sábado, 14 de mayo de 2022

No me siento bien, hoy perdí la fe

 “Todo me cansa, incluso aquello que no me cansa. Mi alegría es tan dolorosa como mi dolor”.

Fernando Pessoa.


Toda crisis generalmente es causada por un exceso de optimismo. Es una tendencia en la que la mayoría de las veces ni siquiera somos conscientes. Parece ser una predisposición genética. Ese sesgo optimista nos lleva a pensar que todo va a salir bien, sobre estimamos nuestro futuro sin poder reconocer -como en todo sesgo- de que nos guiamos por falsas impresiones. Esto en un plano individual mientras que en un conjunto, tendemos a valorar las situaciones con pesimismo. Es como si fuéramos ciegos a nuestros propios sesgos y videntes ante los problemas globales. Pero, en épocas de desconfianza y desconsuelo global -como la actual-, cuesta mucho desarrollar sentidos positivos.


El optimismo parece moverse cómodo entre la bifurcación moral entre el bien y el mal mientras que el pesimismo navega -o se hunde- moviendo sus brazos desesperadamente para rebelarse contra lo establecido -fundamentalmente principios morales-. Eduard von Hartmann, filósofo alemán del siglo XVIII, sostuvo que en el caso de que no logremos la felicidad en la vida, al menos a través de un esfuerzo y tolerancia -llamado aplomo- podemos crear un mundo moral y culturalmente mejor. El problema de nuestros mayores era, ya a una alta edad, desear que nosotros -apenas jóvenes- pudiéramos ver un futuro distinto, posible. Hoy, personas de treinta años, persiguen esa intención para con sus hijos, conscientes que la situación para ellos ya está jugada. El listón ético y moral hace imposible sostener una valoración positiva del futuro. Retomando al filósofo alemán, es conveniente recordar su pensamiento de que el pesimismo puede ser el comienzo de una genuina revolución. Pero que nunca será posible el cambio sin reflexionar sobre el mal, el sufrimiento o la postergación. Mientras que el optimista sin darse cuenta, tiende a dejar todo en su sitio, invitando al estatismo.


Se vive una globalidad de desencanto, desaliento y desesperanza, barnizado por el matiz de cada país, de cada urgencia. En estos tiempos parece gobernar la certeza de la incertidumbre, nos sentimos rotos por la corrupción, egoísmo e indiferencia. Como mecanismo de defensa, dejamos de responder a lo que nos importa. Valen tres ejemplos, ante una concatenación de intereses espurios y fraudulentos parecemos olvidarnos de las víctimas del Covid 19, de los refugiados asiáticos o africanos y de las víctimas ucranianas. Y así con todo lo malo que suceda. No hay gobierno que explique sus desatinos y desaciertos, nadie asume responsabilidades y las víctimas no son víctimas porque los victimarios se victimizan, ganando siempre de mano. La razón común parece resquebrajada, el saber se ha fisurado y el interés común no es racional.


Estamos todos en el fondo de un infierno donde cada instante es un milagro” es un pensamiento de un creyente disciplinado del desengaño, Emil Cioran, escritor y filósofo pesimista rumano del pasado siglo. Para él la vida alternó entre la recompensa y el castigo, sin saber, de momentos, en que etapa transitaba. Arthur Schopenhauer ratificó con “eadem, sed aliter” que todo siempre es igual, todo siempre es lo mismo, sólo que se da de diferentes maneras y cambien los protagonistas. Pero solemos defenestrar un saludable pesimismo que ayude a asentarnos en nuestras circunstancias. Por más que parezca inevitable nos ayuda a rebelarnos contra las crueldades que rigen en el escenario humano. El llamado pesimista está molesto porque las cosas no cambian, entonces se puede suponer que el pesimista es en realidad un optimista desconsolado, porque sabe que con poco se podría mejorar. El pesimista suele ser tan decadente como el optimista, pero este último seguramente sea más nocivo, como sospechaba Zaratustra.


Cierta dosis de pesimismo puede ser beneficioso. No lo digo yo, pesimista para muchos, realista en mi defensa, sino que el dato procede de numerosas investigaciones que además afirman que el optimista puede ser peligroso. La frase “tranquilo, todo saldrá bien” es agradable de escuchar pero no suele tener un sustento mayor que el deseo bondadoso de quien te lo transmite. El optimismo lleva a ignorar los propios límites. Siendo conscientes del control que tenemos o del que carecemos, no es necesario ser optimista o pesimistas. Ese control te llevará a ser realista, lo que disminuirá la sensación de falsa expectativa que tantas veces alentamos. Es mejor ser un “pesimista advertido” que un “optimista iluso” para aprender de las dificultades con las que vivimos. El pesimista, tantas veces no entrega las armas aunque se muestre devastado. Se sostiene lúcido porque piensa y se piensa. Pero tiene mala imagen, aunque últimamente se comprenda que somos víctimas de los falsos optimistas que ya ni ofrecen espejitos de colores. El pesimista no crea falsas expectativas y no quiere dejar el mundo como es. Pero no tiene buena prensa.


Nuestro mayor error es pensar que hemos nacido para ser dichosos” definió Schopenhauer, que contrasta con el marketing actual que genera personas con escasa contracción a sufrir y manejar la frustración. El pesimista no quiere sufrir, pero esta preparado para hacerlo. Para muchos el hambre, racismo, violencia, guerras, enfermedad o ausencia de libertades, han sido problemas más graves en épocas pasadas. Para otros, todo tiempo pasado fue mejor, es una sentencia habitual que no tiene evidencias que lo corrobore. Generación tras generación se sobrecoge al definir que los valores están a la baja, confrontando con los que siempre afirman que el progreso nos lleva hacia el abismo. Glorificar el ayer o el mañana puede ser producto de un anestesia social eterna o de un confort apático. Si el sufrimiento es objetivad, como pregonaba Theodor Adorno, corremos el riesgo de que en vez de haber alcanzado las miles de revoluciones que pregonan los populistas o demagogos, el estado que tal vez alcancemos, sea el estado depresivo... 

 





No hay comentarios:

Publicar un comentario