lunes, 9 de diciembre de 2013

Buscando el cine de barrio

La cartelera de cine es predecible, ordinaria y basada en producciones aparatosas como costosas. Los títulos iniciales nos muestran que es tan importante la mención de las diversas productoras (y son tantas) que intervienen más que el nombre del primer actor, quien era que aportaba el tirón de público en otras épocas. Las superproducciones son bastas, en cada grilla de programación tenemos a un héroe o superhéroe como supuesta mejor opción. Por alguna de estas cuestiones o por una cuestión económica nos estamos quedando en casa. Pero las pocas veces que voy al cine me pregunto con tristeza el porqué de estar perdiendo el hábito.

El auge de las series de televisión ha modificado nuestros gustos. The Wire, Los soprano han puesto al mercado de las series en un lugar que series de antaño como Dallas, Starsky y Hutch, Friends u otras jamás hubieran logrado. El atractivo de una serie incluye un formato interesante y participan buenos actores, reconocibles. Entonces nos quedamos en casa y con el ojo de costado fuimos presenciando el final del cine barrial, de las películas no comerciales y de todo un mundo que nos proporcionaba la magia que la vida nos negaba hace menos de dos décadas.
Y si vemos películas en casa, las bajamos gratis. Comenzamos bajando aquellas que nunca iríamos a ver al propio cine. Las famosas trilogías, tanto las que mencionan esos famosos anillos, las que se parecían a aquella guerra de George Lucas que nos quitaba la respiración en los finales de los setenta o las que incluyen piratas de Disney. Pero como nos fuimos acostumbrando a la descarga, y ese arte es gratuito, buscamos aquel film premiado como mejor película por los Oscars y nos encontramos que ni contemplamos la posibilidad de acercarnos a un cine más de una o un par de veces al año.
Y cuando vamos, el panorama a mí al menos me parece tristísimo. Las macro boleterías te invitan a ser frio, ni contemplo la posibilidad de consultar sobre filmografías, la persona que reemplaza a nuestros boleteros de antaño, nos pregunta con indiferencia cual de las nueve películas de ese complejo hemos de ver. El sonido parece blindado, enlatado, futurista. Te obliga a hacer un par de gorgoritos antes de contestar, como para intentar estar a la altura de tanto frio o indiferencia. A duras penas cuando nos dan el ticket, nos suelen decir el número de la sala donde debemos dirigirnos. Uno hace ese trámite como apurado, es raro porque han desaparecido las colas. Ahora puedes hacerte con las entradas por algún sistema bancario o a través de internet, quizás esa persona parezca desentendida o aburrida porque forma parte de un contenido en breve innecesario en esa industria casi abandonada.
Cada vez que me siento en mi espaciosa butaca, aguardo con terquedad la aparición de ese vendedor que con especie de chaleco tipo casino comenzara con el  hibrido y cansino maní con chocolate y heladosss. La mayoría opta por parecerse al famoso americano, ahora entramos en la sala con cubos inmensos de palomitas o  con un mega vaso de coca o pepsi. Si vamos al cine con algún chico ya no corren por los pasillos hasta el mismo momento de apagar las luces, seguramente estarán pegados al cubo inmenso o mirarán en su móvil que todo padre prohíbe pero compra y no nos ha de preguntar como nosotros preguntábamos cuando comienza la aventura.
El programa dejo paso a revistas o un díptico, pero nadie lo quiere. Si bien pagamos lo que pidan por el cubo del pochoclo, consideramos absurdo lo que antes era ineludible, darle una propina al acomodador de turno. Y también extraño, ustedes ya me estarán odiando, aquel cartel que ascendía y descendía con hilos donde podíamos reconocer a través de esa publicidad, la peletería de al lado, la mueblería que estaba cruzando avenida Cabildo o la farmacia más concurrida. Ahora la pantalla solo aguarda la publicidad 3d que también te pautan en la televisión de casa. Otro momento mágico perdido.
Y cada año ves una legión de películas cambiando la cartelera semanalmente. Pero uno siente que ninguna la estimula. Cuando caminaba por Lavalle en los ochenta y veía que The Wall continuaba en aquella esquina, cuantas veces me estimulaba y juramentaba volver a verla. Quizás más veces que las que finalmente regresaba, pero no me aburría, como tampoco veía con malos ojos que una película durara en tu viejo cine de barrio al menos un par de semanas continuada. Ahora nos encontramos con una película estimulante, perteneciente al género no comercial pero si finalmente logramos vencer la inercia y acudimos al cine, podemos notar que ha durado un par de días en cartelera o la han pasado a un horario que no estimula en absoluto. Nos minan la moral con la logística.
Iñaki Gabilondo alguna vez le preguntó a Mario Vargas Llosa cuánta dosis de ficción podemos tolerar o necesitar. El nobel peruano aclaró que no es cuestión de dosis, es cuestión de que si es buena ficción, si no nos quiere engañar, el crédito sigue siendo inmenso. También aclaró que el arte continúa emocionándonos más que con las emociones que nos da la vida real. Y confesó haber llorado con las versiones teatrales, cinematográficas o literarias de Los miserables o con el suicidio de Madame Bovary. En ese mismo reportaje, renglón seguido, confesó que escribe con tanta regularidad quizás porque no es un hombre feliz, y porque la vida que tenemos no nos basta para todo lo que quisiéramos tener. Tenemos la enorme capacidad de vivir la vida, pero somos capaces de soñar, imaginar y de desear otras mil vidas mejores.
Ese proceso mágico, semejante a un rito, de sustraernos de esta vida para aterrizar en otro más intensa, estremecedora y reivindicativa, nos acercaba hasta la gran pantalla, donde la ficción nos apartaba por unas horas de la realidad y con una conjunción de imagen, guion, sonido y música nos devolvía a las calles del barrio más emocionado, entusiasmado y con un afán de continuar dialogando sobre la película vista, con ganas de contarla en la escuela, a los amigos del barrio o de la oficina al otro día. Y lo mejor de todo, salíamos de casi dentro de la pantalla indemne, pero con la sensación de que un héroe podría habitar tranquilamente en nuestro interior, porque mientras cruzábamos Cabildo tarareamos con hidalguía y coraje el tatata-tataran de Indiana Jones, desafiando a los posibles males de nuestras arterias barriales.
Y qué decir cuando finalmente logramos dejar de lado las películas de Stallone,  Arnold Schwarzenegger o Harrison Ford, y optamos por actores de la talla de Al Pacino, Robert de Niro, Jack Nicholson, Clint Eastwood, Woody Allen, Meryl Streep o Barbra Streisand. Y ya sueltos en confianza en nuestro criterio, elegimos la opción de cine francés, italiano o presenciamos por primera vez la película que no encabeza pero que está presente todo el rato del cascarrabias de Fernando Fernán Gómez. En materia nacional, nos atrevemos a dejar el pantalón corto en casa de las películas de Carlitos Bala o los uruguayos de Hiperhumor (quien no recuerda Los irrompibles allá por 1975) para atrevernos con Héctor Alterio o con aquel "tan buen actor" que hace clavado de malvado, ordinario, mal educado, rastrero, sexista, estafador, pseudo nacionalista  y misógino como Federico Luppi. Igualmente opto por alternar el cine con diversos amigos agrupados por películas, porque cada tanto mi tía Coca me devolverá al mundo Disney o al film del último día del armaggedon y yo con bastante disimulo la acompañaré con ganas. Y si estrenan Rocky con números romanos de dos dígitos, siempre acompañaré a ese amigo que prefiero preservar en el anonimato del barrio. A mi madre le reservaba las películas donde la lágrima brotaba con facilidad, si habré llorado con la doctora Susan Lowenstein y Tom Wingo de El príncipe de las mareas. La escena de la mecedora en la casa de campo sigue siendo inconmensurable, tanto como la despedida final a la salida de la consulta o cualquiera de las escenas entre Tom Hanks y Sally Field en Forrest Gump.
Esta semana en este largo proceso de recobrar la identidad porteña, me animé y entré al cine para ver El mayordomo. Recuperé la emoción al contemplar la disminución programada de la luz, para dejar paso a una oscuridad deslumbrante que me entrega la pantalla antes de la explosión del primer sonido, rescaté algo que he perdido en España como es escuchar la voz original de los actores y leer con voracidad los subtitulados y me dejé arrastrar en la butaca al reconquistar ese inmenso ancho de pantalla. Si bien ya nadie apaga el móvil, quizás porque desapareció esa recomendación antes de la película o porque nadie ya “veía” dicha recomendación o porque siguen considerando que han de recibir un msn sublime, pero así todo, me dio placer recuperar ese arte de ver la película con pocas o muchas personas cercanas, pero de una manera extraña estar vinculado con ellos ante los espasmos de emoción o temor o sobresaltos de los cambios de sonido. Ante la escena crucial, tanteamos simultáneamente con mi esposa la búsqueda de nuestras manos para entrelazarlas. Volví a presenciar el rito mágico del estremecimiento, el hilo de la ficción me permitió además de observar el desfile de presidentes americanos, recuperar el porqué de la emoción de tantos ante la irrupción de Barack Obama en la presidencia americana. Cuando aún me quedaban un par de años para nacer, la población negra no podía tomar un café en un lugar cercano a una persona blanca, y el ku klux klan mostraba a través de su intolerancia el miedo obsceno de intentar la integración de las razas o de sus conciudadanos.
Quizás regresé al cine de mi barrio antes de retornar a Plentzia. Quizás demoré porque Breaking Bad, Homeland, Black Mirror, The Big Bang theory o la tan aguardada Sherlock Holmes británica me retengan en el ordenador de mis padres. Quizás no encuentre en las carteleras un titulo que escape de la mediocridad preferida de las masas, es decir un contenido típico de violencia simplificada. Como tengo el don de la paciencia y la habilidad del buen buscador, seguramente he de regresar al cine, quizás escoja aquel hábito que tanto me gustaba de la primera sesión del mediodía. Haciendo oído sordo y vista angustiada de que el séptimo arte parece haber perdido toda su popularidad en los últimos tiempos me decida por un segundo título en el mes y el año, y seguramente será el último  del 2013, y con un incremento notable, terminaré doblando la cantidad de películas vistas el año pasado, que en aquella oportunidad fue muda y se trataba de The Artist.
La discusión sobre cine se está perdiendo. O en el mejor de los casos, se encuentra anestesiada. En este reflejo capitalista, las películas son como otro elemento consumista, algo efímero, meramente distracción y muy pasajero. Si bien no nos animamos a definir una cinta como una obra de arte, es verdad que las nuevas tecnologías han conseguido mejorar notablemente esa capacidad de fantasía que todos arrastramos ante la butaca. Perdemos calidad de guion a manos de calidad de filmación. Quizás sea una perdida compensada. Pero es una cualidad importante como para intentar no perder definitivamente el arte de acercarnos a una boletera fría, de sonido metalizado, con la mirada más atenta a las actualizaciones del face de su móvil y pedirle una o un par de entradas, con un grito que se asemeje al de freedom de William Wallace.

En el viaje de Iberia me encontré por primera vez con una pantalla personalizada donde podía optar por ver libremente películas, series, documentales, noticias o escuchar música. Noté en el acto la dispersión de la que estamos barnizados. Al tercer tema de Led Zeppelin IV me vi obligado al cambio. No porque no me gustara lo que oía, si no porque me consumía la ansiedad de la variedad que me planteaba mi pantalla personalizada. Y había escogido a Plant y Page para mostrar que era de otro palo, pero resultó que tengo una madera similar al resto, acongojada. Me pasé a una película de Belén Rueda, al comprobar que era de terror y a mí ni me asustaba ni me interesaba, estuve tentado a seguir la búsqueda. Me dejé dormir, al regresar había finalizado. Volví al menú, y creo que tanta opción me generó que el viaje pareciera más largo que lo habitual. En un momento dado, deseé con tanta nostalgia que hubiera una sola película disponible, para compartirla con los 300 viajeros que me acompañaban. Como no podemos vivir de la nostalgia, opté por Todos los hombres del presidente, de Robert Redford, Dustin Hoffman y Jason Robards. Y el recuerdo de ese film, quizás me despertó la necesidad de dejar pasar unos días y acudir al cine de mi barrio, que ya no es como antes, que ya no tiene al globero ni al ciego en su puerta, pero al menos conserva parte de su fachada. La inmensa única sala dio paso a 7 mini auditorios, pero comprobé que el tamaño no es todo, al poco de iniciada pude sentir que esa dosis de ficción la necesitaba, y como tan bien resumiera Vargas Llosa no solo escribo porque estoy triste, sino que vuelvo al cine para compensar las angustias del desarrollo.

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