domingo, 14 de febrero de 2021

Te amo, te odio, dame más

"Lo horrible de los Dos minutos de odio no era el que cada uno tuviera que desempeñar allí un papel sino, al contrario, que era absolutamente imposible evitar la participación porque era uno arrastrado irremisiblemente. A los treinta segundos no hacia falta fingir. Un éxtasis de miedo y venganza, un deseo de matar, torturar, de aplastar rostros con un martillo, parecían recorrer a todos los presentes como una corriente eléctrica convirtiéndole a uno, incluso contra su voluntad, en un loco gesticulador y vociferante".

George Orwell, "1984"

La tendencia que se visualiza en el enojo social es el predominio de un discurso del odio. La confrontación se antoja similar a momentos puntuales de la historia -movimientos sociales de finales del siglo XIX hasta mediados del XX- con una virulencia dialéctica que no permite el diálogo ni el entendimiento pero, de momento, sin encaminarse al extremo de la violencia física. La sensación es que las sociedades aparentan ser belicosas sin llegar al extremo del enfrentamiento armado ni estallido social. Todos los días podemos observar el irascible fenómeno de la oposición radical, pero al finalizar la jornada se diluye, como si cada militante regresara a la paralizante ineptitud e inacción que nos alberga.


El odio libera un sentimiento que excede la clásica confrontación ideológica, convirtiendo cualquier dirimir en una exaltación agresiva del tipo personal, coronada por la ofensa. Toda discusión es de índole personal. Toda diferencia de opinión conlleva a una caza de brujas que atente contra la personalidad del que confronta, la descalificación del contrario. Si opino algo que les gusta, soy de su clan. Si mi opinión es contraria, soy el enemigo. Estás con ellos o eres hostil. Se ha perdido el término medio, predomina la demonización del adversario. Pero es llamativo porque no aparentan ser personajes violentos, más bien sus caracteres suelen ser opacados, reservados y hasta débiles en personalidad. Es como si con la virulencia se retomara la sensación que las palabras agraviantes no llegarán a ningún puerto ni a consecuencias violentas. No se sostiene la evolución de los discursos, todos los días se llega a un espiral de vehemencia que no conduce a ningún lado, ni a cambios, donde la hipocresía de la histeria no paga precio ni propicia consecuencias.


La vida parece encaminada al corto plazo. La sensación de agotamiento predomina en las sociedades, al no poder canalizar esa energía disfrazada en odio en la eventualidad de generar verdaderas soluciones. El fragor parece unicamente destinado al combate dialéctico, las partes no necesitan contundencia en los hechos demostrados, no suelen ver los horrores que sus lideres avalan y ejecutan, defienden lo indefendible. Sus líderes se suelen caracterizar por la vulgaridad, pero sus seguidores creen que son sofisticados. Los cabecillas auguran la unión a las diferencias pero incitan permanentemente la diferencia intentando denigrar a la oposición. Todo parece dirigido a la provocación y la confrontación y a la larga, la sensación radica en que los extremos son idénticos en su intolerancia. A la provocación rastrera la adjudican la calificación de esplendida, no de vulgaridad y soberbia.


La verdad parece haber colapsado a causa de un permanente desprecio. La escalada de las ofensas parece ser fruto de la impotencia o desesperación que intenta imponer una naturalidad que se ha perdido, comenzando por unas instituciones que no representan. Los actores políticos que nos adoctrinan nos intentan convencer, sin gran persuasión, que todo lo que hacen, lo hacen para sus fieles y la grandeza del porvenir. Guionan sus discursos, se contradicen en forma permanente, abogan eternamente por el enemigo externo y hasta interno, están condenados al éxito que no llega por la constancia del enemigo que muta, no siempre es el mismo, aunque coincida en el concepto. Si bien las sociedades parecen desbordadas de odio hipócrita todos juran subvertir sin pasar de una situación que en realidad, es fingida. Se vive en una sensación de desprecio conjunto.


Las redes sociales parecen ser el ateneo donde volcar esos “dos minutos de odio” y “la moral de la victoria” presentes en la distopía que planteara George Orwell a través de “1984”. “El ministerio de la verdad” se suscribe a escribir para los acólitos con libertad de caracteres pero sin necesidad de atenerse a la verdad, donde las fake news reescriben a diario las historias del pasado y sus seguidores o haters adhieren una política de estado de guerra donde la veracidad no interesa, solo importa eternizar una causa inexistente para convertirla en esencial rotando o alternando el nombre del enemigo de turno. Un mundo globalizado y aunado por el desarrollo tecnológico parece fragmentado, donde nadie se aferra al otro. La superflua red representada por aplicaciones donde se estila el comentario agradable se contradice con la virulencia del comentario áspero y ofensivo de otras aplicaciones masivas. En la virtualidad se sostiene el limbo del paradigma de ciudadanos de mentira conviviendo en mundos irreales donde el escondrijo se devela a través del insulto o la infamia.


Prolifera la sensación de discursos de odio donde la desinformación regula la agenda política camuflada en eternas cortinas de humo. La crispación constante consiste en rotar la temática del conflicto, sin liderazgos que busquen solucionar los problemas o aunar las diferencias. Sólo se resiste agotando a la gente. Y en ese agotamiento, distinguimos una sociedad trastornada, en búsqueda de diversas causas donde volcar el tedio y la frustración. Estudios reflejan a diario la existencia de miles de tuits donde prolifera el descrédito, la hemofobia, insultos, predominando el odio y la ira. La experiencia advierte que a cuanto mayor presión dialéctica en las sociedades donde sus valores esenciales dejen de funcionar equilibradamente, mayor posibilidad de que nos comportemos estúpidamente. Vivimos acelerados, valorando día a día la capacidad del fracaso social, somos cada vez más efímeros, el presente dura muy poco debido a una impaciencia compulsiva.


Afortunadamente, el odio parece no recaer en la violencia. Ese es el sello distintivo de estos tiempos, a diferencia de lo acaecido en el planeta hace poco menos de cien años. Si el odio no pasa de la declaración virulenta tal vez obedezca a que es mucho el precio a perder si las cosas se van de las manos. Cada tanto podemos apreciar las consecuencias de ese proceder. Suelen pagar justos por pecadores en el momento en que una protesta se manipula, dando paso a la violencia orquestada que se sale del cauce del guion. La fragilidad de nuestras democracias parece radicar en la imposibilidad de descubrir -aunque está al descubierto- la mentira más que en su inmediata eliminación. La libertad de expresión a la que aludimos en momentos de zozobra parece gozar de una confusión conceptual: nuestras ideas, pensamientos o juicios de valor no son susceptibles de pruebas de verdad ni aptas de sanción por sí mismas, sino de legítimos límites que garanticen derechos y libertades de las sociedades democráticas.


No estamos conciliando la expresión de ideas o pensamientos maliciosos con el mantenimiento de un orden público que mantenga la protección de la reputación y los derechos ajenos. La situación se antoja como una representación teatral que apenas aspira a vodevil donde quienes odian consideran tener la situación controlada y la aversión parece no arrojar consecuencias violentas -físicas-. En el juego de la dialéctica agresiva se tiene el control de la violencia oral sin llegar al desborde social como en tiempos precedentes. Comparemos la Revolución Francesa con el mayo del 68 y las protestas de los chalecos amarillos: cada vez nos toleramos menos pero nos frena -ni la constitución ni los límites- lo políticamente correcto que nos define como sociables civilizaciones obligando a recluirnos en un teclado donde canalizar la verborrea de una polarización penosa que debilita la calidad del debate público reemplazada por la síntesis de una mala palabra que escupimos desde las entrañas… 

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