domingo, 15 de febrero de 2015

Aromas que me quiero llevar




Tu nombre me sabe a yerba
de la que nace en el valle
a golpes de sol y de agua,
tu nombre me lleva atado
en un pliege de tu talle
y en el biés de tu enagua.

                             Joan Manuel Serrat – “Tu nombre me sabe a hierba”

Alguna vez, algún sonido me devuelve la imagen del afilador. Y al mismo tiempo, me reinstala en aquel barrio de Belgrano que, increíblemente, retengo intacto en mi memoria. Ese curioso personaje que desconocía que estaba imaginando sin patentar, el futuro uso de la bicicleta estática, sorteaba la quietud de las calles con un sonido particular, que transitaba del agudo al grave, y luego de un silencio de respiro, lo repetía a la inversa. El sonido lo generaba al resoplar una mezcla de flauta o armónica de tres agujeros, que se llamaba chifle.

El regreso al pasado también me lo brinda algún comercial publicitario reciclado. Supongo que el marketing lo atrae, ya que cuando todo esta testeado y recontra inventado, es bueno regresar a los primeros acordes fundacionales; y entonces, con la presencia cercana pero distante de una radio en casa (que no es radio convencional, sino radio en directo a través de internet), te detienes porque reconoces esa melodía que era tan habitual en tu rutina casera hace cuarenta años, y se transforma en un ruido inmenso que remueve y remueve: “Vaya, si es la melodía de soda Ivess, si hasta me acuerdo aquella letra”. Y tarareándola me asomo al balcón de casa como para recordar el paso del sifonero por las calles del barrio, los martes y viernes, y vaya curiosidad, extraño el rito de separar los envases vacios dentro del esqueleto de seis o diez sifones. Y sigo asomado en el balcón de mi casa de ahora, que está en Breda, Holanda, y no creo que haya alguien cercano con el que pueda compartir mi memoria.
Y si sigo con el oído, un sábado a la tarde noche, mientras busco un clima de encanto que certifique la magia que tiene el sábado, me sorprenden mis ejercicios en el balance board, para sostener mis delicados ligamentos dañados del tobillo, cantando con furia un tema de Adriana Varela, que en realidad debe representar a mis viejos, más que a mí. Porque le canto con ganas al Polaco Goyeneche, al negro Juárez y a Pichuco, todos personajes míticos del tango que nunca conocí, salvo por el continuo comentario de mis mayores. Pero parece mío, mientras juego al constante equilibrio del ejercicio, grito con la nostalgia del que todavía no logra adaptarse al cambio, “Garganta con arena”, en la voz increíble de Adriana Varela, tema que compuso en 1994 un Cacho Castaña que nunca me gustó.
Y en este revival que transito en adaptarme a territorio holandés, compruebo que estoy en el mismo lento proceso que hace trece años, cuando arribé a una Plentzia que me parecía tan extraña, tan difícil, tan de otros, sin llegar a saber que al final, sería tan mía. Y recuerdo el abrir de mis dos escasas maletas, para guardar más que ropa, todos mis recuerdos anteriores permitidos en sesenta kilos, e invocando un dolor similar a la euforia que me generaba constatar que los libros de José Saramago estaban en perfectas condiciones, que no se habían arrugado en el trayecto, y lo que es aún mejor, mantenían ese olor increíble, que no sé porque, yo solo relacionaba con mis padres. No con aquellas viejas librerías, cada vez más arrinconadas por el avance insensible de las grandes cadenas, sino con el comedor de la casa de mis viejos, y más aun, con papá releyendo por cuarta vez el periódico, y con mi vieja en el transitar sin pausa de un lado al otro de la casa, preguntando si alguien necesitaba algo.
Y me encuentro una década después, desarmando como veinte cajas de libros. Pero sólo pongo especial esmero en aquellos quince o más volúmenes de Alfaguara, que contemplan la colección del maestro portugués. Y al abrir por la mitad “Todos los nombres”, el olor de libro añejo me devuelve el orgullo de que por casualidad, escogí a Saramago por una portada bien diseñada. Es la primera vez que felicito al marketing, aun cuando el genio de Saramago merecía ser descubierto por lo increíble de sus letras. Y vuelvo a oler ahora aquel libro, quizás porque si me sostengo en el pasado, se me haga más sencillo el presente. Y me apoyo en las letras inmortales de un hombre que murió el 18 de junio de 2010, es decir que ya está por transitar el quinto año, y aún así, continua sosteniéndome. Debe ser por eso que hay gente inmortal en este planeta.
Siempre pensamos que la vista y el oído son los sentidos que mejor contienen nuestras emociones cotidianas. Estadísticamente hablando, y sin detenerme a comprobar estos guarismos, dicen que sólo recordamos el 5% de lo que vemos, el 2% de lo que escuchamos y el 35% de lo que olemos. Y quiero creer que es cierto, porque si abro uno de los pocos El Gráfico que rescaté de veinticinco años de colección, recuerdo mi adolescencia, y si me concentro, puedo olfatear aquellos tres armarios repletos de revistas. Y si abro con cuidado aquella vieja edición de El quijote, se que recuerdo el autobús 65 y el olor del motor recalentado de la última fila, donde casi adulto, me refugié para volver a leer al genio de Cervantes. Y daría cualquier cosa por tener a mano una edición de “Anteojito” o “Billiken”, porque seguramente podría olfatear el recuerdo de la casa de mis tías, y si dispusiera de alguna revista de “Patoruzú” ó “La pequeña Lulú”, seguramente las encontraría a las tres juntas, y el recuerdo invisible pero siempre presente, de mi tía Chiche, que me recibía en su casa con algo para comer y beber, y también para leer o releer.
El olor a libro o revista debe ser el más intenso que sostengo. Me hace sentir bien, me arropa de seguridad. No es el único aroma que me genera tranquilidad. El olor de grano de café me recuerda siempre a mi viejo, llegando a la oficina y preso de su ansiedad, tomando el primero de los tantos  cafés solos de la jornada publicitaria. Y yo que solo podía acompañarlo con un café con leche, ya que ni de un cortado podía disfrutar en aquel momento. Y ahora si sospecho que hay una fragancia cercana al grano de café, recuerdo mis días en el bar, donde para algunos, era él que mejor café con leche preparaba. Y dónde por primera vez imité a mi viejo, una tarde de lluvia, dejando de lado el con leche en vaso para animarme con mi primer café sólo. Y si me tengo que acordar del grano, me acuerdo de mi amigo Alberto, tomando juntos un expreso en su Cesano Maderno, y contándome la diferencia del café italiano con el resto, donde lo concentrado se valora tanto como un buen perfume.
Y la palabra perfume me devuelve al olor, no solo al de mi edición de aquella novela de Patrick Süskind, sino también a la increíble y hasta ahora inusitada manera de escribir con la perfección de no estar leyendo, sino oliendo una historia. El personaje principal, Jean Baptiste, presa de un olfato prodigioso, le lleva a crear los mejores perfumes, con el contrasentido de no disponer él de un olor propio. El afán de crear un perfume que permita que todos quieran poseerlo, deriva en situaciones macabras. Pero el olor está en todo momento instalado en la lectura, el hedor de la ciudad, en el lugar de nacimiento, en el aroma de un perfume o de una joven virgen, la historia permite que todo el tiempo todo huela a algo, bueno o malo, pero siempre comparable. Y volver a oler aquella edición de “El perfume”, me permito recordar la envidia un tanta insana de sentir que alguien puede contar lo incontado, apoyándose solamente en el sentido olfativo.
La sala de mi casa en Breda luce a través de los libros. Viejos o nuevos, me aportan no ya conocimiento, sino contención, pertenencia. Acorralado por la escasa presencia de material inédito (me sostienen solo veinte títulos sin leer aún), pienso que sucumbiré en breve a las ediciones electrónicas de lectura. Y repasando opciones, precios o conceptos que me permitan abordar la traición al papel impreso de recuerdos, un dato del marketing me retrae, me hace pensar en resistir, ya que en breve me visitará algún amigo desde Bilbao o de Buenos Aires, que además de acercarle a Fer el cartón de cigarrillos o el paquete de yerba mate, a mi me permita acceder a cuatro o cinco títulos más de pasión diversa pero curativa. El dato menciona al marketing olfativo, es decir crear un olor artificial que permita recordar la marca, practicando un branding olfativo o estrategia de ventas basada en la experiencia. Y pienso en los hijos de mis amigos, que habrán de relacionar sus vivencias de la niñez con algo que no es 100% genuino, sino comprable a través de Amazon.
Solemos comprar libros para acaparar vivencias, para atesorar momentos, para tener siempre a mano un párrafo cómplice de nuestro pensamiento, pero también lo hacemos para poder recordar el paso de nuestros tiempos. Nos amparamos en la tinta y los caracteres de las novelas de Verne o Salgari, para recordar aquel niño que quería ser aventurero, y que ya no nos pertenece. Coleccionamos a Cortazar, Onetti, Borges, García Márquez o Vargas Llosa para sentir que adoptamos una identidad o para defendernos en el presente avasallante de carencias, con un pasado de desarrollo de ideas. Suspiramos a través de William Shakespeare para creer que podemos llegar a ser poetas. Y hoy colecciono a Alessandro Baricco, Philippe Claudel, Antonio Muñoz Molina o Javier Marías, para darle un respiro a Saramago, y que tenga algún compañero en mis anaqueles, para que el fanatismo no sea tan desmedido, tan de uno solo.
Cierro “Todos los nombres” y me acuerdo de una amiga de la infancia que comparte la pasión por Saramago. Me encantaría charlar con ella. Vuelvo a su lugar ese libro de José y otra vez un ruido me aleja en parte del sentir olfativo. Es un wassap de mi amiga Sarah, donde me informa la suerte de los Prebenjamines plentzianos en su encuentro de visitante ante Lagun Artea. De momento pierden 5-3 y me vuelve una ráfaga de olor, aquella tormenta que alguna vez escribí y donde convertimos un 4-0 en un 4-5 heroico, de niños de entre 5 y 6 años, que quizás tarden años en encontrar un olor que les permita entender como permitieron a sus padres y entrenadores sacar pecho ante la proeza, y sentir que aquella tormenta de lluvia, viento y caucho hasta en las medias, acercan una fragancia exquisita, que ojala pudiera tener hoy instalada en mi chubasquero y en aquellas zapatillas blancas, que antes de abandonar el País Vasco, deje en el contenedor de la basura, porque ya no se sostenían de tantos agujeros de seguir pateando un balón.
De momento creo que lo digital no huele a nada, el Ctrl, el alt y el enter parecen ser inodoros, cada tanto el repaso con alcohol en el teclado, nos permite asociar las refriegas maternas ante el dolor de tripa. De momento lo digital no huele a nada, pero es de esperar que dentro de cuarenta años, mientras haga un último repaso a mi pasión por la escritura, me devuelva a esta mañana de Breda, y con una sonrisa pueda confirmar que me costó adaptarme, pero nuevamente lo hice. Y así, hasta que el olfato me acompañe…

“En el recuerdo, todos los perfumes son imperecederos.”
Patrick Süskind – “El perfume”.

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