viernes, 3 de enero de 2020

Silencios que prefiero callar


“Camina lento, no te apresures, que a donde tienes que llegar es a ti mismo”.
José Ortega y Gasset.

Nunca imaginé que tuviera unos ojos verdes tan hermosos. La conmoción por volver a verle, y en esas circunstancias, me distrajo unos segundos. El resto del tiempo de esa primera visita a la clínica se lo llevo la sensación de esa mirada tan hermosa que no lograba descifrar si me quería o podía comunicar algo. Tarde más de un cuarto de hora en tocarle la mano, lo hice en un momento en que su respiración era un grito desesperado por seguir sintiendo. Estaba en plena crisis respiratoria, una de las tantas que ha sorteado en este tiempo. Un tipo que lee escribe y cree en el lenguaje, no tenía palabras. Es que no sabía que decir que para él, si me estaba escuchando, tuviera sentido. No estoy preparado para el dolor de los míos, o para mi dolor ante los míos.


Un día todo se detiene. Hasta parece una llamada de atención cruel a todo el tiempo que se corre sin sentido, creyendo que se va hacia tantos lados. Hay tanta prisa por correr. El escritor Severo Catalina (1832-1871) sostenía que “Progresar no es correr, es subir” y en mi mucha o poca experiencia, siento que el pasado es la pierna en la que te apoyas para avanzar. Pero avanzar es todo un problema filosófico. No se si vale la pena intentar razonarlo, hay una persona a la que quiero que apenas puede mirar, y no se si mira. Pero para mí progresar también es subir, y no hablo de inmortalidad o de nada eterno. Somos efímeros, pero con sentimientos inmensos e intensos. Y algunos tratamos de ser fieles, aunque nos cueste. Y ahí es donde debemos subir, donde podemos siempre mejorar.

Si hay cosas que uno no logra olvidar, seguramente esa mirada hermosa de color verde esté en mi listado esencial. Pero regreso a cuando todo se detiene, porque él indudablemente dejó de un momento a otro, de hacer las cosas que hacía. Así, en cuestión de segundos, en decisiones intensas que los familiares deben tomar, en un quirófano donde todos entramos con la fe de que al despertar, salimos. Que volvemos a correr, que a lo sumo debemos aguardar unos días o semanas para volver a hacer las cosas que hacíamos. Tal vez ese sea el relato de lo que somos, personas que necesitamos hacer, al menos, las cosas que siempre hacemos. Y también subir, progresar. Pero no olvidar que detrás de una persona hay un organismo, al que no prestamos atención pero que manda.

Estar en coma no es más que estar entre la vida y la muerte, sin saber bien de que lado se está. ¿Cuáles son las opciones? Volver, marcharse o quedarse así. Reflejos y ciertos movimientos pueden ser la respuesta médica ante miradas o dedos que se mueven solo un segundo, cuando se trata de un daño cerebral ocasionado por un derrame o traumatismo. Pero no es un hecho aislado, lo han definido como una epidemia silenciosa. Pero no es silenciosa para nosotros, los que estamos del otro lado de la cama, necesitamos ver respuestas, mejoras o indicios en esos reflejos y nos la pasamos elucubrando teorías o sensaciones. Esa mirada verde no se merece estar ausente, la persona tampoco.

Me acuerdo de una final de futbol, allá por el año 1979. Yo tenía doce años, el cuarenta. Se hizo por un tiempo socio del club, y en esa temporada fuimos a varios partidos juntos. Esa final la ganamos pero empatando. Y sufriendo, demasiado. Nos salvó aquel portero que para nosotros es mítico y que para el resto del mundo no es tan mítico como su mítico portero. Pero Fillol era una muralla tanto física como mental. Y yo sufría al lado de mi tío y mi padre para salir campeón. Hace poco se cumplieron cuarenta años de esa fecha, yo tuve dos recuerdos tristes: uno que mi equipo fue campeón pero no tuvo brillo, y la otra es que mi tío estaba sentado con nosotros en la platea centenario. En este viaje, además, fui a retirar mi carnet y medalla por ser socio vitalicio.

Tengo más recuerdos, su Fiat seiscientos. Mi primer veraneo con mis tías y con él y su familia. Estacionaba el Fiat en una loma e imagino que el freno de mano sostenía ese declive. Era más niño que en 1979, jugábamos los primos a ser grandes y alguno tuvo la idea de simular en el coche que éramos conductores. Seguramente toqué el freno de manos y el coche se fue hacia atrás y recién ahora me río al acordarme del miedo dentro del coche y la cara de mi tío, afuera, al salir al rescate de todos, incluido del “fitito”. Imagino que esa será la única cagada que puede recordar de mí, mi tío. O también como siempre hacia renegar a su hija mayor, mi prima. Pero no decía nada, el tipo que era un coloso no se enojaba nunca conmigo.

Cuando me enteré lo sucedido hace cinco meses me sentí culpable, además de dolorido. En los últimos viajes no lo había visitado, quizás por parar en casa de mis padres y estar tan cerca lo he ido postergando porque se suponía que lo haría en cualquier momento. Pero no lo hice. Y es ahí, donde el tiempo se detiene, donde uno se siente arrepentido de no buscar más minutos para ver a sus seres queridos. Y eso que siempre lo digo, cuando la distancia me quita la habitualidad de cumpleaños, fiestas o motivos familiares, le aconsejo a los que están cerca que no dejen de verse. Pero somos olvido hasta que colapsamos, hasta que todo se detiene en forma tan brusca. Y es ahí, ante el coma, que el otro despierta.

Puede ser que vivamos una época de cambios, difícil de asumir o incluso de experimentar. Hemos de aceptar la vida pero así todo pataleamos. Nadie quiere estar a la intemperie, nadie quiere estar solo ni enfrentarse a la realidad. Nos la pasamos enojados, criticamos a unos y otros, cambiamos agradecimientos por indignación, se genera un victimismo del tipo sentimental que niega todas nuestras responsabilidades ante la negligencia de un sistema, de unos líderes, de un progreso que a veces nos atrasa. Todo se explica por una supuesta ausencia de logros en esa carrera corta que es la vida. Así todo nos despertamos cada mañana y tantas veces, repetimos el error del olvido, tal vez porque se tiene. Somos cabezas duras, solo extrañamos cuando no lo tenemos.

Mañana regreso a mi realidad. No se si lo volveré a ver, asumo que la de ayer pudo ser la despedida. No le pedí perdón por no haberle visitado las dos o tres últimas veces. Le di un beso largo, le dije que regresaba a España y apoyé mi cara en esa frente que de a ratos, sus cejas parecían parpadear. Le dije que le quería, algo que no lo dije nunca y el siguió mirando, los ojos bien abiertos. Y me fui a brindar el año nuevo con los míos. Pero a la medianoche me acordé de esos ojos verdes y decidí irme a dormir. No sentía motivos para festejar, el coma me está privando de otro tío. Pero lo paradójico es que el coma me ha mostrado unos de los ojos más lindos, intensos, perdidos y sentidos que he visto en toda mi vida…

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