domingo, 28 de marzo de 2021

Porque la noche tiene final

El virus SARS-CoV-2 es un espejo que refleja las crisis de nuestra sociedad. Hace que resalten aun con más fuerza los síntomas de las enfermedades que nuestra sociedad padecía ya antes de la pandemia. Uno de estos síntomas es el cansancio”.

Byung-Chul Han – Filósofo coreano.

Ya estábamos fastidiosos, cansados. La epidemia del Covid y su confinamiento lo profundizó. La quietud que obligó la cuarentena inicial y los diversos encierros perímetrales posteriores actuaron como una hemorragia interna que no sutura, nos vacío de la poca energía que podíamos generar en una sociedad hastiada. Los melancólicos por naturaleza parece que la sobrellevamos mejor que aquellos hiperactivos que se apoyaban en el consumismo y la supuesta hipertransparencia que propiciaban nuestras aplicaciones digitales. La frase con la que siempre arranco es contundente, para Byung-Chul-Han la plaga aceleró el arribo de la sociedad del cansancio.

El confinamiento permitió pensar que podríamos a través de la quietud establecida optimizar el tiempo en cosas que postergábamos. Tal vez para muchos que no sufrieron el escarnio de la enfermedad en su entorno, fuera un tiempo de recuperación de las esencias. A medida que obtuvimos diferentes ritmos de liberación muchos regresaron a la obligación innata -en el aire pero que nadie sabe quien la instala- de la coerción externa, la fuerza agotadora de tener que rendir cada día más. La premisa de realizarse y tributar una imagen del pleno éxito aún sin obtenerlo ni de cerca viene dado por la tecnología digital que contratamos y ampliamos a cada momento, sometiéndonos a las necesidades del sistema, no a las nuestras. El cansancio infinito de querer actuar como una máquina a costa de perder valores, creencias, sentido y momentos ha superado la mejor ficción que pensamos para nuestros destinos. Tengo amigos que cuando comienzan su exposición sobre sus tiempos -sus días-, la palabra que mencionan como representable es “cansancio” o “agotamiento”, que reemplaza aquella frase sobre valuada que usaban de “lo dio todo”.


Nos instalaron la falacia de que las necesidades del sistema eran nuestras propias necesidades. Ese sistema que se ha presentado como el adalid de la libertad nos ha oprimido, la realización a la que nos instiga el capitalismo nos ha convertido también a nosotros en mercancías, tanto de éxito como de descarte. Hemos gestionado las relaciones a tal punto que se pervirtió el sentido de la intimidad. El exhibicionista ya no necesita salir al mundo, se quita la gabardina y luce sus miserias al abrigo de su casa y con una pantalla como sostén. Desde esa pantalla se intenta sostener una supuesta positividad gravada con “me gusta”, el clic desde casa está reemplazando al tacto, la cuarentena al menos nos permitió volver a recuperar momentos familiares. Desapareció hasta nuevo aviso el contacto físico con amistades, familiares no primarios y con desconocidos. No podemos avistar el momento en que se pueda besar con diversa intencionalidad -mejilla, labios o pasionalmente- a un extraño. El tacto se ha vuelto imposible, el ego se encuentra sumamente dañado. Y no solo fue el Covid, repito, el virus profundizó lo que éramos. El hombre digital estaba aboliendo al ser afectuoso de cercanía, del cuerpo a cuerpo.


Según Byung-Chul-Han la sociedad orwelliana que plasmó la novela “1984” sabía que estaba dominada; la sociedad actual se pasea con narcisistas ciegos que ya ni llegan a ver su verdadera propia dimensión, ya que el otro -el prójimo-, ni lo mira. Se creen libres sin ver los cables que nos conectan al vacío -cuando no se sabe aprovechar-. El filosofo alemán-nacido en Corea del Sur- cree que nos ha cegado una especie de aburrimiento histérico que no es productivo, tan solo veloz. El tiempo de ocio es narrativo, no vivido. Nada dura nada, todo es pasatiempo efímero y eso, aunque no lo crean, cansa tanto o más que las cosas de la actividad estable. De ahí que el encierro nos permitiera experimentar el tiempo pleno. Lo llamativo es que este efecto residual tal vez no nos diferencie con otros tiempos, también vamos camino a una especie de barbarie donde las imposturas de Donald Trump se notan más en su tuiteo o su postureo ante una aplicación digital o red social que en su mandato. Los nuevos bárbaros, material que suena ideal para escritores como Baricco, Coetzee o los fallecidos Elías Canetti o José Saramago.


A la espera del resultado de la vacuna -o que se evapore el virus-, esta enfermedad denuncia nuestra fragilidad aumentando el concepto de ser insignificante. La permanente desinformación sobre las incidencias generadas desde hace un año nos ha llevado a acuñar una nueva palabra: desinfodemia como el problema al que nos enfrentamos los ciudadanos ante la información falsa que circula a la velocidad de la enfermedad, de manera tal que el semejante pueda ser pensado como un prójimo ajeno y peligroso. Desmentimos todo lo que no nos gusta, tal vez con la inconsciente ilusión de desmentir para seguir viviendo. Lo logrado parece ser, además de las diversas olas de contagio, los vaivenes de las tasas de positividad, el aumento de muertes según el momento y el continente, que todos -casi sin excepción- se han contagiado de angustia que nos deshumaniza. El tacto es el sentido que más extrañamos, fantaseando la necesidad combinatoria de necesidad y deseo. Esta sensación también se estudia y tiene su nombre: “hambre de piel”. En todo concepto somos una necesidad que se basa en el tacto y ahora no sabemos donde poner las manos y brazos cuando estamos expuestos al rumor del contagio. Será por eso que incorporamos un nuevo cliché como el de “abrazos virtuales”. Tal vez sea una fantasía recurrente de todo ser social volver a sostener en un abrazo toda la carga emotiva que conlleva a la unión de los cuerpos.


Y tanta melancolía obligó a un ritmo musical que nos identifique. Otra vez recurro a Byung-Chul-Han quien no ha dudado en sostener que danzamos perdidos al ritmo desacelerado de un Coronablues. El miedo que paraliza a causa de esta enfermedad, la incertidumbre para muchos por cuestiones de salud o laborales, el repudio y el escepticismo de los negacionistas que descreen de todo lo sucedido y por suceder nos acerca a la sociedad al espejo velado de los miedos originales. Ese estado depresivo revitalizado por los efectos de una cuarentena, confinamiento sin contacto social agudizó los síntomas ya existentes de una sociedad cada vez más recetada y medicada por estrés, ataques de pánico, insomnio, apatía, ansiedad o depresión.


Sin recurrir a la etimología, Corona nos remite a esa sensación generalizada de una enfermedad que ha detenido el tiempo, de manera más obligada que lo que sucedía antes del aislamiento, lo que ha cuestionado proyectos de vida y continuidad de la raza. Y blues por su significado de melancolía o tristeza sellado en la música a través de un género vocal e instrumental con algún patrón repetitivo. Es habitual que la frase cantada por el bluesman motive la respuesta de un instrumento. Así, entre la llamada y la respuesta manifiesta la importancia del individuo y la comunidad, estrechando su relación. El esfuerzo interior para mostrar el exterior que se está bien nos agota acordando que nuestros deficits ya no son sólo bacteriales o virales, de tanto replegarnos han afectado neuronalmente a un extremo tal que necesitamos una respuesta adecuada a tantas llamadas a la responsabilidad de cambiar esa sociedad del cansancio por una revitalizada energía interior que surja del vacío, como siempre han logrado en ámbitos intimistas aquellos maravillosos blues... 


No hay comentarios:

Publicar un comentario