jueves, 14 de noviembre de 2013

Volver a estar en blanco


No es posible la página en blanco en un blog. Lo más parecido es no actualizar durante un tiempo con ninguna entrada, ir dejándolo poco a poco. Tus muchos o escasos seguidores un día se darán cuenta que no estás escribiendo, y supondrán tantas cosas. Por ahí ni piensan que hay una página en blanco y el temor que eso genera te ha minado. Pero quizás lo que prime es lo que prima casi todo el tiempo, pensarán que este tipo se ha cansado, se ha aburrido. Y ellos seguirán buscando.


Hace casi seis meses que no sufro la página en blanco. Si algo me sucede con el blog es que después de una entrada me sobreviene una necesidad de conocer sobre qué voy a sentarme a escribir la siguiente vez. Hay unas horas o días de mala calma. Además, si algo en tu interior te dice que lo que acabas de publicar te gusta, sentís una presión ridícula, como que tienes que contar algo bueno, algo interesante, algo que los demás miren. Es absurdo pero pasa.

Creo que tengo facilidad de palabra, la culpa la deben tener los cien libros que leo al año. Una vez fui al médico a preguntarle si no era mala señal, si algo me estaba pasando o no me estaba pasando. Salí del médico sin respuesta y con dos o tres títulos recomendados por él. No volví a preguntar, no doy abasto con los libros pendientes que tengo en mi cuaderno. Muchas veces me siento mal cuando mis amigos me dicen que no tienen tiempo para leer, que les encantaría encarar la lectura de un buen libro, pero es imposible. Me da vergüenza, me siento un vago que si puede leer. Pero la mayoría de las veces me doy cuenta que prefiero leer veinte páginas de un libro que actualizar el face, que mis conversaciones telefónicas son sucintas y escasas y no dejan entrever mi vocabulario, que no veo El conquistador o Gran hermano, que no tengo GolTV, que para la play station soy un negado orgulloso de serlo, que me gusta ir en metro a cualquier lado para leer y a veces descarto compañías que me quisieran llevar en coche, que no tengo pibes y que además leo con rapidez y entonces no me siento tan vago, tengo una pasión y se aprovechar mi tiempo.

El miedo a la página en blanco lo tuve durante una década, la última que en materia de escritura fue la década perdida. Más que miedo era resignación. Me sentaba con la intención de observar la presencia de las musas y estas no daban señales. Escribía cinco líneas de cualquier cosa y las borraba o intentaba corregir. Y comenzó la fiebre de la lectura en masa. Siempre fui de leer, pero comencé una carrera frenética por devolver cada miércoles tres libros a la biblioteca de Plentzia para sacar otros tantos. Sabía que algo no andaba bien, pero esto remediaba el miedo a la página que seguía en blanco.

La primera vez que me di cuenta que tenía facilidad o que había aprendido correctamente a redactar fue en un absurdo examen de ingreso en la escuela de periodismo deportivo. Tuve que escribir veinte líneas sobre no me acuerdo que motivo deportivo y no tuve dificultad. Pero no pasó de esas veinte líneas. Con el tiempo y trabajando en publicidad y ante el encantador encanto de sentirme rodeado de creativos, me animé a escribir sobre deportes. Hasta me editaba una revista todos los fines de semana que yo mismo diseñaba, redactaba e imprimía. Un redactor me dijo que utilizaba el deporte como un cobarde, que mi escritura estaba pidiendo pista para escribir sobre otras cosas y yo ignoraba ese deseo, le daba la espalda y me refugiaba en el Enzo Francescoli, Michael Jordan u otros de esa quinta. Me dio vergüenza lo que me dijo, se darán cuenta que soy demasiado vergonzoso y me animé con un cuento. Fue demasiado infantil, pero me procuré mejorarlo.

Me di cuenta que no había página en blanco, había una necesidad imperiosa de comunicarme y lo hacía con un buen registro de cuarenta palabras por minuto, eso sí, sin utilizar todos los dedos como Ferreres me exigía en Mecanografía en el San Román, pero con asombrosa agilidad en seis dedos escasos. La página en blanco estaba en otro lado (en otras áreas) y volcarme a escribir me dio un pleno. Escribía sobre deportes para mí mismo, redactaba informes para Clarín para todos (es verdad que miente, mi cliente me decía que el aloe vera lo había utilizado Cleopatra en sus baños personales y yo lo escribía, y el periódico lo publicaba y llegaba a casa y mi vieja sin saber que lo había escrito yo, me lo contaba mientras se frotaba las manos con la marca publicitada), escribía cuentos y me animé con cinco novelas que espero que luzcan la biblioteca de mis padres ya que no llegarán nunca a bibliotecas municipales. Y un día del 2001 las musas se fueron a comprar cigarrillos y ya saben lo que pasa. Se hicieron adictas al tabaco y yo que no fumo, no sabía cómo calmar mi ansiedad, mi pavor a la incipiente página en blanco.

Tuve un par de cuentos que me sorprendieron a mí mismo, parecían buenos. Si hasta gané un par de menciones o premios. Pero lo más maravilloso de mi buena escritura es que una vez que lo leía otro, dejaba de ser mi idea y era lo que la otra persona había entendido o necesitaba. Prefiero que lo necesite a que lo entienda, porque a veces entendemos cada cosa que el autor no quiso ni sugerir, te vuelve la vergüenza pero esta vez es ajena. Pero la gente me compartía las impresiones que le generaba mi escritura y era un subidón recibirlas. Pero también parecía peligroso, tu talento puede ser un arma, depende quien lo lea puede tener distintos significados y mas yo, que no sé porque, me gusta escribir a título personal, y tantas veces ante las interpretaciones me suelo sentir expuesto, desnudo. Y criticado…

Durante la década perdida (me encanta el lenguaje pero me gusta más ser irónico con los que manipulan el verbo) me pasaron varias cosas. Decidí irme de mi país a otro bien lejano y tan desconocido, a pesar de estar presente en mi adn más que en mí pasaporte. Formé mi familia, cambie radicalmente de trabajos, me costó adaptarme, me costó extrañar tan a diario, me apasionó conocer ciudades, me hice amigos de acentos más que de personas, me dio un subidón saber que todo este cambio ayudaba a otras personas que amo a estabilizarse luego de una caída cruel, sentí que finalmente maduraba, que no era un mito, que yo también lo hacía. Pero estaba la página en blanco literaria, siempre falta algo.

Mi cuñada me pedía que encarara un blog, yo le daba largas. Quizás no a ella, me las daba a mí. Tenía cosas para contar pero me las callaba, prefería leer las inventivas de otros, me sentía tan frustrado por no poder escribir como el luso, como el italiano, como el colombiano, como el peruano, como el húngaro, como el de Albania, como algún argentino, como el madrileño que también escribe en la última página de la revista dominical. Pero abría la boca y me daba cuenta que me sobraban palabras, si hasta parecía Valdano a la hora de encarar un pensamiento. Tenía que sincerarme, tenía que dejar de ser un cobarde y volver a sentarme. Y diseñé un blog y busqué sobre que escribir la primera entrada.

Y escribí sobre el café solidario sin pestañar ni interrumpir y creo que a partir de ese día de junio escribo sobre mis cosas y sobre las cosas que no nos pasan, sobre la poca capacidad de reacción de estar desbordados. No tengo hijos, puedo seguir leyendo y ahora escribir. No tengo un trabajo que me dignifique y que necesito como el aire, pero tengo un sinfín de actividades voluntarias y ahora sumo la preocupación sobre que escribo cuando termino cada entrada. Y me preocupa escribir solamente de lo que sepa, o de lo que me preocupe. Tratar de escribir sobre temas desconocidos es para problemas y además me doy cuenta que cuanto más se lee, mas se escribe. Y surge la primera página del Word y así se van acumulando. Comienzo con una imagen, con una cita y no se qué va a suceder. Pero no me paro, no corrijo, dejo que las palabras me lleven. Y me doy cuenta que es un oficio, como otro. Y ser un escritor desconocido es un oficio, no necesita ser remunerado o editado para llamarte escritor. Un taxista necesita que se suban a su coche gente con destinos desconocidos, así va conociendo los cien barrios de cada ciudad y adquiere orientación; un actor necesita tener textos para ir ejercitando el don de la memoria y necesita paciencia para superar el desastre de su primera interpretación con público; Messi necesita jugar para agarrar el punto de velocidad, eso dice. Y llevaba cuatro años de un punto seguido increíbles. Y yo llevaba muchos años de lectura y ahora me siento a escribir y tratando siempre de no escribir mucha chorrada, me doy cuenta que estoy afianzando el callo. Y no me callo.

La hoja en blanco es un temor casi exclusivo de los escritores. Pero creo que es así porque le han dado ese nombre seductor a la crisis de un narrador. La hoja en blanco está en todos nosotros, es nuestro verdadero CV, forma parte del miedo a lo desconocido, al letargo de no saber cambiar a tiempo, a reformular tu vida, a tomar esa decisión que el alma te pide a gritos pero tu temor te pide unos días más. El miedo a “nuestra” página en blanco inunda las redes sociales, los telediarios, las escuchas telefónicas, desborda nuestro aburrimiento como especie. Pero por suerte no la definimos como página en blanco. Será un lapsus, un bache, una mala racha, sentirse al pedo, estar desaprovechado, un vacío existencial para el que va seguido al psicoanálisis, pero no tiene la magnitud que un escritor remunerado observa. Menos mal, es horrible pasar por esas lagunas y tenerlas definidas con un titular.

Hace un par de semanas escribí sobre Saramago y la vigencia de Ensayo sobre la ceguera. La ceguera blanca que nos atenaza sin notarlo. El pasado miércoles me esguince el tobillo y del dolor y la impresión no lograba ver nada. Solo primaba el hecho de no desmayarme en el suelo, rengueé a ciegas un tramo de escaleras y luego treinta metros hasta sentarme. Sinceramente no veía nada, no era una ceguera blanca pero era intensa. Me ayudaron a llegar a casa unos vecinos que hasta ese momento no habíamos cruzado palabra. El nerviosismo y el dolor justificaban mi posible silencio, pero tiré del vocabulario y nos fuimos riendo juntos de esa supuesta desgracia. Es el día de hoy que les agradezco la ayuda y me agradezco haberla pedido. No se pedir ayuda, aunque yo crea que la estoy pidiendo a gritos silenciosos. Eso fue una práctica, me acorraló la ceguera. Y espero haber comenzado el oficio de pedir una mano.

Llevo una semana sin moverme de casa. Parezco James Stewart en La ventana indiscreta, pero sin prismáticos. Es solo un esguince, mi primero en los 2000. Perdí el oficio, tuve una década de página en blanco en lesiones musculares y mi otrora abultado legajo óseo está desactualizado. Y además me doy cuenta que los años pasan, ahora las esguinces, a diferencia de cuando transitaba los veinte años, duelen. Y me duele la inactividad de esta semana, siento que tengo una página en blanco hace bastante tiempo que me despedaza a veces el alma. Y no tengo oficio para remediarla. Y quiero pedir ayuda para subsanarla. Y quiero creer que la ayuda ha de llegar, aunque sea mía. Y mientras pensaba en esta entrada, me fascinó saber que en una de las últimas escritas, y a pesar de no estar conforme con lo que mis dedos finalmente crearon, le llegó a una persona que lo necesitaba. Al releerlo me di cuenta porque le había servido y yo juro que escribí sobre otra situación, que se trató de una casualidad o mejor dicho, a la necesidad de esa otra persona. Entonces  le ofrecí una tregua a mi ansiedad, me senté a escribir hace un par de horas y salió esto, demasiado personal e innecesariamente confesional, pero al fin y al cabo es solo una página en blanco en mi vida que espero con oficio solucionar en algún momento, preferentemente cercano.  Y no me preocupa ni la exposición, ni el no ser masivo ni aclamado, ni el alcanzar muchos lectores de aquí a la próxima entrada; debe ser un oficio bien aceitado el ser anónimo y no tener que firmar con aclaración ni dedicatoria lo níveo de tu página.








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