domingo, 24 de abril de 2022

Mientes y ni te hace falta hablar

Nadie ha dudado jamás que la verdad y la política nunca se han llevado demasiado bien, y nadie, por lo que yo sé, puso nunca la veracidad entre las virtudes políticas”.

Hannah Arendt


Si nos preguntan, la mayoría de los ciudadanos no confiamos que los políticos y parlamentarios digan la verdad. Esa unidad de criterio no significa que se intente, de esta manera, imponer el principio moral de que un político que miente debería perder su cargo. Con el listón moral tan abandonado y bajo, solo nos sonroja que parlamentarios, ministros o cargos públicos en general no se deban someter a un estándar ético o a un código de responsabilidad, por lo cual esa indiferencia o apatía contribuyen a sentar una sensación de vulnerabilidad democrática cada vez mas peligroso.


Se ha perdido el parámetro de las condiciones que debe reunir una mentira para ser tolerable. En variadas circunstancias, observamos anestesiados que hasta tienen tolerancia social e incluso el aplauso de sus seguidores, militantes, fanáticos u oportunistas. No nos sentimos tan ofendidos ni nada de lo que digan, omitan u oculten no supone el final de la vida pública de un político. La mentira está tan normalizada en la vida humana que olvidamos que la exigencia de la verdad es una parte esencial del sistema. Pero lo que prevalece es que el sistema encubre al mentiroso y el embustero se encuentra protegido a través de la negación, disculpas, justificación y tristemente, admiración y el que siempre queda olvidado y expuesto es la víctima a través de la apatía o de la sospecha.


Si aceptamos que el político no diga la verdad, debemos admitir que escuchamos promesas electorales a sabiendas que no se han de cumplir porque sabemos -en una gran mayoría ciudadana- que no existe verosimilitud entre las palabras y acciones de una inmensa mayoría de los ciudadanos, no ya solo de nuestros representantes. Negamos y distorsionamos nuestros actos, disfrazándolos o edulcorándolos, como no vamos a normalizar los embustes de la ideología. Los hechos son permanentemente falseados tanto las verdades de la razón como la de los hechos; en eso se aúnan los totalitarismos o los populismos pero también la masa, lo que metafóricamente siempre se ha llamado pueblo o patria. No está en decadencia la democracia ni las instituciones, el problema es la debilidad de la verdad. Erving Goffman, sociólogo del siglo pasado, sostuvo su rol de padre de la microsociología en el hecho que cuando interactuamos socialmente, en realidad nos comportamos como actores que interpretan un papel y que ese rol es lo que la sociedad espera que hagamos ante las diversas situaciones que se presentan y de acuerdo a la posición que ocupamos. Si es aceptable que la vida es una obra de teatro, a medida que avanza la regresión ética y moral, podemos concluir que el género de esa obra puede ser el vodevil, la picaresca o la del vulgar y chabacano comedia.


La democracia representativa no nos necesita, basta que funcionen sus dos intermediarios notables: los partidos y los medios. Ambos atraviesan una crisis de credibilidad importante. Los ciudadanos se fían más de lo que le indique su entorno a los que les diga un medio, de esta manera se estabilizó la tendencia de leer solo a los medios afines, donde creen que leen a los que piensan como ellos. De ahí que se haya instalado una aversión e incomunicación brutal entre personas con ideologías diferentes. No hay medios que puedan contactar con todos los espectros de la sociedad, de ahí que se concentren en nichos específicos. La hipocresía y la radicalidad ocupan espacio amplio en la política, negando la madurez que debe tener una sociedad participativa y a su vez, perdiendo la humildad y sinceridad. Consideran a todos los ciudadanos como menores de edad.


En ese juego de roles asignados, los políticos no son nuestros representantes sino los de una industria o marcas que confeccionan productos alimentados por consignas, eslóganes o promesas ante las diversas demandas. En campaña, la mentira oficial es el instrumento de enlace entre políticos y ciudadanía. Maquiavelo definía este paradigma como la astucia del zorro en el papel del gobernante para hacer frente a las renovadas urgencias y necesidades de la ciudadanía. Mentir es la forma de acción más recurrida si no se puede cambiar al mundo. La personalidad veraz de algunos ciudadanos chocan con lo inevitable, con la verdad no se cambia el mundo, al menos en el corto aliento. Y tantas veces la veracidad no quiere cambiar el mundo, simplemente quiere aceptarlo como es y no disfrazar la realidad actoral de nuestros actos. La mentira moderna ataca una realidad conocida por todos, lo que sucede es que los enunciados no tienen correlación con hechos que encaren o resuelvan lo que se necesita resolver, anulándola con la manipulación discursiva y delictiva.


Los embustes encuentran la protección de la disculpa o negación de los interesados, la normalización de la mentira constituye una falsedad deliberada. Me engañan pero me quieren convencer que nunca ha existido la mentira. Se perdió la conciencia de la moral y su ausencia blanquea que se mienta sin sentir vergüenza. Y como no se reconoce, no es necesario siquiera explicar, ni justificar. La verdad absoluta sabemos que no existe pero tampoco podemos evitar que todos, sin excepción mintamos o maquillemos situaciones con el límite de no perder una dignidad social. Se miente porque quisiéramos conectar con lo que en realidad no somos. Solemos manifestarnos en contra de la mentira de cara a la sociedad, pero en la intimidad tantas veces estamos a favor de algunos mentirosos. Ya no podemos obviar que ante la reiteración e intensidad de las mentiras del Estado, de los políticos, funcionarios, ministros, profesionales o empresarios estamos inmersos en un “modus operandi”, pasando de la conversión de la mentira en política a la institucionalización de la política de la mentira...

 




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