lunes, 4 de mayo de 2015

Mis amigos son unos atorrantes


“Se puede confiar en las malas personas… No cambian jamás”
William Faulkner

Siguiendo los lineamientos de un imaginario manual, el arma principal de un óptimo escritor lo brinda su lenguaje. Para esto es indispensable manejar un frondoso vocabulario, refrescando periódicamente conocimientos generales, sin descuidar el buen uso gramatical. Tener opinión propia también es importante, y disfrutar de imaginación para plantear situaciones por escrito, lo que motivará o no, que tengas seguidores de tus publicaciones. Trato de unificar todos esos dogmas, más allá de tener o no éxito en el emprendimiento. Aunque en el actual mundo tecnológico, reconozco que en los últimos dos años, persiste en mí una falencia dolorosa, contundente: Aun hoy, en los distintos comentarios de mis ciento setenta y una entradas, mi blog no ha despertado la curiosidad de los trolls.

La tecnología y la psicología persiguen diversas teorías para justificar qué son los trolls y porque existen. Más allá de que algunos son personajes pagos que “ofician” de trabajadores, creo comprender que en su mayoría, se trata de personajes normales, con trabajo digno, familia estructurada, pero que en sus intervenciones sociales, se transforman y alteran el concepto que puedes guardar de ellos. De la nada, sin apariencias de interés, pueden regalarte un mal trago, una opinión o discusión que bombardee el buen clima de una reunión familiar o de amigos. Y en la web, se puede sentir más respaldado, el anonimato le permitirá soltar con más tranquilidad esa especie de inquina social que le persigue.
Cuando vivimos en un mundo que todo accionar conlleva un nombre a la manera de titular, el “efecto internet”, afirma que algunos usuarios entran en un espiral de delirio de grandeza y supuesto poder, cada vez que se conectan a la red. Una vez fuera de los navegadores, retorna a su vida normal. Aquellos que estudian nuestro accionar, contemplan que los habitantes de la web, pueden satisfacer finalmente acciones a las que no se animarían en su cotidianeidad. El ludópata digital es posible que nunca haya pisado un casino, el pornógrafo virtual posiblemente nunca habitó la mala vida, y el comprador impulsivo de los carritos de las páginas web, no fue habitué nunca de las grandes tiendas. De ser cierto, es indudable que el “opinador” puede sentir comodidad de expresar su eterno disconforme en los escritos de los demás, y si los llegamos a conocer personalmente, los distinguiremos como opacados, perezosos de mostrar conocimientos o opinión en público.
En nuestro pequeño mundo exterior quien no guarda recuerdo del eterno contra, del persistente demoledor de la armonía grupal. Yo recuerdo a varios, tengo un conocido que ante la posible muestra de alegría grupal por el arribo del calor y de la playa, se apresta a asestar un supuesto golpe sorpresivo, del que ya nadie se sorprende, y te anuncia con una especie de saña, que pasado mañana vienen lluvias y tormentas. Por otro lado, son ya varios los amigos, que al arribar a una monótona reunión, no aguardan ni a estar bien acomodados en su asiento, para hacerte algún comentario político vinculado o no, al sentir de la mayoría presente. Esta aquel, que amparado en tener una precisa sobre cualquier tema, hace de su breve opinión la verdad absoluta. O el respondón que siempre, pero siempre, intentará llevarte la contra, disfrazada de antagonista, desde épocas remotas, cercanas a tu nacimiento. Al proceder de cualquiera de estos casos, la velada ya no trasmitirá ni la frescura ni lo insípido de hasta ese momento.
Así es que creo que los trolls son minoría, el problema es que su ruido afecta y perturba a la enorme mayoría que los frecuenta. Ellos tienen una particular definición de lo que se refiere a pasárselo bien. Ante la debilidad de carácter de un semejante, escogen la palabra indicada para agrandarle sus dudas. Ante la vanidosa ostentación de sabiduría de un mortal, ellos escogen concisas definiciones para cuestionar su buen saber, y enfrascarlo en un alegato subido de tono, que desestabilice al orador, sin llegar a ningún acuerdo, pero dañando la salud mental de aquel individuo que si bien es inteligente, se descompensa ante la burda interpretación que le transmite. Muchas veces nos hemos divertido a costa de la reacción de un conocido, muchas veces el troll de nuestro amigo contó con nuestra complicidad para cinchar al pagado de sí mismo.  La web no es distinta, se nutre de la misma jauría.
El personaje on line, una vez instalado frente al ordenador, desarrolla cinco fuerzas psicológicas, a saber: Grandiosidad (no existen límites que los frenen, salvo la buena o mala conexión a la red), narcisismo (en cuestión de segundos, se sienten el centro mismo de gravedad del universo digital), oscuridad (la red permite reflejar el lado más morboso que ostentamos), regresión (dejamos de lado la formalidad para convertirnos en adolescentes conflictivos) y la impulsividad (quizás la que demuestra mayor debilidad, ya que sufrimos arrebatos por participar o condenar, que de contar hasta diez demostraría que no es importante ni trascendente nuestra participación).
La era digital amplió esas tendencias psicológicas, destacando esa impulsividad de querer mostrar al instante los estados de ánimo, y el sadismo de querer estropear todo fundamento ajeno. La receta suele ser la misma de siempre, el silencio. Los rasgos que definen a un troll no soportan una ausencia clave: la falta de una audiencia. Si ante un agregado despectivo o hiriente, la cadena de comentarios continúa acorde a la línea editorial de la publicación, el aburrimiento o indiferencia permitirá la retracción del personaje nocivo. Porque está demostrado que una respuesta que delate la ignorancia o idiotez del comentario, o una interpretación positiva para desmontar la agresión invitando al retiro, potencia el éxito del troll, lo estamos alimentando.
El lógico accionar invitaría a considerar si el comentario contiene validez o no. Y si afecta nuestro ego. Son ejercicios propios, ya que no tiene sentido intentar comprender la animosidad de nuestro detractor. Si analizamos nuestra conducta, es factible poder controlar la de los demás. Si una condena errónea no obtiene la respuesta deseada, dicha conducta se intensificará como desesperado recurso, pero se extinguirá luego de persistir en su desprecio. Una manera acorde de estudiar estas reacciones es reconocer que son normales en distintos órdenes de la vida, pongamos por ejemplo lo que sucede hoy por hoy con los niños, por ejemplo. Los vemos llorar casi sin motivos, pero en su llanto arrastran la armonía de sus padres y cercanos. El llanto no decrece, por el contrario arrecia, lo que motiva la inmediata atención de sus padres. El desenlace suele ser previsible, el niño –quien aún no es definido como ser racional- cede en sus llantos una vez logrado su cometido, que en definitiva él mismo desconoce. Los padres, no pueden ni desean modificar ese ya acostumbrada conducta cediendo al capricho. Si el niño persistiera en su caprichoso accionar y contara con indiferencia, su conducta luego de alcanzar el pico máximo, debería remitir en el fin del llanto. Pero los padres cometen el error de hacer caso como si fuera ese el mal menor. Entonces, ¿nos sorprende el éxito de los trolls en nuestra tecnología?
La actitud del niño de hoy día, se asemeja a la conducta de un troll. Ambos saben que no corren el riesgo de ser castigados. Una máxima existente en internet representa el “Don’t feed the troll” que vendría a representar que no los alimentes. La paciencia y tranquilidad ante las provocaciones sería decisivo para eliminar a estos personajes. Todo esto, comentado desde lo poco trascendente. Es verdad, que la viralidad de estos personajes suelen preocupar, cuando se convierten en acosadores o estafadores. Pero debemos coincidir que existe una diferencia enorme entre nuestro amigo contreras con aquel otro conocido que es un estafador, maltratador o cobarde. Y todos conocemos a algunos de los dos bandos.
Hasta el día de hoy, mis entradas revisten pocos comentarios. Llama la atención que muchas veces, uno desarrolla un tema y se encuentra con un comentario que va dirigido hacia otra dirección, como si no te hubieran interpretado o uno no haya podido explicarse correctamente. Alguna vez viví esa sensación compartiendo en talleres o grupos literarios, los avances de algún escrito o cuento. Una vez transmitido, el mensaje puede volver codificado de mil maneras, aún en el error de interpretación. En el caso de los trolls, creo que llegado el caso, intentaría obviarlo con la misma sonrisa con la que subestimo el pronóstico de lluvia inminente de mi amigo contreras. Pero, como confesión de partes, la mayor parte del tiempo esa sonrisa esconde un profundo enojo por la persistencia de llevar la contraria, solo por inmaduro deporte.

Elegí un titulo acorde a mi habitual estrategia. A cada entrada, me inclino por el título de una canción o alguna frase destacada de alguna de ellas. Mis amigos son unos atorrantes es parte de “Las malas compañías”, de Joan Manuel Serrat. Mi intención original no es la de contar con mi troll particular, que realce mi categoría de supuesto blogger. No busco el arribo del incontinente verbal, del agresivo, del desestabilizador. Prefiero continuar en el oscurantismo del que pocos descubren. Pero como buen spam o troll, pongo a prueba a mis amigos, para confirmar si el titulo al menos los mueve a entrar, a desilusionar sus egos y lograr por fin algún tipo de comentario a esta, mi actividad de casi dos años, que se empecinan en no criticar o ridiculizar. Será que responden a rajatabla lo dicho por Serrat, se pasan las consignas por el forro y se mofan de cuestiones importantes…

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