jueves, 19 de septiembre de 2013

Quien controla el pasado controla el futuro. Quien controla el presente controla el pasado



La visita a Polonia se encara con entusiasmo. Si bien es un país que no suele entrar entre los frecuentados para una escapada o para unas vacaciones, esto se debe al desconocimiento y al magnetismo que otra parte de Europa tiene sobre la gente a la hora de escoger recorridos. Pero Polonia es una excelente sorpresa. En entradas anteriores quedó de manifiesto con postales sobre Cracovia y Varsovia.

Pero viajar a Polonia contempla otras posibilidades. A escasos 60 kilómetros de Cracovia se encuentra lo que hoy es un museo pero que es algo más, es historia viva aunque haya trascendido por sus millones de muertos. Es el lugar donde se hizo carne el “infierno”, dejando de ser esa metáfora literaria del mal para convertirse en algo humanamente posible. Eso fue Auschwitz.
Auschwitz es más que un nombre dado a un campo de exterminio. Es el lugar donde se centró la barbarie del genocidio, donde lo abominable campó a sus anchas y donde se dio contenido a “la solución final”. Donde fracasó la cultura, donde todo ocurrió en medio de una tradición filosófica, científica o artística. Y dónde quedó abierta la duda de si la civilización o la barbarie son dos elementos alejados del mismo ser humano. Donde a pesar de destinar infinidad de escritos, análisis o explicaciones sobre lo acontecido, llegamos a la triste conclusión de que la cultura, la palabra y la prevención muchas veces no sirven para nada.
Algunos autores, sobrevivientes de tanto horror, dejaron su manifiesto a través de la escritura, de sus experiencias y convirtieron sus vidas en testimonios, en documentos. Uno de ellos, el esloveno Boris Pahor, trascendió a los 70 años con una de las literaturas fundamentales sobre el holocausto, su novela Necrópolis. Pahor no estuvo en Auschwitz, conoció los campos de Natzweiller-Struthof, Dachau, Buchenwald y Mauthausen. Sorteó todo el tiempo a la muerte, y por hablar esloveno (idioma que el fascismo italiano había prohibido), algo de alemán y algo de francés, fue escogido por un médico noruego para oficiar de intérprete ante los enfermos y así recorrer durante quince meses esos campos del horror, con el mismo disfraz de “cebra” (como llama en su libro al uniforme de los prisioneros) pero con una distinción de enfermero que le protegió su vida.
Pahor cree que las palabras ayudan a condenar la conducta humana. A través de la palabra la gente puede enterarse de lo terrible que puede ser la acción del hombre, y condenar sus atrocidades. Pero al mismo tiempo que se ofrece como memoria, nos aclara un aspecto que nos desmoraliza: “La Primera Guerra fue muy dura. Al terminar, la mayoría gritamos que nunca más habría una guerra igual. Pero la Segunda Guerra fue aún más terrible que la anterior. ¿Entonces para qué sirve la palabra? Lamentablemente no sirve para nada. El hombre hace la suya y no le importa nada”. Así todo, conoció la obligación de dejar su testimonio, su vida se convirtió en un documento y al cumplir los 100 años de vida el pasado 26 de agosto, anticipó que no quería festejos, ni la visita del presidente ni más homenajes, sólo desea seguir emocionándose cuando se hace justicia con cualquier tipo de delincuencia.
Pahor no es judío. Conoció los campos por su activismo antifascista, por su resistencia ante la dominación italiana sobre su tierra. Y ser ó no ser judío no es el motivo principal de la discusión, en los campos hubo infinidad de otras causas de detención, muchas de ellos presos políticos, otras etnias y también delincuentes comunes. Para evitar confrontaciones religiosas que muchas veces desvían el objetivo primordial, hay que remarcar que fue la falta de libertad y la arbitraria decisión del fascismo alemán de determinar la vida y la muerte lo que nos debe preocupar a todos.
Volvemos al campo de Auschwitz. Al leer Necrópolis, me quedó en claro que para muchos de los sobrevivientes, la visita de turistas a los campos genera una contradicción. La novela de Pahor lo deja claro en sus primeras páginas. Y nos lo anticipa el prólogo de Claudio Magris: “Al regresar muchos años después a su Necrópolis y darse cuenta que los visitantes – incluso los más conscientes de lo que ocurrió en aquel campo de concentración y los que más se opusieron a que se crearan o permitiera- en realidad nunca podrán penetrar en aquel abismo de abyección, Boris Pahor teme que el tiempo, el olvido y las transformaciones de la vida palidezcan la condena, empañen lo absoluto, convirtiéndolo apenas en el devenir de la naturaleza”.
El mismo Pahor en una entrevista confiesa: “Lo admito, no logro aceptar en lo profundo la idea de que este lugar de montaña, bisagra de mi mundo interior, sea visitado por cualquiera; y sufro también un poco de celos: no sólo porque hoy ojos extraños recorren un escenario que fue testimonio de nuestra prisión anónima sino también porque estas miradas curiosas (estoy absolutamente convencido) no podrán jamás penetrar en el abismo de degradación en el cual fue arrojada nuestra confianza en la dignidad humana y en la libertad personal”. Para Pahor no fue complejo contar lo que eran los campos de concentración, pero lo difícil cree que es revivir la experiencia cuando se lee sobre ella en casa, con la comodidad, el calor y la tranquilidad de la vida moderna.
Los visitantes que acuden a Cracovia se enfrentan a la pregunta si van a hacer el esfuerzo de visitar Auschwitz. Es una pregunta personal, algunos se la hacen, otros no. Los que no están convencidos, se pueden apoyar en la falta de tiempo, en “que se pierde toda una mañana y parte del día” o que no están mentalizados para sufrir con tanto testimonio del horror. Podrán argumentar que no están lo suficientemente conectados con el sitio, con aquel tiempo o que les resulta incómoda la idea de visitar un recinto con tanta resonancia emocional. Otros no quieren parecerse a los cientos de turistas que cámara o video en mano, todos los días recurren a los city tours contratados desde Cracovia. Todas estas explicaciones son perfectamente razonables, pero al visitar el sitio será difícil argumentar luego en contra de ir.
Las sociedades generan parques temáticos. Se organizan viajes para conocer de primera mano la barbarie. Los turistas acuden, y cada cual hace el viaje que cree que debe hacer. Estarán las cámaras y los videos, pero también estarán los penitentes. Se acercarán los familiares y cercanos, pero también harán fila los que no conocieron y con respeto intentan entender la historia. Habrá de todo, yo no prohibiría a nadie. Estos campos representaron historias individuales, pero también un sistema colectivo represivo.
Algunos acuden porque la tendencia humana de dirigirnos a lo doloroso es una forma de confrontar la realidad de la vida con la muerte. Para otros la visita alimenta el ego: “yo estuve ahí”, más allá de comprender el significado del museo como otra atracción. Otros sólo quieren acercarse y observar una de las facetas del ser humano en su andadura por la vida, la más obscena, la que no se debe olvidar. Se puede entender la molestia de algunos sobrevivientes por considerar el campo como un parque temático y la presencia de visitantes, como una invitación nunca enviada a compartir un dolor muy íntimo y exclusivo. Pero para muchos visitantes es una toma de conciencia sobre una parte trascendente del pasado siglo y ni bien ingresado al primero de los bloques del recorrido, comienzan los datos a confirmar la imperfección de esta especie.
El campo genera fascinación. Se conservan las entradas, parte de los barracones de ladrillo y durante el recorrido unos cascos o auriculares en tu idioma preferido te advierte de infinidad de mentiras, trampas y agachadas que el hombre generó para que sufrieran otros hombres. Un cartel en inglés te pide que no tomes fotografías en una sala con paredes de cristal cubiertas hasta el techo por toneladas de cabellos. Lo mismo sucede con una urna con cenizas humanas. Es de suponer que no necesitamos algunas de esas fotografías, la memoria visual no permitirá olvidar ese testimonio. Pero si el cartel existe es porque hay individuos que no saben gestionar los límites o quizás la verdadera emoción que experimentas te nubla los sentidos; luego de un rato de la visita, pierdes la perspectiva sobre lo que se debe hacer o no en respeto por las formas.

La visita comienza en el parking y luego de sortear los molinetes de acceso, dejar mochilas en las consignas y retirar los auriculares, recién allí atraviesas la puerta adornada con la sarcástica frase que todos conocemos: “Arbeit macht frei” (El trabajo te hará libre). La tentación de la primera fotografía nos obliga a claudicar a casi todos. Mientras, los auriculares nos alcanzan los primeros datos: En una pequeña plaza, al costado, la orquesta del campo tocaba marchas para agilizar las salidas y entradas de miles de reclusos, facilitando el trabajo de recuento.
Durante todo el período de funcionamiento del campo, fueron inscriptos en el registro alrededor de 400.000 prisioneros, hombres y mujeres de distintas nacionalidades. Recorriendo las distintas salas del Bloque 6 te encuentras en los pasillos y a los dos lados, con los recuadros de algunos de los prisioneros con la foto que les realizaban a su llegada y con el uniforme. Hombres, mujeres y sus fechas. Los auriculares te siguen aportando datos pero cuesta meterse en la visita, las fechas de ingreso y muerte te condicionan. Uno al lado de otro, los hombres estaban más tiempo en el campo, las mujeres tenían una estadística más dolorosa: entraban en el campo y a poco más de un mes o dos meses, las mataban. Las cabezas rapadas, algunos con gorros, las miradas perdidas, algunos enfrentando la cámara, otros observando la lente con disimulo o miedo, no calculo los metros que comprende ese pasillo, pero en un momento te dices basta, quieres salir del bloque para tomar algo de aire, lo has perdido.
Si bien la estancia de los prisioneros era un tormento, se supone que la llamada a formar filas al finalizar la jornada era despiadada. En la plaza de recuento, a un costado te observan la estructura donde funcionaban las horcas colectivas y casi todos los días debías aguardar el recuento y desear resignado que no faltara nadie y él que faltara, estuviera muerto y fuera encontrado rápidamente. Muchas veces los cuerpos ahorcados uno al lado del otro te recordaban que el castigo de estar vivo podría ser mejor que el castigo de estar colgado durante días. Aguardaban la confirmación del recuento incluso de rodillas, o en cuclillas o esperaban durante horas con las manos levantadas. El guía nos comenta que el record de duración de esas formaciones fue de 20 horas seguidas, no sabemos si en verano o invierno, si llovía o si nevaba. Sólo sabemos que la ligera ropa carcelaria, de arpillera, no les protegía del frío. Y los sobrevivientes siempre recordaban uno de sus tantos temores, los que enfermaban no sobrevivirían.  
Aparte de las ejecuciones y las cámaras de gas, el trabajo incesante constituía otro método eficaz de extermino de los detenidos. Su mano de obra fue utilizada en diferentes sectores económicos. Trabajaban en la ampliación del propio campo, en tareas como nivelación de terrenos, edificación de nuevos bloques y barracones, nuevas carreteras y desaguaderos y más tarde el III Reich explotó la mano de obra barata de los prisioneros. Los trabajos a menudo se realizaban sin descanso alguno. Las insuficientes raciones alimenticias y los golpes recibidos por los vigilantes aumentaban la tasa de mortalidad. Durante el regreso al patio de recuento era común ver llegar a los muertos de la jornada arrastrados o transportados en carretillas. Y las veces que hubo fugas de prisioneros, se aguardó su segura captura amenazando los SS a sus compañeros de barracas, generando ejecuciones sumarias o ahorcamientos para que el resto contemplara con horror su “suerte” en el caso de querer atravesar las vallas.
Todos los bienes que traían consigo los deportados eran clasificados, almacenados y a continuación, envidos al III Reich para cubrir las necesidades de la población y de las SS. A pesar de que todo el tiempo partían trenes repletos de objetos confiscados, al ingresar los rusos y liberar el campo se encontraron con depósitos a rebosar de equipajes sin clasificar. Si bien las SS intentaron borrar con el fuego las huellas de su crimen, algunos barracones conservaron intacto su botín. En otra sala con cristales podemos observar las maletas de los deportados también hasta el techo con sus datos personales escritos con tiza, todos pensaban recuperar sus objetos personales algún día.

La empresa “Degesch” productora del gas Zyklon B, obtuvo entre 1941 y 1944, cerca de 300.000 marcos por las ventas de ese producto. Solamente en Auschwitz, entre 1942 y 1943, se gastaron unos 20.000 kilos de este gas. Según nuestro guía, se necesitaban de 5 a 7 kilos para matar a más o menos 1.500 o 2.000 personas. Tras la liberación del campo, en sus depósitos también encontraron grandes cantidades de latas vacías y otras, todavía llenas de Zyklon B. En las vitrinas se exponen documentos de los camiones que se dirigían a Dessau a recoger el gas. También encontramos en las vitrinas latas llenas y vacías.
Los detenidos llegados en los primeros transportes dormían sobre paja tirada en el suelo de cemento. Más tarde fueron introducidos jergones. En una sala donde cabían difícilmente 40-50 personas, dormían 200. Luego aparecieron los camastros de tres niveles que estamos acostumbrados a ver en las diversas fotografías o en las películas ambientadas de la guerra.
A 3 kilómetros de Auschwitz se encuentra el otro campo a visitar, KL Auschwitz II – Birkenau. 175 hectáreas que conservan parte de su estructura aunque intentaron quemar todo antes de abandonarla. Por eso en el recorrido observamos barracas de madera quemadas o destruidas, con la sola presencia de la estructuras de las chimeneas. Las condiciones de vida en este campo fueron peores que en otros, llegaron a convivir 100.000 prisioneros y apenas estaba condicionado para albergar una cuarta parte de ellos. Convivían con ratas, sin agua y con condiciones sanitarias deplorables. Y al final de las plataformas de descarga encontramos las ruinas de los crematorios y de las cámaras de gas. Entre las ruinas podemos distinguir con la ayuda de carteles y fotos un vestuario subterráneo, donde se desnudaban los condenados a muerte pensando que iban a ducharlos y desinfectarlos. Entre las ruinas de los crematorios números II y III se eleva el Monumento de las Víctimas del Nazismo en Auschwitz, inaugurado en abril de 1967.
La mayoría de los judíos que llegaba al campo lo hacían convencidos de que los SS trataban de establecerlos en los territorios del este europeo. Por eso viajaban con sus pertenencias de máximo valor. Los nazis engañaron de este modo sobre todo a judíos de Grecia y Hungría, a quienes vendían unas parcelas inexistentes para supuesta edificación de viviendas, granjas o comercios, o les ofrecían puestos inexistentes de trabajo en empresas también inexistentes. Las distancias que atravesaban llegaban hasta los 2.400 kilómetros. El trayecto lo hacían hacinados en vagones de mercancías sin ningún tipo de alimentos. Cuando llegaban a Birkenau, muchos llegaban muertos y los vivos, todavía aturdidos, recibían la última de las mentiras nazis.
Las vías del tren llegaban hasta los costados de los nuevos barracones. Al fondo estaban las cámaras de gas y crematorios. Al descender del tren, entre un 70 a 75 por ciento de los deportados pasaban directamente a las cámaras de gas. No había registros de ellos, no se puede precisar la cantidad, pero sí que al consultar por sus nombres y procedencias, los SS y los médicos les decían que primero se deberían higienizar para luego acceder a los barracones donde podrían consultar sobre familiares o conocidos. A los costados de las vías tenemos fotografías originales que grafican el extermino de los judíos húngaros.
Podría seguir con el recuento de datos obtenidos en la visita de tres horas o en la guía de castellano adquirida en la librería del Museo. Pero creo que con estos pocos datos, uno puede apreciar a lo que se enfrenta uno en la visita y lo que debieron afrontar en su reclusión los distintos prisioneros. La cita podría durar todo el día, salvo para los que contratamos la visita desde Cracovia y que puntualmente, a la una del mediodía nos devuelve a la tranquilidad de la bella ciudad tan parecida a Praga. Devolvemos los auriculares, podemos optar por los baños de la entrada y también por sus librerías o lugares de comida. Algunos, desafiando normas de buen gusto, compran postales del lugar, otros prefieren tímidamente volver rápidamente a su condición de hombres libres y generalmente quejosos de tanta frivolidad o comodidad, retornar a su asiento de autobús y revisar las fotos sacadas en el móvil o en la cámara. La visita termina al salir de  Oswiecim (conocido como Auschwitz bajo la ocupación alemana) aunque el traslado nos lleve hora y media hasta alcanzar Cracovia. El silencio en el regreso es la constante, se supone que la reflexión nos invade a todos.
Como me apoyé en Primo Levi antes de la visita al campo (recordar la entrada de Si esto es un hombre), retomo a Boris Pahor para comprobar que ese silencio del regreso es común a todos. Al final de Necrópolis, nos deja esta reflexión:
La humanidad dispone de un número determinado de miembros que andan por caminos sagrados, que visitan templos y tumbas y que normalmente nos parecen unas personas mejores, más nobles, pero no hay ninguna garantía de que estas almas buenas puedan mejorar nuestra historia. Todo indica que los corazones piadosos tan sólo acompañan los acontecimiento, no los provocan ni los crean, sino que más bien suelen ser sauces llorones inclinados profundamente en un lugar en el que después de una aniquilación ruidosa o muda prevalece un silencio infinito. 


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