lunes, 10 de febrero de 2014

Hay que salir del agujero interior



Dirigir a un equipo de fútbol de benjamines ofrece más alegrías que sinsabores. Pero entre medio, pasas por momentos de zozobra, de desaliento, de mucha pedagogía. El sábado, jugábamos contra Lagun Artea y perdíamos al primer tiempo por 3 a 0 y, al poco de comenzar la segunda etapa, un niño de mi equipo, delantero para situarlos y de origen colombiano, agarró con sus manos el balón en nuestra área chica y quiso sacar un lateral. El árbitro sin dudarlo, marcó penal en nuestra contra, al tiempo que con mucha ternura, la explicó al pequeño porque debió sancionar la “pena máxima”. No fue una sensación traumática para el chico, gracias a esa explicación. Se pateó el penalti (penal) y fue gol: 4-0; la situación pudo ser condenatoria para el equipo. Pero como otras veces, hubo margen para el milagro. En poco menos de 20 minutos y bajo un terrible diluvio y con una casta casi exclusiva de adultos, los míos metieron 5 goles y nos fuimos a casa con un terrible subidón que sólo los futboleros podrán entender.


En realidad son pre-benjamines, en la traducción al otro español (porque este post va de esto y de maneras de ser), para los que lean del otro lado del charco, estos niños tienen 5, 6 ó 7 años. Benjamín viene del hebreo Ben iamin y significa: hijo de la diestra, y se refiere a la derecha como un símbolo de la fuerza o de la virtud. Según la biblia es el hijo menor del patriarca Yaakov y Rajel. Y por extensión se llama “benjamín” al hijo menor de una gran familia. Y en el fútbol, la palabra benjamín se refiere a las categorías menores del fútbol juvenil o formativo. Así encontramos dentro de la categoría a pequeños que aún no alcanzaron los 10 años. Pre-benjamín serían los niños que estén por debajo de los 7 años, y en mi equipo para más datos, predominan los de 6 años con algunas excepciones. Es decir, que son bien mocosos.

Antes de volver al penalti en contra de mi delantero colombiano, me refiero a otro detalle que dejó la jornada futbolera del sábado. Al arribar el grueso de la plantilla al campo, nos encontramos con que el partido estaba demorado casi una hora. Para ir separando a los niños de otros que también aguardaban, y de los familiares que a de a poco en sus conversaciones se acercaban peligrosamente a la línea lateral del campo, dirigí a los míos hacia un costado para que comenzaran a moverse lentamente a la espera de la hora de inicio.

En el campo estaban jugando otra categoría de niños, y los míos se ubicaron en una esquina peligrosa, por qué podría molestar a los que estaban allí jugando. Como un grito no basta cuando están de por medio 14 niños, me tuve que desdoblar para que se fueran retirando a una zona más íntima para nosotros, y más respetuosa para los que estaban en pleno partido. Eso conllevó a un minuto de desplazamientos y repeticiones de que se retiraran y todo este despliegue fue acompañado por la mala cara que nos regaló el entrenador de uno de los equipos en juego, que en ningún momento contempló que se trataba de niños de tan poca edad. Seguramente, ese entrenador también sería padre, y eso lo hacía más inexplicable. Pero tenía su sentido ese gesto adusto y esos resoplidos ampulosos permanentes de fastidio. Desde que vivo aquí me he acostumbrado al enojo constante y el recuerdo de ese gesto me llevó, luego de bajado el subidón por la victoria, a recordar en parte hechos de mis primeros tiempos aquí o caras de mi padre cuando yo era pequeño (pero esas caras no llegaban ni de lejos a estos niveles de los 2000, mi padre era un tipo serio, no frustrado como parecen ahora), y que para mí también eran inexplicables en mi niñez. Mi padre forma parte de una raza, y tiene un marcado contraste entre su personalidad y su rostro: lo quiere todo el mundo, tiene un exquisito humor, es gracioso, ocurrente  y en el 90% de sus días predomina el buen carácter; pero siempre tendrá el ceño fruncido, como si estuviera enojado. Y yo terminé de comprenderlo, al cruzar el charco e instalarme en la tierra dónde el nació. Y hoy, creo que se me plisa cada día más el ceño, aunque no llego al resoplido ni al movimiento mecánico de manos, y menos a mostrar ese enojo permanente que domina a muchos (no todos) hombres de la tierra.

Para terminar con el delantero colombiano de mi equipo y centrarme en el ceño fruncido de los hombres de la comarca, les cuento que al final del partido y mientras acompañaba al otro entrenador de nuestro equipo a que se fume un cigarrillo reparador, mientras enviaba toneladas de whatsapp con el resultado de nuestra “gesta”, me contó lo que había sucedido en la jugada del penal. Como yo estaba situado en el otro extremo del campo, solo había observado la jugada y no tenía lógica, salvo que en el mismo campo suelen alternar las líneas de juego del campo largo (los peque juegan en mitades) y que la confusión de las líneas podrían haberlo llevado al equívoco. No fue eso, simplemente el niño interpretó una indicación de su entrenador, este le dijo “saca”, se lo repitió y el niño agarró el balón con la mano dispuesto a sacar, pero sacar de banda. Nunca interpretó que le pedían que rechazara el balón y aunque no había banda cercana, el hizo caso. Y fue penal en contra. Y luego gol.

La tranquilidad de la victoria nos permitió disfrutar de la anécdota, pero al rato nos enfrascamos en una cálida discusión sobre la interpretación del mismo idioma que siempre nos ha acercado. Le puse un ejemplo para que comprendiera como a veces nos lleva a la confusión hablarle al otro con la que suponemos que es una lengua universal. En nuestra jerga argentina, cuando un suplente ingresa al campo, para nosotros es que entra y el que se retira, el que sale. En tierras ibéricas, el que ingresa es el que sale al campo y el que se va, el que se retira. Como esas, tendrá un montón de confusiones de interpretación y ese gesto mecánico de pegarle el grito al niño de que sacara, se convirtió en un castigo en el resultado provisorio del partido.

Le conté que cuando yo ingresé a trabajar en el bar, estaba plagado de ese tipo de confusiones idiomáticas. Una mañana, con el objetivo de hacer la lista de lo que había subir de la bodega, le pregunté al dueño si había visto el anotador y la birome. No solo no los había visto, sino que no tenía ni idea de lo que se trataba. Siendo tan castizos en sus intenciones de lenguaje, tardé en encontrar junto a él la interpretación correcta de las palabras. Una fue “blog de notas” y la otra “boli” por bolígrafo y yo la acepté como con resignación, pero lo hice de inmediato. Entonces me dijo que ambas cosas estaban junto a la “mini cadena”, y allí al que se le quedó la cara de tonto fue a mí. Me pasé los siguientes dos o tres minutos vislumbrando en el bar algo parecido a una cadena, pero en tamaño mini, o sea una cadenita bien pequeña. Y juro que no la hallaba, aunque ponía todos mis sentidos en aras de conseguirlo, había quedado antes como idiota al referirme a un blog como un anotador. En su zona de confort, porque ahora se trataba de una palabra que mi jefe tan bien manejara, me señaló hacia arriba con poca delicadeza y balbuceos parecidos a bufidos, y llegué a la conclusión que se trataba del equipo de música, del grabador o del mini componente, diversas maneras que yo tenía de denominar a ese artefacto tecnológico. De aquella anécdota, además de lo risueño, lo que más recuerdo, eran los gestos ampulosos y los resoplidos de fastidio ante mi demora en la comprensión, y eso me llevó de inmediato a las veces que contemplaba la misma situación con mi padre, allá en Buenos Aires.

Y no se trataba de que mi padre estuviera enojado, como tampoco lo estaba mi jefe mientras yo descubría la existencia de la mini cadena. Esos gestos en realidad denotaban lo nervioso que se ponían ante la poca paciencia que guardan para que las cosas se interpreten o se hagan. Esos resoplidos, esos gestos ampulosos o el elevar definitivamente el tono de voz, me llevaba a mí a interpretar que mi padre se exasperaba por mi poca capacidad de entender, cuando en realidad, el nervio provenía de su nervio por encontrar sinónimos o datos que me permitieran comprender. Entonces, si yo no entendía a la primera, la explicación de historia, de castellano, o de geografía de mi padre, sabía que sobrevendría de inmediato el ritual de gestos o de balbuceos de él, que me obligaban a tratar de comprender finalmente, para poner fin a esa situación tan confusa, y tantas veces desagradable. Y ahora, con 34 años en mí espalda, me obligaría a atravesarla casi a diario.

La primera vez que fui a tomar un café en mi nueva “tierra”, arrastré la muletilla que me acompañaba desde Buenos Aires: “Buenos días, ¿podría darme un café con leche?”, fue seguramente mi saludo. “Si lo vas a pegar, claro que te lo doy”, fue la respuesta seca y otra vez, con el ceño contrariado. Ante mi mirada de desconcierto, y cambiando la línea vertical de sus arrugas por una mueca parecida de sonrisa (tal como las de Sheldon Cooper de Big Bang), el tabernero me explicó que él estaba allí para eso y que yo, me tendría que acostumbrar a dejar de decir formalidades zalameras y limitarme al tan intimidatorio “Eh, ponme un café”.

Mi primer día trabajando en el bar, y a cuento de lo intimidatorio, estuve a punto de pedir asilo en alguna embajada, pero estaba lejos de Bilbao como para encarar el trámite. Cada uno que ingresaba a la tasca y casi desde la puerta, pegaba el grito “Vamos a ver, ponme una caña”. El grito tantas veces me tomaba de espaldas, y creo recordar cómo se me erizaban los pelillos de la nuca ante tamaño grito. No sabía si estaba en un “saloon” al estilo western o en un bar “familiar” como me habían pregonado, y todos los movimientos de los concurrentes me invitaba a pensar que estaba pronto a un duelo de armas ante tanto enojado suelto. Otro grito que me aterraba era “Oyeee chaval, anda ponme un vino”, y yo que había viajado sin padrino, sin chistera y sin armas. Creí perecer a la brevedad, me terminaba enojando y mi primera reacción era devolverle con un “buen día, ¿Qué tal?” ante tantos atropellos. Por suerte, me costó poco comprender que nadie me estaba invitando a un duelo de espadas o trabucos y solo se trataba de un saludo amigable.

Con el tiempo se obró el milagro en mi viejo, y eso lo comencé a disfrutar en mis espaciados viajes de visita. Quizás, yo había comprendido su forma de ser, y además mi personalidad se iba mutando paulatinamente hacia sus formas. Pero él también comenzó a endulzarse, ya no inclinaba sus tupidas cejas para anticipar el enojo, y pudimos confraternizar experiencias. Quizás lo doblegó mi ausencia o simplemente se está haciendo mayor o encontró la piedra filosofal, al menos conmigo y mi esposa, porque a mi madre, no le perdona una. También comprendió que conocimiento no tiene que ser sinónimo de enojo. Y yo ya no paso tantos apuros con él, es un disfrute intercambiar opiniones, aun las encontradas.

Quizás me tendría que haber quedado a saludar a ese entrenador-padre de gestos tan ampulosos y contrariados que me recordó mis primeros días en esta tierra. De haberlo conocido, quizás hubiera encontrado a una persona noble, buena y agradable, muy bien disimulado en esas toscas maneras. Pero los habitantes de esta comarca se suelen conocer a la distancia, y en poco tiempo se valoran y agradecen y se vuelven entrañables. Eso sí, en el medio echaremos un sinfín de horas de fastidio intentando comprender esa naturaleza, aún preguntándonos que les habremos hecho. Pero todo se trata de un aprendizaje y crecimiento. El otro entrenador del Plentxi deberá pegar el grito de “rechaza”, mi delantero colombiano en breve sabrá que “saca” significa distintas cosas según el continente y yo me acostumbraré a decir con más naturalidad “chuta”, “regatea” o “tú" en vez de "vos” a mis pupilos. Lo importante de todo esto es la convivencia, y cada tanto, un subidón de adrenalina que me regalen los “benjamines”, “chavales” o “pibitos”.





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