viernes, 24 de abril de 2015

Con esa gente diferente, yo me codeo… que tipo inteligente


“En un tiempo de engaño universal, decir la verdad es un acto revolucionario.”
George Orwell – “1984”.

Mi viejo me pidió una pequeña guía ayuda para conocer la tecnología de los teléfonos móviles. Le movió seguramente la curiosidad de frecuentar, aunque sea teórica o metafóricamente, un mundo que desconoce, que no le interesa, que no “le llama”. Le mostré la primera de las cualidades, el uso táctil de una pantalla. Luego me detuve en un par de aplicaciones que frecuento, debo confesar que una de ellas, es una aplicación de resultados futbolísticos. Aludí sobre la activación de actualizaciones permanentes. Cité las probabilidades de sacar fotos, grabar videos o mensajes de audio, acumulándolos. Mencioné la posibilidad de acceder a las redes sociales al instante. Le conté el declive de los SMS como mensajería. Le aporté la existencia de búsqueda por el sistema de voz, el buen uso que se le puede conferir a un planificador. Recordé la utilización permanente de la función alarma, que ha hecho obsoleto al despertador. Luego de una revisión exhaustiva, mi viejo me sorprendió con un solo interrogante: “¿Y es teléfono?”. Me había olvidado ese detalle en mi recorrido virtual.

Si bien al explicar los avances tsunámicos tecnológicos del momento, solemos emplear términos como “creatividad”, en personas como mi padre, quienes miran de reojo estos dispositivos, consideran que el supuesto valor agregado que alimenta nuestro confort, sólo se trataría de una peligrosa trampa que limita nuestro desarrollo intelectual. Nos atrofian la capacidad de ser creativos. Podemos desarrollar una creatividad sobre una ya existente, pero hemos perdido la curiosidad de razonar por nosotros mismos. Se puede comprobar en nuestros círculos íntimos, cuántos son capaces de recurrir a cálculos matemáticos sin utilizar el teléfono. Desvaríen sobre la última vez que alguien apelo a la memoria, para resolver un intríngulis histórico. Consulten a sus seres más cercanos, para saber quién se acercó a una oficina de telefonía, solamente porque necesitaba un teléfono.
Mi viejo no quiere un teléfono móvil, en realidad él dice que no lo necesita. Y asumimos que quien rechaza una nueva herramienta a favor de una más antigua o convencional, en realidad le está dando la espalda al progreso, al bienestar, o es un nostálgico, quien sólo toma decisiones sentimentales. Como permanentes detractores, consideramos que lo nuevo está mejor adaptado a nuestras necesidades y combatimos al que se resiste, o al que no avanzó en ese tiempo tecnológico. Nadie se pregunta si nos agranda o empequeñece en nuestro desarrollo intelectual. Confiamos en abandonarnos solamente por el valor que le hemos dado a una palabra, que desconocemos: Progreso.
Unos consideran que la funcionalidad de un dispositivo como el teléfono nos permite estar mejor comunicados que nunca. Otros consideran que nos hemos aplacado con tanta tecnología, nos hemos convertido en dóciles y hasta en cobardes. Hemos reemplazado la concentración por la dispersión, la empatía física por una afinidad, solo virtual. Nos hemos acostumbrado a tanta variedad, que irremediablemente nos acerca a un vacío personal, al que negamos, utilizando una nueva aplicación. El mundo está en contacto, pero se trasunta la posibilidad de alternar en un universo cada vez más individual.
Y esa individualidad se puede analizar de muchas maneras. Solemos creer que nos bastamos por sí solos, siempre que tengamos los dispositivos actualizados. Y si bien al día escribimos un sinfín de mensajes o comentarios en redes sociales o aplicaciones, la tendencia permite suponer que estamos algo aislados de la vida en comunidad. ¿Y qué riesgo conlleva dicha tendencia? Quizás en no poder discernir las falacias de un discurso oficial, por ejemplo.
A cambio de aquellos viejos hábitos para mí perdidos, contamos hoy con la “enorme ventaja” de poder discutir en el acto y con el mundo entero, si un vestido es blanco y dorado, o negro y azul. La web, pendiente de la formulación de la pregunta, puede arrojar –dependiendo el buscador- más de 750.000 resultados. En ellos tendrás la posibilidad de leer siempre la misma información, pero también contarás con la explicación científica vinculada con un efecto óptico. En las redes sociales, nuestros contactos se han sumado al “fenómeno” y ha sido tratado en programas, tipo telediarios. La pregunta que nadie se animó a formular en voz alta, puede ser de este tenor: “¿A quién le importa?”.
Si la discusión se acalla, podemos avivar nuestros intelectos, con el enorme meollo de saber si el gato sube o baja los escalones. El asunto se convierte en viral en el acto. La duda está instalada en nuestras aplicaciones. Las opiniones de nuestros íntimos nos confunden, no logran ponerse de acuerdo. Mientras tanto, la polémica realmente se instala en ciertas gentes, preguntando si alguno puede pensar en serio, que resistirse a estos “adelantos” no es rechazarlos; simplemente es darle su verdadera dimensión, encontrar su grado de importancia. Pero sin señalar a nadie, a cuantas de las personas que en verdad estimamos, les ha sumado tema de conversación y debate variado, antes estas viralidades absurdas.
La gente por la calle, por un milagroso designio de la orientación, nos evita casi mirando por el rabillo del ojo. Toda su atención la lleva la pantalla del teléfono mientras los dedos se mueven a velocidad de tipeo peligroso. Otro sentido esencial, como el oído, está protegido por voluminosos cascos, cercanos al que utilizaba un operador o editor de sonido. De colores negro o blanco, ostentosos, encierran la música que ellos solos escuchan. Un cable que llega a la cintura, siempre estará conectado a nuestro teléfono móvil. Recordando el viejo tocadiscos winco en la casa de mis tías, alternábamos discos completos, respetando los diversos gustos. El ingrato momento de mover la púa para saltar de un tema a otro, rara vez era justificado, y eran pocos los permitidos a tan riesgoso movimiento, no era cuestión de que por ansiedad, ralláramos el vinilo. La música ahora se consigue por temas, ya no se conoce la coherencia o no, de una obra de conjunto. Seguimos alimentando al individuo solitario.
En los últimos meses conocí el uso esencial del wifi. Obviando la discusión de si se dice guifi o whyfai, las bondades de un servicio optimo de internet en casa y el móvil, me evitó el tener que conocer redes y claves de mis conocidos o comercios. A partir de mi excursión por Breda, comenzó un permanente desfile en busca de la conexión perdida. En mi ruta inicial, se encolumnaban los supermercados. Los primeros días, con mi racionada dosis habitual de vergüenza, trataba de que no adivinaran mi presencia entre las góndolas o en la misma puerta, con el único objetivo de conectarme a internet o verificar mensajes de wassap. Al menos, me retiraba con un paquete de galletas para acompañar el té. Con el correr de los días uno se acostumbra, por ende, fue habitual encontrarme en la sección de congelados, entablando comunicaciones de skype.
Ahora al regresar al hogar paterno, no descansé hasta actualizar la tecnología de mi padre, reemplazando un modem por un router, que me permitiera poder recibir, a la madrugada de Buenos Aires, los mensajes que me dispensan mis amigos plentzianos a “su” ocho de la mañana. Ahora resoplo ante un nuevo mensaje inoportuno, olvidándome de todos mis esfuerzos por retomar ese estado casi de esclavitud o dependencia al ruido, que generan mis dispositivos. Al arribar al país, no podía contemplar que me sucediera lo que en mis visitas anteriores, en los últimos trece años, que era no tener wifi, el no usar un móvil, el no disponer de aplicaciones o dispositivos.
Ahora tengo también una netbook. Fue una buena compra, pero ha perdido su carácter eventual, de último recurso. Me acompaña hasta la propia cama, y le está birlando el protagonismo al libro de papel. Para más datos, los lugares donde pernocto deben estar condicionados con apliques varios. El reposar ya no parece reposo, más aún cuando confirmo que mi teléfono móvil tiene apenas el veinte por ciento de batería. La carga se ha convertido en indispensable, el cargador ha mudado en esencial, tanto o más como en llevar conmigo las gafas.
Los dispositivos son invasivos, y se multiplican casi sin darnos cuenta de su verdadera importancia. Le otorgamos a nuestros aparatos electrónicos una estima sobredimensionada. Transitamos el cruel momento de no ir a ningún lado sin nuestro teléfono o tableta, y sus accesorios. Han viralizado de tal manera nuestra intimidad, que son más invasivos que la religión, convirtiéndose en el componente más efectivo del capitalismo. El 61% de la población dispone, de al menos, un móvil. Del 39% restante, la extrema pobreza impide el arribo a sus vidas de estos dispositivos. Otros, los menos, han decidido darle la espalda al progreso, manteniendo costumbres arcaicas, como la de conversar durante las comidas.
En los eventos sociales o reuniones familiares es donde se puede manifestar mejor el fracaso de este individualismo, el vacio intelectual que portamos. La tendencia a la baja de buscar temas de conversación, frustran rápidamente la reunión. Más ofuscación genera ver a nuestros cercanos acercarse raudos al teléfono, al instante de anunciar mensajes. La sonrisa invade sus rostros, mientras piensas que al regresar a la eventualidad de la velada, no habrán de sonreír ni se interesarán por ningún tema. Seguramente, no volverán a levantar la cabeza, a no ser que alguien persista en preguntas personales inoportunas, que se habrán de contestar con monosílabos, ya que no se puede echar mano de emoticones. Además de la cubertería y servilletas, el móvil bien pegado al plato, marca la tendencia de que lo importante está fuera del entorno familiar. La reunión es un accidente, la conexión está afuera, en cualquier lado, en cualquier rincón del planeta.
Confieso que tengo mi táctica para lidiar con este abandono, cada tanto debo recordar y reforzar mi juramento. Ingreso dos veces a la semana a Facebook, por ejemplo. Los días que publico, para compartir el link, seguramente con la ilusión de que a varios de los míos, habrá de interesarle. De paso contesto los mensajes y espío (porque la palabra clave es espiar) lo que sucede en el muro de mis conocidos. En cuanto a los wassap, me obligo a respirar y aguardar al menos medio minuto en atenderlo, siempre que esté en otra actividad grupal o individual, como la lectura. Errático en la valoración de lo que estaba leyendo, juego con la curiosidad que me instala el ruido del mensaje, tratando de dominar ese impulso suicida de dejar todo para comprender que, la mayor parte de los mensajes no revisten urgencia. Pero claudico seriamente, por momentos. En este escrito, sin ir más lejos, he interrumpido varias veces la escritura, señal de que estoy disperso.

Mi padre no me ha vuelto a preguntar sobre teléfonos móviles. Su planificador continúa siendo mi vieja. Acaba de anunciarle que es el cumpleaños de una sobrina, al confirmar el círculo sombreado en el calendario, y por la tarde la llamarán, priorizando el teléfono fijo, señal para ellos de que no molestan su intimidad, porque si estás en casa, no importunas. Mi viejo desempolvará su historial de mensajes internos de texto, para saludar con alguna vieja gracia a sus seres queridos. Yo esperaré mi turno al último, como en los viejos tiempos. Mientras tanto, sonará una nueva aplicación y me sonrojaré. Menos mis viejos, a los que las malas lenguas consideran sordos, porque no aplacan su ansiedad con sobresaltos al momento. Sin dudas, que el chequeo médico no lo necesitan ellos… 

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