sábado, 22 de julio de 2017

Afuera el mundo sigue, soy uno más buscando en el mar

“El hombre más bello es el que regresa del lugar más lejano”, ¿qué podemos decir de Ulises que además realiza ese viaje nadando?
José Balza, escritor, ensayista y educador venezolano – de su libro Percusión

He tardado años en dominar el arte. Porque se requiere más de un talento para poder llevarlo a cabo. El mental, es fundamental. Sin la seguridad que el pensamiento positivo te brinde, puede convertirse en una empresa imposible de encarar. Y la seguridad te permite alcanzar un par de estados: uno es el de la meditación, otro es el equilibrio físico. Pero quizás el más anhelado es el de liberación, es encontrar la armonía de tu propio cuerpo en contacto con la naturaleza más liquida. He tardado años en sentirme libre, pero llevo dos décadas disfrutando como si se tratara de una experiencia arcaica en lo personal, un placer inequívoco. Tardó en comenzar por una apresurada y torpe enseñanza de mi padre y por el demasiado temor o respeto que le tuve a la materia. Y en la tierra donde nació mi viejo encontré mi mejor brazada, comprendí que tenía mi propio estilo, disfruté poder ir a nadar pensando que incorporaba un hobby, pero lo que alcancé fue el entendimiento de una soledad magnifica que me permite estar a gusto conmigo mismo.


“Alemania declara la guerra a Rusia. Por la tarde, me fui a nadar”, a pesar de ser una afirmación desoladora la de Frank Kafka, aquel 2 de agosto de 1914, el símbolo de este minirrelato pueda significar que, a pesar de la barbarie inminente, el efecto reparador de la natación podría disimular los días intensos que sobrevendrían. Por otro lado, Kakfa acudía a nadar con bastante habitualidad a pesar del eterno conflicto con su cuerpo, entre otras cosas, para poder ejercer uno de los tantos privilegios que aporta la natación: no hablar mientras nadamos. También solía remar por el Moldava, se desfogaba en estos deportes, quizás para permitirse conocerse a sí mismo -más allá de marcar la literatura de la segunda mitad del siglo XX – ya que era un hombre con demasiados conflictos personales y problemas físicos, que lo llevaron pronto a la muerte. Pero gustaba de nadar, como si en ese acto pudiera atravesar ese rio ilusorio que le permitiera arribar a una orilla, justo Kafka, quién siempre se sintió oprimido en su Praga natal.  

Nadar no es solo positivo por una cuestión física o de salud. Es también fundamental para el espíritu. A pesar del esfuerzo y el cansancio, lo bien que uno se siente cuando alcanza la orilla y finaliza una larga sesión de brazadas es beneficioso para nuestra salud mental. A mí, la cercanía del agua me relaja, me calma y tranquiliza. Es inspiradora, porque me permite mejorar mi continuo aprendizaje. El mar transparente que puedo gozar en estas tierras me acentúa esa sensación de paz al zambullirme, mejora mi autoestima y no es un juego de palabras, me mantiene a flote.

Y recuerdo con tristeza mis primeras experiencias. Mi madre me propuso clases en el club como para aprender algo que se insinuaba que sabía. Pero yo guardaba miedo en la misión, y una tarde de sábado, mi padre en complicidad con mi tío -su hermano- aprovechando que caminaba distraído cercano a la parte honda de la piscina, me dieron un aventón jamás solicitado, y dentro de la posterior confusión, perdura en mí la indiferencia de ambos de verme manotear y gimotear sin sentido, como no encontrando la salida. A duras penas, me aferré a uno de los bordes y logré salir, ante la risa absurda de ambos. Mi cara de enojo motivaría lo jocoso del accionar de los hermanos, pero ese hecho nimio me alejó mucho tiempo de las profundidades. Si bien me tiraba a la piscina, aprovechaba el arrojarme para pasar con mayor prontitud la zona honda de cualquier piscina y sentir el resguardo de hacer pie. Con esa constancia, me permitía practicar brazadas o buceo, pero no logré durante mi adolescencia esa liberación que el agua propone.

Y simbólicamente fue mi viejo el que me devolvió la armonía con las profundidades. Al venir a vivir al lugar donde él nació, me tentó la tranquilidad de este mar y me permitió superar esa, hasta ese momento, perpetua resistencia. Todo comenzó con una treintena de brazadas para retornar al lugar donde el pie controla el suelo. Pero el desafío fue en aumento, y en breve me encontré frecuentando largas sesiones de natación, donde yo era el principal sorprendido, la armonía de mi respiración, el disfrute evidente y la tranquilidad que te genera esta actividad, hablaban de una persona bien distinta. Quizás ese día me sentí adulto, tal vez por vencer un fuerte miedo. Aunque esa maduración no se pueda alcanzar nunca, uno esta atiborrado de temores que no alcanza a veces a superar. Pero el sacar la cabeza para respirar y observar el azul perfecto del cielo y meter la cabeza para bracear y comprobar lo cambiante que puede ser el color del mar, además de mejorar mi colesterol malo, me permitió comprender la metáfora de Kafka: se puede nadar libremente y es posible liberarse nadando.

Y genera un efecto narcisista, no se puede negar. El cuerpo parece gobernarse a sí mismo, como un ente autónomo en un medio que no ofrece más soporte que flotar, y avanzar en base a un armonioso movimiento de brazos, piernas y cuello. Esa libertad podríamos decir casi carnal supera a veces esa otra libertad esporádica de poder elegir otras cosas, porque avanzamos en un medio que no es el nuestro por naturaleza, pero sabemos someternos a sus designios.  Nadar es flotar, es como volar, es como sentir una especie de supremacía. Además, como al pasar, dicen que es el ejercicio físico más perfecto. Trabaja todo el cuerpo y te puede ayudar a mantener una posición erguida hasta la misma vejez. Acaso no sentimos envidia al ver a una persona mayor prepararse para entrar al mar y ver esa postura de dominio en su cuerpo, que lo prepara únicamente para esa ceremonia, sin importar si hace frío o si se tiene pereza.

Hace un par de años me cuesta sostener un ritmo de brazadas. Me estoy sintiendo viejo, quizás de espíritu. Al entrar al agua, ya siento un frío que antes no me molestaba y de forma particular, me ha sucedido una vez un perverso juego mental que se ha mantenido hasta la fecha: adentrado en el mar y sosteniendo un tranquilo ritmo de brazadas, mi mente se preguntó en el medio del “paraíso”, que pasaría si me diera en ese momento un infarto, ya que no tengo ni idea de cuál es mi estado físico en general para estar nadando, como si no hubiera transcurrido un año desde la vez anterior. Generó un efecto inmediato, me di la vuelta y presuroso, intenté acercarme a ese suelo que devuelve a la realidad, el hacer pie es dejar atrás la liberación. Este es el tercer verano que debo pelear con mi cerebro, órgano que no da paz siquiera en las vacaciones.

Uno de los pocos cuentos que han superado una buena crítica de todos los que he hecho, se refieren a mi propio naufragio como metáfora. Despertaba sin sentido -los sueños se especializan a veces en dar pinceladas ridículas- en el mar, rodeado de elementos que denotaban un naufragio, el mío. Era una época convulsa -como si no lo fuera siempre- y el cuento basaba en el ejercicio mental para obtener una liberación y cambiar de rumbo. En esa época aún no nadaba con habitualidad, pero utilicé la soledad del océano como decorado para reconocer lo perdido que me sentía. El cuento termina bien -aunque varios lectores interpretaron lo contrario, de ahí lo peligroso que resulta compartir tus pensamientos o escritos- y me retiro con unas brazadas armoniosas en la búsqueda mi nuevo destino. Este cuento a veces me acompaña, estará perdido en algún disco externo y tengo una amiga que guarda una edición impresa del mismo, aquí en el país vasco. En este blog ya he escrito anteriormente sobre el hecho de nadar – aunque no me acuerdo el momento y no quiero buscar el link- pero el verano que ya está entre nosotros me tiene que ayudar a dejar de sentir ese frío que es sólo interno y mi mente se debe olvidar de la posibilidad de un infarto. En el medio del mar la cabeza solo debe pensar en repetir los movimientos y sentir el placer de estar conviviendo con la naturaleza, obteniendo una infima parte de protagonismo. Y el agua me relaja, y aquel cuento que hasta ganó alguna vez un segundo premio, me recuerda a un profesor cubano que en algún momento me quitó otro miedo intenso, el de no poder escribir. Él me ayudó en el destierro, sin apurar mi brazada, a no ahogarme en ese vaso que es la vida. Por eso hoy, me zambullo en varios recuerdos: mi viejo, el mar, los escritores que tan bien sintetizaron el respeto que el agua genera y mi querido profesor de literatura, que seguramente resistirá las inclemencias de su país de acogida. Espero que siga a flote…

PD: ¡saludos Amelio!


PD 2: Encontré la vez anterior que escribí sobre nadar. Fue en 2015 y ya mencionaba ese frío interno que me alejaba del mar adentro. Es hora de superar lo gélido de mis huesos o de mi alma…

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