miércoles, 16 de agosto de 2023

Yo se que soy imbancable, yo se que te hice reír, yo se que soy insoportable, pero alguien en el mundo piensa en mí

La pluma es la lengua del alma: cuales fueron los conceptos que en ella se engendraron, tales serán sus escritos”.

Don Quijote de la Mancha.

Mientras avanzaba con las últimas páginas de “Hamnet” de Maggie O Farrel en el camino de la ría, una señora que no conocía, sentada en los paseos, me miraba y sonreía. Suponiendo que ese agradable gesto iba dirigido hacia alguna persona que caminaba detrás mío, seguí mis pasos y la lectura. “Me sonrío porque eres el hombre que va siempre con un libro; y ahora hasta caminas leyendo, sin tropezar”. Conversamos un rato de forma muy agradable, a veces da gusto conversar con desconocidos. Hace poco me detuve solo en un título de una nota que reflejaba que se estaba perdiendo esa buena costumbre de conversar con extraños. Lamento no haber entrado en la nota, debería hacerlo. Porque conversar con los conocidos se me está haciendo una práctica aburrida. Tal vez por eso, tanto lea.


En los momentos más difíciles de mi regreso tras la muerte de mi padre, a mis cercanos les preocupaba que no observara la hermosa naturaleza que me rodea en el pueblo donde vivo. A mi también me sorprendía, porque algo estaba cambiando en mi interior, tal vez no para bien. Ahora no me sorprende, me doy cuenta que leo mientras camino, no solo para apurar mis lecturas y disfrutarlas, sino para disimular lo que aún no quiero mirar. Es pleno verano, un desfile de gente que parece linda, alegre, bronceada a la medida de los veranos de aquí. Lo presiento pero no lo miro, sigo andando. Debo ser un provocador, un caballero con la mas triste figura que a pesar de todo, despierta la sonrisa de algunas personas. En el culmen de mi timidez, atribuía la siempre compañía de un libro como una prolongación, como una confirmación de mi identidad en esas calles donde no tienes nombre. Donde no te promocionas ni te sabes vender. Siempre supuse que era un hombre invisible.


Mis personas cercanas están a otras cosas, otros momentos de su vida. No lo reprocho pero lo debo estar haciendo porque me alejo de ellos. Lo atribuyo al aburrimiento, lo presumo por ese desinterés social que nos envuelve y nos despoja de la verdadera cercanía. Me siento abandonado a pesar de la compañía. Me obligo a no usar más el teléfono móvil que lo imprescindible. En los momentos de ansiedad frustrada busco actualizaciones en una red social que antes se caracterizaba porque en sus escasos caracteres, muchos desarrollaban un ingenio admirable. Cuando advierto esa navegación vacía, quito el móvil de mi vista. En el portátil solo leo, a la búsqueda de esa palabra, nota, artículo que despierte las ganas de escribir. Me obligo a redactar al menos cuatro entradas al mes. Como un oficinista pulcro que debe cumplir con la rutina ordenada de su eficiente trabajo, así funciona la “mesa” de este blog. Cuatro entradas y cada tanto, una entrada sobre un libro, no hay tanta ostentación de esa prolongación en mi mano bloguera. El resultado es el mismo, me siento invisible.


Nadie comenta nada en tus entradas” me comenta una persona al que le tengo mucha estima. Tampoco se comenta mucho sobre mis esfuerzos personales, por mi entrega sin premio y mis pérdidas afectivas, que en estos tiempos han sido demasiadas. “Siempre te pienso” me confesó un amigo en un café de Buenos Aires una mañana posterior a tanta vigilia a mi padre. “Es que no me entero que me piensan” fue mi respuesta, como desgarrándome. En una ronda de cafés nos dijimos cosas que ya no se dicen y en el medio, rompió a llorar. Ese silencio que nos permitimos, en el que ambos nos recuperáramos tuvo más significación que el sigilo que nos rodea a través de wasaps insulsos que nos mantiene “en línea”.


También recuperé viejas nostalgias al acudir con un gran amigo a ver un par de partidos de River, allá por el mes de febrero y marzo. La nostalgia que me invadió en esas horas me hizo pensar que no es verdad que uno se acostumbra a todo, incluso las pérdidas. Me dolió no poder concurrir con habitualidad a la platea. Rodeado de un amigo y de ochenta y cuatro mil novecientos noventa y nueve extraños, comprendí que sí deja poso -recordé a Stuart Staples y su frase “Lo auténtico deja un poso más profundo”-perder placeres. Lo mismo sentí al poder ver el mundial en mi casa paterna, atento al llamado de mi padre para que le ayude a ir al baño pero distendido porque no había gente a mi alrededor que en la confianza de la familiaridad se permitían decirme, en pleno partido, que querían que ganara el “otro” o cuestionara nuestro estilo o nuestro algo. Los goles rivales no se gritaron, se sufrieron en silencio. La victoria, en familia, tuvo un efecto balsámico, una tregua para un país enfermo que sufre y para mí, que sufría la enfermedad de un ser que sigo amando.


No puedo caminar sin leer un libro. La triste figura tuvo que recurrir a la terapia aunque no quisiera, porque la vida hoy está dictada por una serie de protocolos de habitantes que no saben que quieren, pero necesitan listas: de reproducción musical, de comentarios para alquilar una casa para vacaciones, para ver si la ruta es la más breve o sin tráfico, si la comida que comemos es sana, si la conciliación de vivir es posible, si nos comparten nuestros gustos de redes sociales, si gustamos, si nos gustan. Voy a terapia y me pregunta “que me has traído hoy”, busco en mi interior y apenas llevo un libro, sesenta euros en el bolsillo -para pagarle-, pensamientos sobre mi padre, sueños permanentes donde está vivo y yo lo cuido, aún cuando parece sano y sobre mi tristeza infinita. Sé que no es favorable esas sensaciones pero me habitan. Recibo consejos, muchos, demasiados, algunos inauditos. La mayoría provienen desde el cariño pero no estoy en condiciones de ejecutarlos. Pero sigo siendo dócil, regreso con un libro distinto, con dos billetes también distintos pero del mismo valor -uno de cincuenta y otro de diez- y con pensamientos similares a mi última sesión. Al salir voy al mismo bar por el mismo café y el mismo cruasán. “Truman Show” conmigo se aburriría.


De tanto extrañar a River Plate, ayer le he regalado la única camiseta que me queda a un señor que está en el hospital donde trabajo. Su hijo ha sufrido un grave accidente que dejará secuelas que sus padres intentan palear con su sacrificio de vigilias. Le doy la camiseta y me lo agradece de corazón. También se la he dado de corazón, es un sentimiento de similar sintonía. Si no hubiera sentido nostalgia en aquel mes de marzo, tal vez no la habría dado. Puede ser un gesto loable pero también un motivo más para poder pelear con mis molinos, la triste figura ha perdido peso de tanto estrés. Para poder seguir peleando me recetan una pastilla que despierta el apetito. No puedo perder la triste figura ganando tripa. Cada tanto, hay gente en el camino que te mira y te regala una palabra, una lágrima, una sonrisa, un corazón, un gesto, un me gusta de los que hemos perdido, los del cara a cara, de los que llamábamos la vida misma….

 




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