domingo, 21 de marzo de 2021

Yo no quiero morir en el mundo hoy


 La prevención de una catástrofe no produce beneficios”.

Noam Chomsky


Cuarentenas, cierres perimetrales, confinamiento, cierre de frontera, aislamiento, distancia social o restricciones parecen ser antónimos del ser cosmopolita. El miedo a la enfermedad y al  colapso sanitario, sumado a la posibilidad de la muerte nos lleva a un escenario de confusión que pone en jaque los principios liberales y que actúa “artísticamente” beneficiando al populismo que dice que protege pero en realidad te deja librado al azar de una impericia. Tal vez las decisiones o indecisiones que se viven hace un año ya estén marcando nuestro futuro. Ya han pasado de largo aquellas optimistas profecías sobre que la pandemia nos haría mejores personas. Hemos visto lo mejor y también lo peor de nuestros semejantes, sistemas y gobiernos. Pero a veces no llegamos a comprender que lo que tratamos como un índice estadístico se trata de personas, que ya no están y tal vez no hemos podido siquiera despedirlas.


Y está aquel que no ha sufrido a su alrededor siquiera un aislamiento asintomático. Entonces pregona la campaña de conspiración. Suponiendo que no conocemos ni parte de la realidad, lo que importa es que a millones les han tocado vivir la enfermedad en carne propia. Semanas en la UCI, traumas psicológicos que cuestan remontar, dolencias, fallecimientos que no permitieron siquiera un velatorio, trabajos que se han perdido y se siguen perdiendo y otros traumas que están germinando en nuestra estructura ya endeble societaria. La posibilidad de una distopía ya está instalada entre nosotros con tanto relato escatológico. Somos un pasado condicionado para nuestro porvenir y el miedo a que no se trate de una pesadilla sino de una realidad en aumento nos aleja momentáneamente de aquella distopía para dedicarnos a otro género literario que es el de la elegía.


Solemos revelarnos ante lo efímero, nos hemos acostumbrado a siempre pedir o exigir más. Hasta que nos topamos con el arribo de tantas “olas” que engrosan las estadísticas de manera tal que nos olvidamos que esos guarismos permanentes se tratan de personas. Tal ola remite y solo se alcanzaron tantos muertos esta semana. ¿Son pocos o muchos? Nos cuesta definir la magnitud de un porcentaje. De repente alguien intenta graficar la dimensión de un numero al decir que con los noventa mil muertos alcanzados en un país por el corona virus se podría llenar las gradas de un estadio como el Maracana. La tragedia alcanza así su verdadera dimensión ya que no alcanza con contar el número de víctimas sino visualizar que tras esos números se encuentran historias. Y es ahí donde me viene a la mente esta entrada que se refiere a la elegía.


En una elegía se expresa el género literario que utiliza como recurso, además de un estilo, el elemento esencial de la memoria y la palabra. La persona muerta alcanza el rango de palabra viva a través de un texto donde se procura recuperar lo que se ha perdido. Un sentimiento de angustia será el punto de partida de una elegía. En ella se expresa de forma explicita la razón de nuestra existencia a través de un canto que surge de una muerte particular y no de la muerte en general. El poeta llorará líricamente ante la pérdida del ser querido. Nadie debe desaparecer de esta vida sin que se recuerde sus talentos o esperanzas -pocas o muchas- y que se cuente sobre su pequeña historia de vida. Una elegía puede hacer alusión directamente a cualquier dolor profundo experimentado por una persona, por la sociedad que lo habita o por el universo que lo desconocía. El duelo es llanto pero también es relato. Y somos juglares eternos que deben  evitar el olvido de nuestros seres queridos e icónicos.


Se trata de un subgénero de la poesía lírica de la antigüedad grecolatina que designa a todo poema una carga intensa de lamento o pérdida ya sea de una vida, de la ilusión, del tiempo desperdiciado o de un sentimiento que aflora o que se resigna. No es un epitafio, ese tipo de inscripciones se encierran dentro del epigrama, otro género de los denominados líricos. La elegía es un poema del duelo, tragedia de lo más cotidiana entre todas las catástrofes. La conciencia de la muerte tal vez sea la llaga más abierta que perturba nuestra existencia. Ante lo efímera que resulta la vida se busca la exhortación o reflexión del sentido de la vida y sus consideraciones morales.


La literatura ha ido progresando en el desarrollo de estilos. En forma más contemporánea podemos precisar historias de despedidas. Virginia Wolff -Las olas-, Julián Barnes -La mesa limón-, Philipp Roth -Elegía-, Antonio Tabucchi -Tristiano muere-, Gabriel García Márques -Memoria de mis putas tristes-, José Saramago -La caverna- pueden ser historias más adaptadas a nuestros tiempos que aquellas recogidas por Homero en La Illiada o las Elegías de Teognis. La diferencia entre épocas tal vez radique en que a partir de la revolución industrial y el desarrollo del capitalismo surge una inestabilidad de clases que emerge la individualidad por sobre lo social. Homero homenajeaba al guerrero desplomado mientras que Roth no homenajea, solo describe nuestra fragilidad ante la dependencia y la lenta desaparición que nos toma distraídos. Estas novelas contemporáneas más que líricas nos arrojan crudeza, no olvidemos que el deseo de futuro siempre ha sido nuestro sueño más antiguo.


Las guerras ahora son de números, tal vez antes creían que eran epopeyas. Nos hemos acostumbrado a la letanía de cifras. Y nos hemos habituado al egoísmo de la indiferencia del que milita cifras más que el fallecimiento de conciudadanos, aunque fueran de ideología opuesta. Por eso vemos jóvenes que se fotografían vacunándose mientras los mayores optan por continuar obligados a encerrarse en sus hogares o residencias -¿alguien se preguntó dónde se encuentra la epopeya de fotografiarse mientras le vacunan?- para no ampliar la fría estadística de la tragedia. El duelo ahora es relato político, antes era llanto, emoción, temblor, recuerdo y relato lírico. El olvido está borrando a nuestros seres queridos ante nuestra impotencia y la indiferencia del que no ha sufrido una pérdida. Actualizamos recuentos día a día, familiarizándonos con índices de positividad o ingresos en planta. No le ponemos cara a las víctimas, solo son guarismos.


El viejo poeta reprochaba a la muerte porqué cada vida era irremplazable. Ahora no hay poetas que puedan enfrentar a esta elegía imperfecta plagada de mentiras e insensibilidad, que guarda engaños, mendacidad y sensacionalismo. Este texto es un razonamiento rumiado con espuma de bronca pero no de odio, esperando tal vez sin visos de posibilidad, el frenar la desaparición de vidas que nos pasan desapercibidas sin optar a volver a recordar quienes somos. Debemos salvar los recuerdos, debemos aprender de algún momento del pasado y tratar de dar contorno a la aritmética de la muerte. Nuestros muertos tal vez se merezcan estar vivos, hasta que nosotros aprendamos a definir la métrica de las nuevas elegías, la del hombre nuevo que aprenda a contar la vida sin creer que contar, en realidad, signifique llevar la cuenta...


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