diálogo constante con sus lectores. Quizás hoy no se lean libros de calidad literaria, pero si se lean artículos o textos que satisfagan la curiosidad. Quizás sea verdad que sí, se puede. Quizás sea solamente distinta la manera de querer poder. Quizás yo deba aceptar las distracciones como método para lograr concentración, quizás no sea una falta de respeto leer salteado motivado por las interrupciones digitales. Quizás algún día cese en mi empeño de considerar que un dispositivo digital de lectura no sirva, porque no me permite decorar con orgullo mi habitación o biblioteca…

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