jueves, 13 de febrero de 2020

La película de nuestra vida


“El cine más interesante de hoy día viene del tercer mundo, porque esa gente tiene algo por lo que luchar. Nosotros no hacemos más que describir permanentemente el asco que sentimos de nosotros mismos”.

Michael Haneke, guionista y director.


A estas alturas es necesario definir si es un arte de masas o de minorías. Si nos basamos en las recaudaciones, promociones, merchandising y gastronomía -entre otros mercados posibles- que mueve, diríamos que es un arte para todos. La presencia segura en los grandes centros comerciales parece asegurarlo o, confundirnos. Porque es masivo el concepto comercial pero no la movilización que cada uno realice para plantear un esparcimiento. El cine es comercial pero cada tanto nos topamos con aquellas salas que defienden y promocionan el famoso cine no comercial, selecta palabra. Y si lo pensamos subjetivamente, algunos podemos definir al cine como un arte menor, porque puede hacer posible la representación de las minorías, no en las salas sino en las historias que se producen.


Y si definimos a una minoría no lo podemos hacer de forma cuantitativa sino que a través de la difusión de algunas películas, podemos acercarnos al conocimiento de otras realidades, pequeños mundos, variados puntos de vista sobre asuntos históricos o sobre realidades del presente, pasado y la proyección -bien aplicada la palabra- del futuro. Esta característica no es exclusiva del cine, cualquier actividad artística es para una minoría que se ve cercada por la masividad que la sociedad de consumo fue acercando a las multitudes al arte. De esta manera se descentra el poder -y quien lo maneja- de los servicios para pasar a ser una distracción permanente y evasora en vez de un ideal de valores, ideas, pensamientos o actitudes.

El cine masivo parece estar puesto a servicio del poder de turno, porque su función parece ser solo la de divertir sin más compromiso que el de propiciar una salida que sea amena y que se complemente con bebidas de refresco, helados, golosinas o hamburguesas. Este tipo de representación viene a reemplazar casi hasta erradicar en la palabra minoría a aquellas filmaciones que procuraban educar sin dejar consciencia de que nos educaban. Para muchos una filmación era un método más para mejorar sus conocimientos conceptuales, culturales e ideológicos que permitieran una ayuda más para definir una personalidad. El cine se convierte en un fiel reflejo de las sociedades y en estos momentos, solo parece orientarse hacia un producto más de la sociedad de consumo.

Desde sus orígenes el cine nos atrae porque evoca parte de nuestros sueños o derroteros y sin el agregado de la fantasía no podríamos sostener nuestra experiencia de la realidad. Una película nos permite tantas veces deambular por nuestro interior aflorando emociones que a veces, no son sencillas de asomar o manifestar. Por eso permite la catarsis a la vez que libera pasiones que nos enfrentaban con el dominio de esas pulsiones para poder aportar a nuestro inconsciente, además de un rol protagónico similar al del actor, el percibir de manera diferente realidades que nos podrían estar sucediendo a nosotros y que por suerte, solo afligen a anónimos conciudadanos. Una película permite dimensionar las minucias cotidianas y arroparlas hasta convertirla en símbolos. Somos espejos de nuestras sociedades pero el poder controlador trata de definir cuáles son las características de nuestros estereotipos. De ahí que cuando escuchas una información estadística donde dice que “somos de este modo” en realidad, la mayoría de las veces no deberías sentirte representado (“se lee como mucho un libro al mes”, “se gasta promedio 200 euros en lotería de navidad”, “cada ciudadano dilapida, en promedio 150 kilos de comida al año”, “en rebajas cada ciudadano gasta 120 euros anuales”). Pero ante la reiteración del mensaje, termínanos aceptando que somos lo que no somos, sino lo que quieren que seamos. Y ahí, es donde la propaganda se adueña de nuestra vida cotidiana. Y por eso, entre tantas otras cosas, festejamos San Valentín, Haloween o necesitamos para ir al cine, la butaca ergonométrica, el corte de publicidad a la mitad del film, el bote familiar de palomitas de maíz o la posterior ingesta de fat foot.

Obediencia automática ha reemplazado a la filosofía de la creación. Si quiere graficar el concepto, observe las peculiaridades de un videojuego. Nuestros menores se someten a recibir y obedecer órdenes, pero les dicen que esas pantallas son el máximo exponente para su imaginación creativa. Dócilmente son pocos los que se resisten a esa falacia, no hay ejercicio de imaginación en responder a la imaginación de la pantalla, sino la pericia para saber moverse entre directivas. Pero es llamativo, a su vez, otra falacia cada día más peligrosa: un docente no puede ni debe darte ordenes, sino que “deben” seducirte y el contar historias podría ser el mecanismo aceptado para hacer amena la formación del joven. Los que superamos el medio siglo de vida podemos contrastar -si es que no somos parte de esa mayoría- que no es verdad que necesitemos historias interesantes para abordar una formación o punto de vista. La vida no puede ser distracción y es ahí donde las artes se convierten en minorías para los que entienden en verdad su significado, no hay nada más desgarrador que una película no comercial, pero a su vez, no volvemos a utilizar ese servicio por masoquistas, sino para seguir en movimiento, pero no de distracción sino de formación, de búsqueda de valores y empatía u otras prácticas transversales que intenten hacer frente a la política que ha vencido, la de mutilar la subjetividad hasta castrarla y empobrecerla.

Nos afirman que el mundo ha cambiado y que a nuestros hijos debemos estimularlos para que acudan a la “fiesta de la vida”. Entre sus predicas sostienen que todo es posible de ahí que las representaciones lúdicas y culturales parezcan estar orientadas a cumplir todos tus sueños. Me aflige pensar que mi abuelo no pudo cumplir su anhelo de volar en parapente, hacer una quedada para enfrentarse al pinball con sus colegas, jugar en red al Fornite o tener la posibilidad de tener mil amigos en Facebook. Tal vez mi abuelo no estuvo “tan” rodeado por amigos virtuales o superfluos, tal vez pocas veces pudo darse el gusto de compartir una butaca de cine con otras personas que experimentaron a través de un juego de luces y sonidos, la posibilidad de que se abriera un mundo irresistible donde pudiéramos ser protagonistas. Por ahí mi abuelo no pudo acceder a la cartelera de cine porque por una cuestión económica era una atracción de minorías, como casi todo en su vida. Nosotros tenemos la posibilidad de ver el arte como una expresión minoritaria que nos permita participar de manera peculiar, no como protagonistas obedientes sino como medio para poner límites al poder dominante de dar órdenes y sugerencias de amistad y acceder a dejar de lado el papel de simulacro, que tan aceitado tiene el mundo del entretenimiento, aunque a esta particularidad de resistencia hoy se la defina como subversiva y no como singularidad…

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