jueves, 19 de junio de 2014

El marinero y el capitán


El cambio de vida se me notó desde el primer día. Para colmo era domingo, y ya sabemos que todo es mucho más tranquilo en una mañana de fiesta.  Luego de cumplido el primer desayuno con mi tía, decidí emprender una caminata por el pueblo, que tenía para mí un enorme significado: allí había nacido mi padre.

En las calles que bordean el casco antiguo de Plentzia, el movimiento siquiera podía considerarse escaso, a las 10 de la mañana. Han pasado doce años, pero aun recuerdo mi desconcierto al no cruzarme con otra voluntad en mi primer paso por territorio paterno. El siguiente recuerdo es el de caminar en círculos, a los pocos minutos me encontraba nuevamente desconcertado en el portal de mi tía, la morada que debía memorizar, porque al menos durante los siguientes tres meses, iba a ser mi dirección. Y dado que la gente no abundaba, no era cuestión encima de perderme.
De repente dí con una escalera lateral, y mientras descendía, más me acercaba al manso mar que se veía desde el enorme ventanal de mi tía. El final de la escalinata me acercó al puerto, y allí sí encontré más movimiento. Con el tiempo me costó memorizar el nombre simbólico otorgado a esas escaleras: las escaleras del mocordo, o algo así.
Y tuve que averiguar que era mocordo, palabra que desconocía totalmente, y no era lo único que ignoraba. Mocordo según el Lexicón etimológico, de Emiliano Arriaga, de 1896, presenta la siguiente definición: “Vocablo procedente del euskera que los bilbaínos utilizaban para referirse a una defecación humana siempre que sea de persona robusta y sanota, y aparezca según su calibre ya a modo de chorizo, de morcilla, o de lingote ligeramente curvo, bien enjuto y solidificado”.
En el caso de dichas escaleras, los “lingotes” eran del ganado que cortaba su paso desde el monte hacia la parte de superior del pueblo a través de esa cuesta. Era la primera explicación curiosa que debía afrontar, y allí quedaba expuesta mi condición de señorito de ciudad. Y como fiel habitante del cemento o asfalto, mi total desconocimiento sobre la actividad rural. Y esa actividad, limitada pero existente en Plentzia, fue el aspecto más curioso de mis primeros días.
Porque mi experiencia con la fauna se limitaba a cuatro peces propios y a algunos perros de familiares, vecinos o amigos. En una época donde consideraba que me perseguía la buena fortuna, era un niño que me presentaba en cumpleaños o reuniones donde se sorteaban regalos, y yo casi siempre portaba el número privilegiado, aquel que siempre salía. Mi sonrisa de hombre afortunado se estrelló contra la cara de desconcierto de mi vieja, aquella tarde de sábado que regresé a casa con el fruto de mi ventura. En una lata de pepinillos tamaño mediano, un pequeño pez navegaba con menos destino que Nemo, y a diferencia del film, su búsqueda no era tan difícil, ya que ese pez que creo que nunca tuvo nombre de mi parte, si optaba por ir a dar una vuelta, ésta duraba apenas un giro de esqueleto del pequeño vertebrado.
Si yo era un tipo con fortuna, mi madre resultaba tener el destino estrellado. Porque por culpa de mi don, tuvo que salir el mismo lunes a por aire, no para ella (mi madre), sino para el simpático pececillo plateado. Y eso generó un sinfín de cambios, de vivir en un mono-ambiente pasó a habitar una especie de chalet denominado pecera, que le faltaba bien poco, ya que desde el vamos, gozaba de piedras, plantas artificiales, arcón, filtro y  motor, para ventilar y generarle oxigeno al acuario. Además un par de frascos de alimentos, con su medida en la misma tapa, que obligaba a mi madre a darle de comer, ya que a mí, como un característico niño poco curioso, la sed de fisgoneo solo duró la ejecución de la primera ingesta.
Y si dije que le faltaba bien poco, es porque el bicho sin nombre, estaba solo. Pero como cuando eres pequeño sobran las invitaciones a cumpleaños, mi madre tuvo que advertir azorada, que sus colegas mantenían una rara costumbre, que en vez de hornear souvenirs, “quizás” se vengaban de los magros regalos que recibían sus hijos, optando por sortear más peces. Y Javier regresó a casa esta vez con un ejemplar naranja, sin lata de pepinillos, con una bolsa de plástico como envoltorio, que soportó el viaje en autobús hasta casa.
La experiencia duró un par de años. En el medio, un tercer ejemplar (tuve cuatro mascotas acuáticas) resultó ser nocivo para la convivencia de las especies. Eso lo deducimos con el tiempo, porque la prueba piloto de la convivencia iba mermando a medida que sus moradores aparecían flotando en distintas madrugadas. El tercer elemento fue seguramente producto del asesoramiento del hombre del acuario de Avenida Cabildo, cercano a Federico Lacroze. El bicho no era agraciado, su tarjeta de presentación era un bigote y un garbo que se asemeja al personaje de Alatriste, caracterizado por Viggo Mortensen. Y su actitud podría semejarse al personaje de Pérez Reverte, ya que el tipo (bicho) iba de negro y el mostacho deambulando en su navegación, nos intimidaba a mí, a mi madre y a sus propios compañeros de chalet, a los que pasaba a degüello.
En síntesis, que me voy por las ramas como algunos animales, que Alatriste no cesó hasta ser único propietario o inquilino, y su andar solitario duró un par de años. Muerto el bribón, se acabaron los alimentos para peces, la limpieza de las piedritas y el cambio de aguas. La bomba de la cisterna cesó de despedir mascotas en los funerales. Mi madre, harta de los cumpleaños, festejó con disimulo mi cambio de colegio primario a secundario, y la poca práctica de festejar cumples de mi compañeros del San Román y que yo hubiera mutado mi suerte de recibir “sorpresas” en reuniones sociales, por encontrarme míseros botines en la calle, representada por monedas o billetes de menor cuantía.
Y lo siguiente que recuerdo de ese domingo en Plentzia, fue sentarme en los paseos y observar el andar relajado de una especie que denominan mugles. Dicen los que saben, que el mugle es un pez asustadizo, pero los del pueblo estaban siempre de paseo distendido. Si les arrojas pan, su primera reacción será la de la desbandada. Con el paso de los segundos, ha de regresar para alimentarse. Un par de particularidades me aportaron con relación a este habitante habitual de los paseos plencianos. Una es que no acostumbran a comer a partir del anochecer, es decir que sus capturas se suelen producir entre la salida del sol y la puesta del mismo. Es ideal para que los niños lo pesquen, ya que es fuerte y peleón y da vidilla a la “contienda”. Mantienen un estilo peculiar de atacar las carnadas, ya que son sorbidas o chupadas en pequeños toques antes de tragarlas, lo que hacen que queden bien trabados en el anzuelo. Y la última característica es que nadie quiere comerlos. Vox populi afirma que han visto hasta gatos declinar la invitación. Aunque viejos marinos (que sobran en cualquier tasca del pueblo) puedan perjurar que su carne es sabrosa, el problema es que están siempre cerca de la mierda que descarta el humano.
Ahora oteo el horizonte mientras desayuno en casa, a la espera de las distintas aves que se posen en el campo de rugby, frente a mi ventana. Hace un año, en la víspera del día del Carmén, escribí sobre el placer de observar a un par de cigüeñas todas las mañanas. También el paso de las gaviotas se ha tornado una costumbre, es como cuando veía a los gorriones o las palomas en la plaza de mi barrio de Belgrano. Mi vecina Gloria suele darle de comer desde la misma ventana, y un vuelo circular de más de veinte gaviotas me demuestra el cambio radical de vida que la ciudad o un pueblo marítimo albergan.
Una noche posó sobre la ventana un búho. Se quedo mirando hacia el interior, y tanto Fer como yo nos quedamos acojonados. El fenómeno duro sus diez o quince minutos y no se ha vuelto a repetir, aunque hemos escuchado su ulular posado en otras ventanas de la barriada. Cuando se lo comenté a un amigo, este me trasladó a los pocos días la consulta de un amigo de toda la vida (que me suele leer), y me interrogó sobre las características del ave que nos acompañó en esa madrugada. El amigo estaba tan documentado, que creia que lo que habiamos observado debía ser una especie de lechuza. Ahí noté la diferencia entre el hombre de la ciudad y el habituado a los animales, apenas pude contestar, como si estuviera siendo de ayuda, que tenía los ojos grandes y saltones.
Por último, tuve que aprender la diferencia entre rata, ratón o sagutxu. Al cruzarme una vez en las cercanías del portal, sólo pude identificar al roedor como una rata, por lo que recibí el desprecio cultural de algún vecino, ya que se trataba de un inofensivo sagutxu o  ratón de campo. Han pasado los años, sé distinguir entre ambos, pero es un animal que no tolero a la vista, no me interesa diferenciar si es un hámster, una rata de cloaca o un sencillo ratoncito.
Ahora mientras subo las escaleras de casa o me siento en las piedras que forman el murallón del paseo de la ría, me divierto viendo el asustadizo movimiento de las pequeñas lagartijas. Y me doy cuenta lo que ha cambiado mi óptica de ciudad con esta década de vida “en el campo”. Y que contarles cuando llega la temporada de caracoles, observar cómo se desplazan lentamente por los escalones evitando la captura de algún sibarita que considere esa babosa como un manjar.
Algún día me animaré a contar como desempolvé parte de mis miedos eternos y toleré convivir durante tres meses con la gata de mi tía, de nombre Peluchina (hablo de la gata). Sigo siendo perrero, son los bichos más fieles que conozco, sin llegar por los pelos a la nobleza que profesa una madre, pero aceptando su rol de animal de compañía más sincero. Y mi suerte ha cambiado, ya no encuentro monedas ni billetes, como tampoco un buen trabajo; por las dudas trato de no ir a cumpleaños, porque los tiempos han cambiado y temo regresar a casa con una boa o una nutria, y tener que salir a robar los huevos de la oca o pata que descansa en el puerto de Plentzia, para alimentar a mi ocasional mascota…

PD: Gracias a las lindas fotos que saca Fernanda todo el tiempo...






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