viernes, 3 de abril de 2015

Cuanto tiempo más llevara



"Nosotros no pensamos nada, sólo hacemos las preguntas", le respondió el periodista. "En eso estoy de acuerdo, en el enunciado de la pregunta denota que no hay pensamiento". 
Marcelo Bielsa, en una conferencia de prensa reciente.

No era un niño, pero si un joven. Pero acudí al estadio de Vélez Sarsfield con el miedo de la niñez, con la angustia del púber a la hora que te apagan la luz de la habitación y quedas solo ante la oscuridad , con la difícil misión de dormirte. La respiración más agitada que cuando practicaba deporte o rendía un difícil examen escolar; la conversación monotemática: era impensado perder. La historia de un club de fútbol(no la mía), pesaba como una losa en mí, tenía la obligación de revertir décadas dolorosas de no lograr ese objetivo. La meta era una Copa Libertadores de América, y yo no la disputaba. Aunque creo que sí, porque me disfracé de mil rituales para que otros lograran el objetivo. Y sufrí durante dos horas como creo que no debería sufrir en vida. Y sólo era fútbol. Pero es inexplicable.

Se iba a jugar un desempate entre River Plate y Argentinos Juniors. El premio era un lugar en la final. Era el año 1986, ese número 6 era un digito maldito: en 1966 habíamos perdido la final contra el Peñarol de Uruguay, y a pesar de no haber nacido aún, todos me castigaban con un mote hiriente, con una lascivia típica del que te humilla, con una llaga que no me cicatrizaba. Para colmo, la vida nos dio revancha en 1976, mis escasos nueve años me permitieron entender muy a mi pesar, como existe gente que pone la misma pasión que yo, pero a la inversa; es decir, deseando que te vaya mal, que puedan renovar el grito de humillación, que te hagan sentir vergüenza de haber adoptado a un equipo de futbol. Y la historia nefasta del 6 se repitió: otra vez caímos derrotados en un tercer partido. La historia nos daba la espalda, y "otra" sociedad no cabía en el gozo de poder seguir humillando al otro, al que el tópico llama con familiaridad, el primo.
En esta noche de 1986, el empate nos favorecía, la diferencia de gol era un aliado. Pero con marcador igualado, el reglamento establecía que se debía jugar un tiempo adicional, es decir treinta minutos más de lo habitual. Pero consumados los ciento veinte minutos, y de conservar el empate, no deberíamos aún sufrir la experiencia de ver si en los penales, la lotería cantaba finalmente tu número y te sacaba de la pobreza extrema. Pero ciento veinte minutos pueden ser una eternidad, y esa noche de miércoles en el barrio de Liniers, pude experimentarlo. Casi desde el minuto inicial pude comprobar cómo las agujas de un reloj se empecinan en no querer avanzar.
Esto no es una crónica de fútbol. Es una manera de contar de primera mano, como una pasión inexplicable puede condicionar tanto tu sistema nervioso o tus días. Cómo la alegría o la tristeza se pueden convertir en un enfermizo asunto de estado. Como la virilidad propia entra en juego a pesar de tratarse de una contienda de otros, que usan una casaca como estandarte de tus sentimientos, pero pasado el tiempo, esos mismos jugadores son capaces de representar otra casaca, son avezados embajadores de emociones ajenas, y para mostrar su implicancia, besan escudos o estereotipan frases que te permitan suponer que ellos no lo hacen por dinero, sino que están enamorados de tu causa.
Aquel partido terminó empatado a cero. No es mi intención desarrollar el misterio de los avatares del encuentro. Un cero a cero que festejamos con desahogo, con el alma herida ante tanta humillación, ante un continuo desprecio con el que trataban a un equipo grande, que arrastraba el "horrible" pecado de no poder obtener ese trofeo. Pero para llegar a ese final de desahogo, toco padecer esos interminables ciento veinte minutos. Y durante gran parte de la contienda, la inminencia de la derrota rondó nuestro arco. Y no recuerdo como, pero a la salida de un tiro de esquina peligroso, un habitante de esta tribuna popular colmada de voluntades, una voz anónima gritó una palabra sin sentido. La repitió a los escasos veinte segundos cuando Argentinos Juniors, con insistencia y con un juego que marcó una pequeña época, intentaba abrir el marcador. A la cuarta vez que pronunció esa palabra, que era un sinsentido, ese hombre justificó lo injustificable. Si repetía esa palabra, el peligro de gol en nuestra área se diluía. ¿Pueden imaginar que sucedió durante una hora y media? Todos los cercanos a ese hombre, repitieron como gesta una palabra que no tiene significado, pero que significaba nuestro aporte a la ilusión, a romper un maleficio. "Coires", "Coires", me harté de pronunciar esa noche. No la volví a utilizar nunca más, esa misteriosa palabra se patentó solamente para esa velada. Trescientas o más personas, que apenas podían respirar por la presión del match o por lo peligrosamente colmada que estaba la esquina derecha de la tribuna, gritaron "Coires" como si fuera un himno, pero no de grandeza, sino como el emblema de sentirse humillados de mediar otra derrota. Y dio tanto resultado que un mes después se ganó la final. Y con diecinueve años, sentí que la historia y yo estábamos finalmente a mano.
En 1990 ya gozaba la experiencia de ser un adulto inminente aunque tardío. En Italia, se jugaba un mundial, y mi país defendía la corona conquistada en 1986. Una generación de jugadores liderados por Maradona, intentaban mantener alto el prestigio del futbol argentino. Pero a pesar de perdurar un bloque futbolístico que transmitía respeto, se notaba fragilidad en cada línea, se podía predecir el fin de un ciclo. Pero la selección avanzaba, superando contrariedades. Derrota inicia contra un combinado africano, Camerún. Triunfo sufrido en el segundo match ante la desaparecida Unión Soviética, donde el drama humano sacudió nuestras almas: el portero sufrió una espeluznante fractura, y la conmoción se mantuvo durante todo el juego.
A la hora de perfilar los cruces de eliminación directa, nos tocó el rival más deseado y evitado al mismo tiempo, Brasil. La selección argentina nos había regalado una identidad clara, la de un combinando compacto, donde la personalidad del conjunto equilibraba el talento mágico de algunos jugadores, Maradona, Burruchaga y Cannigia. Pero Brasil también tiene tradición de saber afrontar los partidos difíciles, las instancias definitorias. Fue una agonía, la hecatombe rondó nuestra portería durante los cuarenta y cinco minutos iníciales. Sentado en el sillón de mi casa, buscaba la indiferente mirada de mi padre para que me diera las señales positivas que yo no podía vislumbrar, y eso que para nosotros jugaba Diego Armando Maradona. Así que al terminar ese primer tiempo estremecedor, tomé una decisión que fue positiva para el marcador final, pero que marcó un hito de cobardía en mi accionar. Me fui de casa, sin radio y sin mirar a los costados, a refugiarme en la soledad de una parque inmenso en las inmediaciones del club River, donde solía jugar mis partidos de futbol, esperando que Brasil no nos endosara una derrota humillante.
El silencio es estremecedor, y la imaginación aún más. En aquella soledad imaginé mil interpretaciones del silencio, cientos de situaciones adversas, infinidad de maneras de caer derrotado. Sólo conservaba una razonamiento evidente, si no hay gritos en el firmamento, no hay gol propio. Y si persiste el silencio, y recordando lo visto en la primera parte, la derrota debe ser obvia en tanto sosiego. Mi cabeza no cesaba de razonar desgracias, tuve varias veces la intención de arrimarme a alguna casa y terminar ese martirio. Pero una sensación de vergüenza, y al mismo tiempo de considerar que lo que estaba haciendo no era cobardía, sino portar una cábala exitosa, me mantuve sentado en la hierba. No tenía reloj, el teléfono móvil no formaba parte de nuestros rituales de esclavitud moderna, estaba incomunicado totalmente, o mejor dicho sumamente comunicado con ese silencio que era el peor de los presagios.
Pero la magia sobrevino en un momento dado. Un grito aislado, otro desde el otro costado, y finalmente la explosión. No lograba comprender ese efecto mágico, sin haber nadie en la calle estaba presenciando un grito uniforme, miles de voces que no respetaban armonías o partituras, desafinaban en un grito inequívoco de gol. Yo mismo me levanté y lo grité, díganme si no era absurdo. Pero ante el silencio recuperado, mi mente comenzó a enviarme las peores señales posibles. Ese gol podría ser apenas el desahogo ante un inminente derrota. Lo lógico es que fuéramos perdiendo, y el desahogo era producto de la ilusión de empatar para forzar una prorroga. Mi mente se apiadó de mi desconcierto y hasta me ofrendó el sueño de haber empatado el partido. Al borde de la histeria, me levanté y salí corriendo hacia la Avenida Monroe, a la espera de encontrarme con alguien que me diera la verdadera respuesta, ya estaba harto de mi frondosa imaginación.
La historia repetirá eternamente que Argentina le ganó a Brasil 1-0, con un gol electrizante de Cannigia, tras una jugada soñada de Maradona. Yo regresé exhausto a mi casa y no me perdí nada del post partido y de los festejos. Había presenciado un fenómeno físico increíble, pero no lo quería compartir porque en el fondo me sentía innoble, cobarde por haber huido ante la supuesta adversidad. Nunca más me escapé del televisor, como atenuante puedo asegurar que al ser hombre de acudir a los estadios, me resultaba emocionalmente incompatible aguardar el avatar de un partido mirando una caja, escuchando a un demagogo de turno, que te llena de estereotipos trillados nacionalistas. Uno en ese momento, anhela estar en la tribuna junto a miles, pero optando por conocer de propia mano lo que sucede en el campo. Y mostrar la cobardía gritando "Coires" o mentando a la madre del árbitro de turno o a nuestros rivales.
Tenía un sinfín de cábalas al acudir a los estadios. Frente al televisor, ninguna. Y veinte años después, observando la pantalla del ordenador, y ante momentos de adversidad, sólo atino a bajar el volumen de los parlantes, y a abandonar el link donde echan el partido, y navegar por un sinfín de páginas, con la única consigna de que pase el tiempo, y al volver al encuentro, observar que el tablero con el resultado en la margen superior izquierda, me alivie al fin, de que el azar me está favoreciendo. No siempre suele dar resultado esta táctica.
Mi último fin de semana en Holanda me encontró aguardando con ansiedad el clásico entre Barcelona y Real Madrid. Conversé con mis amigos y mi padre en la semana previa. Aventuramos tramas, estrategias y resultados. Las 21 horas del domingo era la cita ineludible, no existía posibilidad alguna de congeniar con alguna otra actividad lúdica. El mundo se paraliza, y yo formo parte importante de ese mundo. Busqué con anticipación la posible mejor señal que te proponen los links piratas, y me senté con el ánimo dispuesto a disfrutar de un gran Barça. Pero una vez más, el rival se empecinó en discutir mi guión perfecto. Los nervios me volvieron a anidar en mi sillón. La impotencia se disfrazó de incredulidad, y apenas pude contener la respiración en los cuarenta y cinco minutos iníciales. El 1-1 con que finalizó ese período invitaba al optimismo, pero evidenciaba un desfasaje evidente con todas mis presunciones mentales, con que encaré la visión de ese encuentro. Y a partir de ese momento, regresé al escapismo, salvo que esta vez, fui cambiando a links de lecturas, a la espera que el paso del tiempo, me devuelva el triunfo del equipo de Messi, sin que yo pudiera observar lo penoso o dificultoso del proceso. Ni cruzo los dedos, ni cambio de dial, como podía hacer de pequeño. Literalmente me escapo.
Cuando transitaba ya los treinta minutos del complemento, me armé de valor y fui al link silenciado y escondido. Y la táctica funcionó, Luis Suárez había puesto en ventaja nuevamente al Barcelona, y por lo que me animé a escuchar, había sido una estocada artera en el alma y emociones del Real Madrid. Ahí mismo, cambió mi percepción de esa supuesta cábala, por ser un ansioso cobarde, llevaba sufriendo en silencio por más de veinte minutos, ya que el Barça había encaminado el resultado con ese gol, y yo seguía sufriendo la peor de las sensaciones posibles. No se puede sufrir tanto por un partido, me enojé conmigo mismo. Pero está claro que uno sobrelleva mejor las previas y los posts, que los encuentros mismos.
Hace unos días leí una nota sobre Marcelo Bielsa en el periódico La Nación. Bielsa recibe el mote de "loco",    que muchos enemigos utilizan para desacreditarlo. No es mi caso, siento tanta admiración por su faceta de entrenador, docente o formador, que tantas veces me duele presumir que el personaje sea hermano de un ex funcionario kirchnerista. Pero ese es el problema de siempre, mezclamos las cosas, no sabemos valorar las facetas parciales, creemos que una identificación tiene que ser total, en todas las facetas.

La nota en cuestión hablaba sobre los avatares del entrenador rosarino en tierras marsellesas. De hecho, la nota titula "El Marsellés". Y me quedo con un párrafo, casi al final de la crónica. Bielsa cuestiona que la competitividad del jugador argentino sea producto al "miedo a perder", ya que cree que en nuestro país, lo que más importa es humillar al otro, antes que festejar el haber ganado. Una vez más el entrenador fue artero en el diagnóstico, llevo años viendo desde fuera como se festeja dañando el honor del otro, antes que disfrutar la propia conquista. Y me dieron ganas de escribir de futbol, porque me parecía más digerible que sentarme a contar mis sensaciones al abandonar definitivamente Breda, la ciudad que me ofrecía una ilusión de proyecto; y la lectura de esa nota sobre Bielsa, me devolvió en el acto el grito desesperado de "Coires", al tiempo que una "nueva" muerte por enfrentamientos entre hinchas de Colón y Unión, me llevo a pensar lo enferma que puede estar una sociedad, que ve cotidiano y anodina estas cronológicas, y siente sumamente varonil la burla, el insulto o la pérdida de valores. Y por un momento odié el fútbol, pero como perdía otra vez la perspectiva, atiné a odiar al estereotipo de sociedad que portamos. Y considerar el "coires" como un mal menor, como la nostalgia de un joven que no desea ser humillado por una simple contienda deportiva...

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