miércoles, 30 de abril de 2014

El modo de dar una vez en el clavo es dar cien veces en la herradura.



«Salen de sus celdas. Se dan la mano, sonríen. Les leen la sentencia, les sujetan las manos por la espalda con esposas, les ciñen los brazos al cuerpo con una faja de cuero y les ponen una mortaja blanca como la túnica de los catecúmenos cristianos. Abajo está la concurrencia, sentada en hilera de sillas delante del cadalso como en un teatro... Firmeza en el rostro de Fischer, plegaria en el de Spies, orgullo en el del Parsons, Engel hace un chiste a propósito de su capucha, Spies grita: "la voz que vais a sofocar será más poderosa en el futuro que cuantas palabras pudiera yo decir ahora». Les bajan las capuchas, luego una seña, un ruido, la trampa cede, los cuatro cuerpos caen y se balancean en una danza espantable».


José Martí, corresponsal en Chicago del periódico La Nación, de Buenos Aires, testimonió la ejecución para el periódico. Aquel 11 de noviembre de 1887 fue una de las tantas colaboraciones del poeta cubano; todos los meses envió entre dos y cuatro escritos, que se titulaban “Cartas desde Nueva York”. Su relación con el periódico argentino fue desde 1882 a 1891.

Viajero impenitente a causa de un exilio forzoso, canalizó su inquietud, rebeldía e ideales a través de este rol, ideal para sus fines revolucionarios. De paso, el lector latinoamericano recibe crónicas inquietantes sobre los Estados Unidos. Hasta ese momento, los corresponsales solían decorar o maquillar la información. Martí combinaba la exposición directa de lo acontecido con el comentario objetivo y entre líneas. La burguesía e intelectualidad latinoamericana se sonrojaba con los análisis del poeta, preferían preservar la imagen de país modélico. Como en todas las épocas, la gente quiere la verdad, pero no toda.

Retomando la crónica de aquel 11 de noviembre de 1887, siete trabajadores y sindicalistas anarquistas fueron condenados a muerte; un trabajador restante, fue condenado a 15 años de prisión. Finalmente el relato de Martí contempla a cuatro ejecutados en la horca. El quinto, que debió ser ejecutado, Louis Lingg, se quitó la vida un día antes en su celda, cuando con la colilla de un cigarro, prendió la mecha de un cartucho de dinamita. Su muerte fue confusa, muchos creen que fue asesinado y montaron la escena de la dinamita, para justificar que un anarquista muere en su ley, tirando bombas.

A dos de los condenados (Samuel Fielden y Michael Schwab), se les conmutó la pena de muerte por reclusión perpetua, al aproximarse el día de la ejecución, y finalmente lograron una amnistía en el año 1893. La misma suerte corrió Oscar Neeb, quien vio como su sentencia de 15 años de prisión, quedaban finalmente en 6. Los cuatro sindicalistas que murieron en la horca (August Spies, Albert Parsons, Adolph Fischer y George Engel), fueron reconocidos como “Los mártires de Chicago”. En su homenaje, la gran mayoría de países celebran el 1º de mayo como el origen del movimiento obrero moderno.

Retrocediendo aún más en el tiempo, desde 1848 el comunismo estremecía las bases sociales de las coronas europeas. En 1871, los proletariados de París tomaron el poder por primera vez y pusieron las bases de la transformación de toda la sociedad con un claro objetivo: la abolición de todas las clases y la opresión. Pero el movimiento no cuajó, la Comuna murió ante pelotones de ejecución. En el resto del continente, las clases dominantes reaccionaron brutalmente. La llama de la reivindicación social se fue apagando. Hasta que la revolución mundial surgió en otro continente, al que llamaban nuevo, el 1º de mayo de 1886.

Los que consideran que el 1º de mayo es un logro americano, no tenían en cuenta que la ciudad que generó el movimiento, Chicago, era una ciudad de extranjeros, que habían abandonado sus tierras llamados por el hambre y las faltas de oportunidades, para recalar en las periferias y ciudades industriales de Estados Unidos.

La gran mayoría de proletarios eran de Alemania, Irlanda, Bohemia, Francia, Hungría,  Polonia y Rusia. Si bien algunos eran campesinos analfabetos, muchos de estos inmigrantes estaban curtidos en la frustrada guerra de clases. Ya habían experimentado protestar con pancartas al grito de “Pan o sangre”, recibiendo generalmente sangre, la suya propia. Las jornadas laborales eran extenuantes, duraban entre 10 y 12 horas diarias, sin jornadas de descanso. De ahí que eligieran la fecha del 1º de mayo para la siguiente consigna:

“Ocho horas para el trabajo, ocho horas para el sueño y ocho horas para la casa”.

En ese entonces, los sindicatos eran redes ilegales. La policía dispersaba las reuniones de los trabajadores, golpeando y encarcelando a los organizadores. Hacer huelga era ir a la guerra contra los poderes de las sociedades. A consecuencia de los permanentes choques con la policía, un sector proletariado de Chicago, comenzó a manifestar su desconfianza del sistema constitucional del país. Y fueron creciendo fuerzas radicales de la clase obrera, los verdaderamente revolucionaros crearon el Sindicato Central de Trabajo, la Asociación de Trabajadores y Artesanos, y la Unión Obrera Central.

La jornada de huelga del 1º de mayo de 1866 fue seguida por miles de trabajadores y la amenaza de paro indefinido, permitió a muchos negociar la famosa consigna. A finales de ese mes de mayo, varios sectores patronales habían accedido a la jornada de ocho horas. La jornada de huelga había paralizado a por lo menos 12.000 fábricas en los Estados Unidos.

Sin embargo, algunas ciudades no lograron su objetivo. Chicago fue una de ellas. Los trabajadores de esa ciudad vivían en peores condiciones que los otros estados. Sus jornadas laborales superaban las 14 horas, y se explotaban por igual a mujeres y niños. La única fábrica que seguía trabajando era la agrícola McCormick, quien resistió a base de contratar esquiroles. La huelga se prolongó otros tres días con grandes turbulencias. Policías y obreros perdieron la vida en las protestas callejeras. La violencia alcanzó su grado máximo el 4 de mayo en la plaza Haymarket. En una manifestación supuestamente pacífica en dicha plaza, un desconocido lanzó una bomba a la policía, quien  reprimía con violencia porque consideraba que el acto había finalizado y no podían permanecer en el lugar. Se habían concentrado 15.000 manifestantes. A consecuencia del atentado, un policía murió y varios resultaron heridos. Y estos mataron a un número considerables de obreros. Declarado el estado de sitio y el toque de queda, en los días siguientes detuvieron a centenares de obreros.

Los locales sindicales, los periódicos obreros y los domicilios de sus dirigentes fueron allanados, golpeados salvajemente y finalmente acusados en falso de ser ellos quienes habían confeccionado la bomba que desencadenó la matanza. Nunca fueron probados los cargos, pero el gran capital, su prensa y su justicia hicieron una enorme campaña para lograr un castigo ejemplar.

El 21 de junio de 1886 se inició un juicio contra 31 supuestos responsables, siendo reducido luego el número a 8. La prensa amarilla, que sostenía a las clases dominantes, alentó y sostuvo la culpabilidad de los acusados y animó a la necesidad de promulgar la horca a los extranjeros, ya que salvo dos americanos (Parsons y Neebe), un obrero era inglés y el resto eran alemanes.  Y la mayoría de los llamados Mártires de Chicago no estaban presentes en la plaza ese día, salvo Parsons que había sido uno de los oradores. Pero la policía se empeñó más en conseguir pruebas contra estos detenidos, que en localizar al que había arrojado la bomba. Se llegó a ofrecer dinero y trabajo a cuantos se ofrecieran a testificar a favor del estado. Fue un juicio político a las ideas anarquistas, por un lado, y a la necesidad de impedir el avance de una organización gremial.

José Martí dijo expresamente en su crónica de los sucesos: “No se pudo probar que los ocho acusados del asesinato del policía Degan hubieran preparado ni encubierto siquiera una conspiración que rematase con su muerte. Los testigos fueron los policías mismos, y cuatro anarquistas comprados, uno de ellos confeso de perjurio. Lingg mismo, cuyas bombas eran semejantes, como se vio por el casquete, a la de Haymarket, estaba, según el proceso, lejos de la catástrofe. Parsons, contento de su discurso (ya pronunciado), contemplaba la multitud desde un lugar vecino. El perjuro fue quien dijo, y desdijo luego, que vio a Spies encender el fósforo con que se prendió la mecha de la bomba, que Ling "cargó con otro hasta un rincón cercano a la plaza en un baúl de cuero", que la tarde de los seis muertos en McCormik acordaron los anarquistas, a petición de Engel, armarse para resistir nuevos ataques. Que Spies estuvo un instante en el lugar en que se tomó el acuerdo. Que en su despacho había bombas, y en una u otra casa, "Manuales de guerra revolucionaria". Lo que sí se probó con plena prueba fue que, según todos los testigos adversos, el que arrojó la bomba era un desconocido”.

Surgió un enorme movimiento en defensa de los acusados, celebrándose mítines en todos los rincones del planeta: Holanda, España, Italia, Francia, Rusia y principalmente Estados Unidos. Alemania, conmocionada por la sentencia a 5 connacionales, tuvo que prohibir toda reunión pública. Pero llegó el mediodía del ya nombrado 11 de noviembre y los cuatro compañeros de lucha y condenados a la horca encararon los últimos metros entonando La Marsellesa anarquista.

Más de medio millón de personas asistieron al cortejo fúnebre. Y recién en 1938 se impuso finalmente la jornada laboral de 8 horas en todo el país. La dignidad de la clase trabajadora es recordada a través de estos anarquistas de Chicago.

Ha pasado más de un siglo de aquel suceso. El 1º de mayo es un festivo más y agradecemos que coincida con un puente vacacional. Los derechos laborales están a la baja, el paro alcanza los mismos niveles de aquellas jornadas. Los sindicatos parecen estar subvencionados al mejor postor, las reformas laborales achican los derechos laborales y engrosan los beneficios empresariales, los políticos hablan otro idioma, están lejos de las bases. Si bien no hay horcas, ni disparan tiros, la lucha es estéril y el sacrificio personal de aquellos “Mártires” parece haber sido traicionado.

Estados Unidos, para terminar, no conmemora esta fecha como el Día del Trabajador. Desde 1882 celebran el primer lunes de setiembre como “Fiesta de los que trabajan”. Así nació el Labor Day americano y desde entonces, y más aun después de los hechos de Chicago, el sindicalismo oficial de los EE.UU con el apoyo del gobierno, han ayudado a que millones de trabajadores se olviden el real sentido del 1º de mayo. 

Este veredicto lanzado contra nosotros es el anatema de las clases ricas sobre sus expoliadas víctimas, el inmenso ejército de los asalariados. Pero si creéis que ahorcándonos podéis contener el movimiento obrero, ese movimiento constante en que se agitan millones de hombres que viven en la miseria, los esclavos del salario; si esperáis salvaros y lo creéis, ¡ahorcadnos!... Aquí os halláis sobre un volcán, y allá y acullá, y debajo, y al lado, y en todas partes surge la Revolución. Es un fuego subterráneo que todo lo mina. 

Parte del discurso de alegación de August Spies, director del “Arbeiter Zeitung, de 31 años y nacido en Alemania Central.

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