lunes, 25 de septiembre de 2023

Un poco de amor francés no muerde su lengua, no

 “La posibilidad de vivir empieza en la mirada del otro”

Michel Houllebecq.


Los asuntos públicos y los problemas del prójimo parecen que interesan cada vez menos. La solidaridad boquea buscando aire. Un individualismo reinante obliga a pensar en solitario, en los propios intereses generando un vacío cívico. En cuanto surge una tensión, algunos pueblos deciden si salir o no a las calles. El futuro entraña mas riesgos que certezas. Las sociedades modernas parecen mas conflictivas, donde se debe convivir con el paso de una sociedad comunitaria a una individualista. Esta brecha nos hace ver que no somos todos libres ni iguales, pero eso ya lo sabíamos o debíamos saber. El secreto de una convivencia y de una esperanza es vivir imaginando que conformamos una sociedad de individuos libres e iguales. A doscientos treinta y cuatro años de la Revolución francesa que marcó un camino, la pregunta es si podemos renovar el idílico concepto de que Francia más que un país, sigue siendo una idea o un concepto del ideal.


Tal vez Francia ya no haga soñar. Tratar al país desde únicamente una perspectiva estética no le hace justicia. Hay muchos rincones del país que no se asemejan a ese estereotipo soñado o deseado. De hecho hay una Francia “fea” que predomina que se simboliza con los centros comerciales e industriales de la periferia, donde además conviven infinidad de razas derivadas de una nacionalidad proveniente de las colonias y de la permanente inmigración. Gustave Flaubert lo anticipó a mediados del siglo XIX: “El industrialismo ha desarrollado lo feo en proporciones gigantescas”. Si la literatura se ha encargado de trascender un estilo de libertad, creatividad y belleza permanente, un nuevo procedimiento literario modifica en parte esa alma que simboliza a la nación, incorporando paisajes, personajes y facciones distintas a la "belle epoque".


Una nueva literatura que lame sus heridas o rebusque el alimento entre las basuras ha nacido de la mano de escritores como Michel Houellebecq, Pascal Quignard, Emmanuel Carrere o Annie Ernaux. Tras ellos se abre una literatura híbrida, los hijos de la inmigración intentan abrirse paso para que sus voces no solo sean escuchadas, sino sus realidades visualizadas. Visitar Francia para conocer la torre Eiffel, Sacre Cour, los míticos cafés de Saint Germain des Près o Mont Saint Michell es desconocer otra realidad, ya arraigada y que contradice el estándar de belleza tradicional. Si bien las tradiciones son esenciales, los conflictos de identidades, malentendidos, postergaciones o choques culturales son la nueva base sobre la que expresar las preocupaciones sociales. El concepto idílico de Francia parece gastado, fuera de foco. La France como princesa de los cuentos de hadas llamadas a un destino excepcional y siempre inminente, tiende un manto de realidad dejando paso a un país de diversidad y que no se le llega a escuchar y lo que es peor, ni siquiera a comprender. Lo que los franceses conocen mejor de Europa es Francia pero así todo, la percepción de que no se conocen las nuevas realidades obliga a revisar la pelusa de cada ombligo galo.


Esa Francia periférica -de la que hablo- es aquella que le cuesta generar empleo ni dispone de oportunidades de estabilidad. La política -como mal común en todas las sociedades del planeta- se dirigen a gente que ya no existe. Como un flagelo mundial, la clase media va cediendo terreno, pero en Francia se nota esa figura mítica descompuesta: se ha impuesto a escala mundial una sociedad de consumo liderada por la burguesía y se abandona el bien común, el colectivo. La clase dominante está abandonando a la sociedad misma. Los independentismos casualmente siempre emanan de las regiones ricas. La sensación del sentimiento de nacionalista parece ir de la mano con la secesión de las elites. Parece que ser rico y próspero aleja el ideal de ser solidario. La primera reivindicación no es social, parece ser existencial, de las que quieren reflejar que aún “existimos”.


A media hora de la ciudad de las luces y con el auxilio de un tren de cercanías, se accede a ese paisaje urbano de masivas construcciones de cemento carente de estilo y de gracia, descuidadas y con aroma permanente a exclusión social, donde se alojan los nuevos pensamientos, se moldean los inconscientes y se gritan sin ser escuchadas las postergaciones. Un referente estético que se moldeó en el tiempo y que sostiene el ideal de un romanticismo de otra época, liderada por el marketing desactualizado del tópico de Liberté, égalite y fraternité. Se extraña el otoño de la Edad Media o el concepto de que Francia no puede ser Francia sin la grandeza. Al recorrer ese hermoso país por sus carreteras secundarias -descartando la frialdad de las autopistas escondedoras- podemos arribar a pequeños poblados carentes de castillos, campanarios, gárgolas, cafés en las esquinas o campiña con el agradable color o sabor otoñal, pero que serán Francia sin parecerse a Francia. O al menos a la Francia que todo el mundo lleva en la cabeza. Hoy literariamente, la Francia fea es un auténtico paisaje utilizado, donde se puede alternar la discordancia con la tradicional compra diaria de la baguet...

 



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