domingo, 1 de diciembre de 2019

Yo no pedí nacer así, son cosas mías


“Estamos llegando al fin de una civilización, sin tiempo para reflexionar, en la que se ha impuesto una especie de impudor que nos ha llegado a convencer de que la privacidad no existe”.
José Saramago

La sensación que transmiten nuestras sociedades modernas es extender cuanto se pueda la exposición en todos los espacios sociales donde la persona no se sienta completa sin esa mirada aprobatoria de su sociedad íntima. “Todo el mundo tiene tres vidas: la privada, la pública y la secreta”, alguna vez declaró Gabriel García Márquez. Elías Canetti también opinó: “Leernos sí, pero no conocerlos” para referirse a la privacidad del que oficia el arte de escribir. Pero hoy parece difícil separar las tintas, se juzga por un todo y a veces no se tiene en cuenta la faceta que sólo se debería valorar, en este caso la escritura, su función pública.


Seguramente los datos biográficos del autor sean esenciales y relevantes para comprender críticamente una obra. La relación vida obra de un escritor se ha ido deteriorando, y tantas veces el conflicto mediático se utiliza como técnica de ventas. Rechazar una buena lectura por no coincidir en aspectos personales o políticos quizás nos priven de conocer un punto de vista esencial en el desarrollo de una idea. Si exigimos la perfección en la vida del artista tal vez corramos el riesgo de perder la perfección del arte. La escritura de un clásico universal no da derecho a que la vida del escritor sea modélica o ejemplar porque escriba como escribe. Más de una vez hemos topado con ejemplos de personalidades nefastas pero dueños de un arte que pudo habernos conmocionado a través de su lectura. Es harto frecuente que una persona miserable sea capaz de expresar la sublimidad. Y también es harto posible que la gran cultura no haga mejor a los seres humanos. Es tan vieja la discusión sobre los buenos escritores, las malas personas.

Tal vez la figura que debamos contemplar para justificar este conflicto es la eterna necesidad de superación que nos gobierna. Así podríamos alegar conductas privadas que contradicen con la grandilocuencia del arte que practican. Tal vez la escritura no mejore las capacidades personales del creador, pero sí condicione de por vida nuestra andadura, la de los lectores o admiradores de la cultura. Nos equivocamos en enamorarnos del artista, solo debería contar sus obras. La identificación o la búsqueda de semejanzas es un mal necesario a la hora de recabar referentes en las sociedades que habitamos. Si bien la personalidad de un escritor estará siempre presente en su obra, el lector solo debe decidir si lo que lee le gusta independientemente de lo que piense de su creador.

“Puedo escribir los versos más tristes esta noche”, el hombre que encarna la vanguardia poética por excelencia y es quizás la figura central de la cultura de izquierda, ha sido también capaz de negar a su primera esposa no solo la ayuda económica para mantener a una hija en común enferma (hidrocefalia), sino que no la volvió a ver desde sus dos años y ya no se si es peor, no ha hecho un solo esfuerzo por otorgarles un salvoconducto de canje de ciudadanos que les hubiera permitido ser rescatadas de una Europa sumida en las miserias y penurias de la Segunda Guerra. Si hasta aquí no sorprende el contraste, agregar que Neruda fue esencial para rescatar en el exilio a dirigentes socialistas españoles en peligro, sacándolos de aquella República Española asediada.

Aguantar a Charles Dickens era un verdadero tormento. De Flaubert se decía que pagaba por tener sexo con adolescentes. Louis Ferdinand Céline estuvo involucrado en acciones criminales además de haber sido colaboracionista nazi. Norman Mailer cuando sufría de frustración creativa era capaz de intentar matar a su esposa. Gabriela Mistral generaba confusión a sus editores al comprobarse las preferencias sexuales lesbianas, llegando al extremo que para muchos de sus seguidores fue como una traición personal, ya que era impensado que hubiera podido escribir el “Poema del hijo” con aquella frase: “Un hijo, un hijo, un hijo, yo quise un hijo tuyo”. No parece coherente censurar el pasado visto desde el punto de vista del presente, de ser así no podemos valorar los textos de Céline, Víctor Hugo o Alejandro Dumas, que han sido magníficos por su contenido y no por el contexto histórico de la intimidad de las personas del momento.

El tambor de hojalata, escrito brillantemente por Günter Grass permitió despertar a la sociedad alemana de un largo letargo generado por el nazismo. Grass se valió del recurso de que Oscar Matzerath se negara a crecer a partir de cumplir los tres años, retratando de este modo la infantil manera de enfrentar un sinsentido de destrozar un continente dos veces en treinta años, ridiculizando la grandilocuencia de un Hitler que se creía el mesías. Pero en el momento cercano de su muerte lo que afectó de Grass fue su participación adolescente en las juventudes hitlerianas y las SS Schultzstaffel, como si su brillante alegoría histórica estuviera manchada por la mentira o el desliz del silencio. Él prefirió contarlo cerca de su muerte, para no dañar lo brillante de su línea de pensamiento filosófico que le destacó como un escritor comprometido. Sus detractores tal vez no pudieron entender algo elemental, la juventud es el peor escenario posible a la hora de caer fascinado por una seducción estúpida. Fue un escritor comprometido con el papel donde ha plasmado las peores preocupaciones y contradicciones del ser humano, aun las que le tocó vivir en primera persona.

Podemos definir como personalidades arrogantes o maníacas además de ser egocéntricos recalcitrantes capaces de generar los peores momentos a sus entornos a verdaderas leyendas como Tolstoi, Brecht, Canetti o Naipaul, a quienes más de uno definió como "letraheridos". Podemos recordar mujeres que padecieron distintos tipos de violencia de parte de sus esposos escritores, como el caso de Cissy, la mujer de Raymond Chandler. Podemos recordar las acusaciones de pedofilia a Nabokov, o la biografía de Barbel Reetz, donde desollaba la figura de Hermann Hesse y el pésimo tratamiento que dispensó a las mujeres que decidieron compartir con él su vida.  Revisando en la memoria podemos recordar problemas neurológicos en escritores como Poe u Horacio Quiroga y algún día deberé escribir sobre el suicidio del escritor, algo que se repite con relativa frecuencia, siglo a siglo. Más “liviano” es el poder confrontar con la ideología política extrema, machismo o antisemitismo de muchos grandes escritores, como la suposición racista en los escritos de T. S. Elliot. Es variada como en botica la problemática del artista.

Los lectores estamos empecinados en la verdad poética y la voluntad de la verdad que poetiza una historia de ficción. Tenemos la avidez de ser fieles seguidores y desde el púlpito de la idealización poder condenar o ensalzar ya no su obra, sino sus acciones personales, incluso aquellas que no revistan trascendencia. Se acabó la época de recabar escasa información de un escritor a través de la solapa de su libro. Las giras de presentación de un texto son encaradas con una agenda mediática similar a la de una estrella del rock and roll. Se puede extrañar el morbo del anonimato o el sentido estricto de la lectura. Ya no podremos alimentar el misterio de saber quién es o dónde está Thomas Pynchon, donde la mejor promoción de sus obras eran sus obras o la curiosidad de descubrir su invisible paradero en su día a día. Se terminaron aquellas épocas donde un escritor podía ser universal por sus letras, pero ante todo, su literatura era considerada el primer borrador de un ser humano…

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