domingo, 29 de agosto de 2021

El loco berretín que tengo para vos

"En mi país cambian los presidentes y no dicen nada, cambian los Obispos, los Cardenales, los jugadores de fútbol, cualquier cosa, pero el tango no. El tango hay que dejarlo así como es: antiguo, aburrido, igual, repetido".

Astor Piazzolla

Porque nadie es profeta en su tierra y menos si se trata de una segunda espada. A esta última, todo lo bueno que pueda ofrecer su profesión, se pondrá en tela de juicio al limite de combatirle y denostarle. A pesar de que se vislumbra que ambas partes se desean, una de ellas -llamada pueblo u opinión pública- se resiste a otorgarle el reconocimiento o la aceptación. Si el logro de cualquier artista es perdurar en el tiempo y sobrevivir a su propia época, gran parte de estos ídolos, mitos o genios incomprendidos finalmente lo logran. La muerte, que tantas veces dignifica al inmoral o de carácter espurio, también suele otorgar la plaza de referente desde el que se acerque o permita descubrir y reconocer su obra. Es que somos así, por más vueltas que le demos. Tantas veces nos cuesta ser justos que debemos recurrir, lamentablemente, al paso del tiempo para aceptar lo que era tan fácil de asumir.


Muchos no buscan la masividad como primer objetivo pero su búsqueda artística es una constante de innovación y cambio que conduce a la popularidad. Para otros, con menos o igual talento, la masificación es inmediata. La gente es cómoda en sus gustos y aceptaciones, pero el arte no. La comodidad nunca será amiga del arte. El riesgo es que para detectar esos hallazgos hace falta ser el primero, sino no se entenderá en su tiempo inmediato. Para uno de estos genios, Astor Piazzolla, el problema pudo llamarse Carlos Gardel, la divinidad con gomina y dueño de la voz del tango. “Vas a ser grande, pero el tango lo tocas como un gallego” le dijo cuando le escuchó tocar el bandoneón. Son cosas que marcan, más cuando el joven Piazzolla tenía apenas trece años, en ese 1934, donde la voz del tango le abrió las puertas en Nueva York para intervenir en el rodaje de “El día que me quieras”.


Alan Bowness (1928 – 2021) historiador de arte, dijo en los noventa, que el publico a veces necesita de unos veinticinco años para reconocer la valía de artistas “verdaderamente originales”. Esto significa que muchos de esos artistas pueden disfrutar los beneficios de su fama, si acaso tuviera la suerte de vivir hasta edades avanzadas. Para otros, es inmediato desde muy jóvenes y tantas veces, sucumben ante la efervescencia fanática antes de alcanzar la madurez. No existe el termino medio. Regresando a Piazzolla, seguramente el problema radicaba en que para el bailarín de tangos suburbial, las composiciones de Astor no era bailables, no al menos con los requiebros minuciosos en forma de ochos, baldosas, caminata sincopada con adornos o figuras sencillas con cambio de dirección de esa música popular. La conquista y el efecto de dominación que procuraba el baile nacional, donde el hombre expresa su virilidad en su postura, propuesta o haciendo alarde compadrón en su danza, no encontraba seducción, provocación o caballerosidad en los acordes “salvajes” producto de la innovación del artista marplatense.


Para colmo de males, Piazzolla declaraba que él buscaba una música para ser escuchada -casi en silencio-, no tanto para ser bailada. No componía para bailar ni para bailarines y su composición era profunda, reflexionando el tango sobre la incorporación de vertientes recogidas durante su primera estadía en Nueva York, tal el jazz -fundamentalmente-, blues, la música clásica y parte de la contemporánea. El acordeón se incorporó al tango desde Alemania tras la inmigración masiva de principios del XX y tal vez, Aníbal Troilo era el primer espada aceptada. No había espacio para otro, más cuando Piazzolla aspiraba a darle un papel relevante a su instrumento, no debía ser un simple instrumento de acompañamiento de una orquesta. La vieja guardia del tango lo combatió salvajemente, no lo bailaron pero tampoco lo escucharon. Ante la pregunta si gustaba Piazzolla, el “no” como respuesta era absoluto. También era contundente que no gustaba alguien a quién siquiera escuchaban pero insistían en forjar un aura de maldito y una fama de “asesino del tango”.


Su historia como músico puede parecer la de un hombre solo contra todos. Nada es tan rotundo al definir, muchos seguidores dijeron sí de inmediato a su estilo de tango, a su conexión con la música. Esa tensión entre los defensores de la tradición y los que exploran existen en todos los ámbitos; tal vez por eso, el miedo al cambio sostenga al terapeuta en cualquier época para definir una terapia. Se da en las artes -serialismo en la música, cubismo en la pintura-, se da en el deporte -siempre la absurda comparación a destiempo porque las épocas no se comparan- y sucede en cualquier campo donde se crea que las comparaciones son posibles. Astor Piazzolla amaba el tango pero aspiró a subliminar la música representativa de su tierra para acercarla a un público más universal.


Entre los años setenta y ochenta del pasado siglo, Piazzolla brilló y el planeta se identificó con su arte. En Europa, él era la imagen del tango. Nacen las coreografías, nace el tango de escenario y moderno. En 1959 irrumpe con “Adiós Nonino” como homenaje a su padre, en 1969 nace “Balada para un loco”, entre 1970 y 1972 crea “Las cuatro estaciones porteñas” y en 1975 surge “Libertango”. Piazzolla rompe los moldes con una música apasionada, transgresora y dramática que rescató al tango de sus formas cantadas clásicas acercándolo nuevamente a la sala de conciertos donde se citaba con su “Octeto Buenos Aires” con el sacrilegio agregado de una guitarra eléctrica, violín, piano y contrabajo, además de su participación con el bandoneón.


En esta memoria dejaré de lado otra polémica, su supuesto mal genio y peor humor más contradicciones políticas o ideológicas -su coqueteo con el fascismo- que no han pasado por alto ninguno de sus biógrafos o detractores. Esas otras características le acercan e igualan a cualquier personaje de la mitología argentina, aceptado finalmente por una sociedad exigente pero en esencia, perdedora o sobreviviente. Predominará en los últimos años de vida la nostálgica aceptación por su imagen -simbolizada por aquel mural cerámico de Hermenegildo Sábat que ilumina el pasaje peatonal de la estación de subte “Lima” y se usa para ilustrar la entrada-, de esa Buenos Aires que puede ser gris oscura también en esos acordes, contrapuntos y tempos, como también la añoranza tristona que tiñe el ADN de cada argentino -más si le toca vivir un tiempo fuera-. Esa Buenos Aires donde todo es especial, y cada porteño estila un savoir faire asegurando una forma única y canchera para todo, para preparar un asado, jugar al futbol, sentir la música, cebar el mate, arreglar la economía u organizar encuentros milongueros. Ese porteño que aunque escuchara a Piazzolla con silenciosa devoción, esperaría el momento indicado para clavar un estiletazo que duela y desprecie, del tipo “buen tema maestro, pero ahora tóquese un tango”...

 


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