domingo, 28 de febrero de 2021

De alguna forma de eso se trata vivir

La felicidad no es un ideal de la razón, sino de la imaginación”.

Immanuel Kant – (1724- 1804)



A través de su pluma literaria, la voz de Roald Dahl lo sintetizó: “Si no crees en la magia, nunca la encontrarás”. El budismo, mientras tanto, aspira a que en el momento que se consigue un objetivo deseado, la satisfacción sea breve ya que en verdad importa, la experiencia enriquecedora en el proceso hasta conseguirlo. “El secreto de la felicidad no se encuentra en la búsqueda de más, sino en el desarrollo de la capacidad para disfrutar de menos” según filosofaba Sócrates, nos aleja del concepto que invariablemente sostiene nuestra ilusión, fascinación y esencia de alcanzar en todo nuestro desarrollo el tan liberador objetivo de un final feliz.

Llevamos un año esperando un final feliz para esta epidemia. Estamos seguros que eso sucederá pero, de momento, los derroteros de esta crisis mundial no auguran ese mundo mejor que sucederá. A la salida de una depresión siempre se menciona la vista fija hacia un inmediato futuro mejor. En la tensa comodidad de nuestras casas aguardamos protegidos con la mantita en el sofá el efecto positivo de la vacunación, mientras leemos, miramos series, películas o en noticieros la posibilidad de un mundo más amable, donde el brete del momento finalmente nos haga mejores personas. Es que invariablemente, aspiramos a ese final feliz de un futuro mejor. Y en esa aspiración tal vez se va las vidas de todas las generaciones que han habitado este planeta.

Al promediar una novela, serie o película, aspiramos a que la trama que se tuerce alcance un final bonito, que los sufrimientos alcancen recompensa. También aguardamos por un bello desenlace ante un accidente, un difícil tratamiento, una situación límite, un despido, una pérdida, una contingencia que a las claras nos acerque a un barranco emocional. Tal vez se deba a una sensibilidad moral que nos reanime o revindique ante la sensación siempre presente -más en estos tiempos- donde no parece haber limite al sufrimiento e injusticias de la vida corriente que contrasta con ese marketing de mundo feliz en que nos ha enroscado esa sociedad voraz del capitalismo. El final feliz parece un rémora, la vida rara vez remite al miedo que nos acompaña sobre el futuro, esa tensa vigía.

La sensación más pletórica al salir de un cine es sostener la atmósfera y espíritu de felicidad que otorga una trama que termina bien. A nadie le satisface esa necesidad evidente que para obtener un premio se debe eternamente aguardar haciéndolo siempre con la misma actitud positiva de plantear hacer las cosas bien. Nuestra vida proyectada necesita la recompensa de no ser, finalmente, lo que logramos ser. Será por eso que aspiramos a la huida del dolor a través de la permanente necesidad de satisfacer un placer, como dijo John Stuart Mill: “el deseo de ser feliz está por encima de todos los demás deseos”. La vida real tantas veces parece ser otra cosa, así todos casi siempre necesitamos creer que podremos aunque todo se orienta hacia el desconocimiento de no saber si podemos. Filosóficamente a nuestra sensibilidad ética no se le concede una satisfacción sencilla.

A veces sucede que lo que prima es que el final responda a las expectativas. Por eso tantas veces aceptamos un mal final pero que sea acorde con la situación en general que se planteó. Dentro de todo, es lo más feliz que pudo ser. A veces somos activistas, por necesidad, del entusiasmo ante la desgracia, el poder aspirar siempre a ver el vaso medio lleno. Zygmunt Bauman recordó lo básico de nuestros anhelos, la búsqueda de nuestra felicidad a pesar de que el individualismo y yoísmo amplían cada vez más el reino fetichista de las mercancías. Internet nos ha abierto un mundo pero para algunos, lo que se ha generado es la duda de que siempre habrá algo mejor a lo elegido, esa búsqueda de satisfacción que nunca pero nunca se verá colmada. Esa famosa libertad sin seguridad que nos conduce, lamentablemente por nuestras mentes, al caos. Por eso regreso a la sensibilidad ética, se busca en el interior para alcanzar el fondo del sufrimiento que nos acompaña no tanto para sentirlo, sino para poder comprenderlo e intentar remediarlo.

A partir de la crisis del año treinta del siglo pasado denominada “la gran depresión”, surge en Holywood la necesidad del final feliz. Para Edgar Degas, pintor francés del siglo pasado, “el arte no es lo que ves, sino lo que le haces ver a los demás”. De ahí que ante tanta oscuridad se planteara la alternativa necesaria de considerar que todo lo torcido pueda terminar de la mejor manera. Tal vez esa ilusión sostenga a esas naciones o comunidades que se desmoronan a los ojos de casi todos menos a los de sus fanáticos. Cuanto más sabemos, parece que más ciegos nos volvemos. Los desenlaces ante la tragedia parecen cercanos al poder optar al mal menor que deje la valoración de la enseñanza. El final feliz no puede ser gratuito, no suele caer del cielo como acto de justicia divina. Tal vez por eso nos guste tanto el concepto de magia por sobre el de ordinario.

Al finalizar la Segunda Guerra el cine impulsó esa obligación de ser otra cosa, para desgracias ya estaba la vida. Rod Hudson o Cary Grant representaban todo aquello que se necesita para ser feliz, sin tener en cuenta la vida desgraciada que los actores escondían al apagarse los grandes focos. Las historias solo debían terminar de la manera más optimista ya que nuestro cerebro se lleva de los pelos con la incertidumbre. Si bien nos consideramos como sobrevivientes nos cuesta movernos dentro de un entorno donde no podemos tener nada claro lo que ha de suceder. Las fatalidades son presencias recurrentes en los destinos pero, a su pesar, sostenemos con énfasis la confianza por sobre las expectativas. Estas últimas son aplicables a circunstancias concretas por lo que al no depender de nosotros, genera más frustración.

Entonces desde marzo 2020 buscamos series o pelis que no tenga zoombies, vampiros ni distopías, reguero de sangre, anodinas truculencias mafiosas como las de Toni Soprano, el declive ético de un Walter White, o la resignada eterna derrota de Jimmy McNulty en The Wire o de cualquier antihéroe para seguir el anhelado triunfo de Beth Harmon en “Gambita de dama” a pesar de que el abandono, soledad y necesidad del alcoholismo como revulsivo definieron su carácter triunfador. Los británicos entre el Brexit y el covid están optando por series que definen como happy places o series felices, permitiendo la licencia de ofrecer dramas como “Its a sin”, donde el canto al amor, la vida y a la amistad disimula en parte, el drama de otra pandemia, el SIDA, que repite la historia y la manera de vivirla con lo que nos acontece en estos momentos. Una felicidad vivida en la opresión no sería una auténtica felicidad, tal vez ciclicamente en momentos de confusión y oscuridad un final feliz aspire a limitar los daños y sufrimientos que imparte nuestra vida corriente, complaciente con nuestro costado más frágil... 

 


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