martes, 8 de febrero de 2022

Quise quedarme cuando morí de pena

 “En el punto de vista de la filosofía occidental, el conocimiento -sabiduría- está escindido del hacer, la teoría de la práctica, la mente del cuerpo”.

Christopher Lasch, historiador, sociólogo y crítico social estadounidense del siglo pasado.


La indiferencia es un estado de ánimo que se instala sin ser detectada pero que se mantiene de forma antinatural, oscilando entre la luz y la oscuridad que transmiten las sociedades. Es un eslabón deshumanizador que rompe el civismo. Esa indiferencia invita a resignar progresivamente derechos, garantías y libertades. Se sigue definiendo que se vive en democracia pero ese desinterés o apatía nos envuelve en una pasividad que no es demócrata o sociable. Considerar normal la violencia, la miseria, el abandono, la reducción de servicios públicos o la injusticia nos hace peores personas y ciudadanos. Somos espectadores impertérritos de desgracias ajenas, pero de eso nos damos cuenta sólo cuando el infortunio nos golpea en primera persona. Y nos sentimos muy solos en una sociedad indolente.


Estamos expuestos a que una imagen nos defina, aunque sea de forma errada. Se transmite una imagen de miedo o desconfianza ante las personas que no son conocidas, el prejuicio tiene una fuerza destructiva. Por otro lado, las prisas y el egoísmo nos quita atención hacia los demás, vivimos en un orden mundial desordenado, absurdo y caníbal. Y además, mortífero. Ese individualismo se nutre de indiferencia y falta de sensibilidad, como factores decisivos para apartar la mirada de la realidad que es tan incómoda. Esa carencia ética es cada vez más manifiesta, una acción es considerada buena si persigue un fin inmediato. Un conjunto de no valores parece irrumpir en lo más profundo de nuestros genes. La cosificación nos objetiviza como narcisistas de ombligos, de selfis.


Nos hemos cosificado como distraídos, con la cara costumbre de no pensar y no involucrarnos. La tecnología modificó el concepto de entretenimiento, reemplazando la dinámica de esa palabra por la de distracción. Y vamos distraídos por la vida, sin afán de involucrarnos, por que la distracción permanente obliga a no pensar, nos resta concentración. Somos indolentes porque estamos permanentemente en pausa, en nuestra pausa que aconseja no responsabilizarse. De ahí que la noticia de la muerte de René Robert, fotógrafo francés del flamenco, de la danza y de la belleza clásica, nos dispara serios interrogantes sobre nuestra sociedad indolente.


Y no se trata de la primera noticia en cuestión, sino tal vez, de que se trata de una persona conocida. Estamos acostumbrados a ver personas tiradas en la calle, pero consideramos que se trata de un segmento de población que no nos representa, que no nos son afines. Se tratan de indigentes, refugiados, vagabundos, que no responden a nuestro target, todos tenemos alguno de ellos en nuestra ciudad. Es gente que vemos todos los días, ocupando algún portal, cajero, bancos de parques y plazas o puertas del supermercado o grandes tiendas. Pero no son de “los nuestros” es lo único que nos queda claro. Sabemos que “han” elegido estar ahí, pero apenas les prestamos atención. Hay muchos actores en nuestro camino, y con la necesidad de estar conectados e informados, más las prisas antes mencionadas, nuestro andar por la calle no incluye el prestar atención a nuestro alrededor. Pero claro, usted preguntará quién es René Robert, y en verdad, no lo conocía hasta su fallecimiento, absurdo, hace unos días.


Es que el fotógrafo francés falleció en la calle. Por alguna cuestión que no está determinada, sufrió una indisposición o se tropezó durante su paseo nocturno y se desmayó. Pero su muerte no fue instantánea, agonizó en la acera helada parisina durante horas, al tiempo que los escasos o variados viandantes no pensaron importante deducir que un ser humano podría estar necesitando ayuda médica. Acostumbrados a refugiados e indigentes que habitan en las calles, ese escaso razonamiento que hoy nos gobierna, siquiera dedujo que una persona necesitaba ayuda. Le dejaron morir, si se quiere ser contundente. Ya entrado el día, la única persona que consideró que la situación de René no parecía normal, fue paradójicamente, un indigente, quién avisó de un anciano tirado y rígido. Tal vez, se esconde en algunos seres la conservación de la capacidad de observar.


La noticia abruma porque se trataba de alguien que “no debía morir así”, lo que nos obliga a pensar como estereotipamos la muerte de un indigente. Conmueve porque se trató de la persona equivocada y, de mediar la intervención ciudadana, estaría viva. Morir en la calle sin que nadie se de cuenta, no está bien, seas de la clase social que seas. La idea insensible instalada de que si eres famoso, tienes derecho a la indignación pública y si eres anónima, no, ha funcionado con esta noticia. Que una persona pase frío y duerma en la calle, no es normal. Tampoco lo es el no ayudar ni preguntar si el prójimo necesita algo. Hemos normalizado la desensibilización de escenas y escenarios. La indolencia privilegia la distracción, que genera miedo o pasividad hacia el desconocido.


El espíritu caníbal no puede ganar terreno a la razón y al humanismo. La tendencia que hemos hecho carne de que nuestro problema es superior al de nuestro vecino nos ha blindado de una incapacidad de cultivar cualidades sociales solidarias o de convivencia. En el caso de René Robert hubiera bastado con que un transeúnte de los tantos que observaron un “indigente” tirado en la acera desde la nueve de la noche hubiera usado su teléfono para llamar a emergencias. Ni hablar de intentar involucrarse en la “molesta” pregunta de “¿está usted bien?”. Siglos de civilización parecen retrotraerse a las fiestas populares de sacrificios, escarnios y ejecuciones públicas.


Casa tomada” es un cuento de Julio Cortázar, publicado en el año 1946. De los más leídos y analizados del escritor argentino, tiene diversas interpretaciones. Una nueva apreciación actualizada nos permitiría suponer que no es que no nos preocupen los grandes conflictos sociales vigentes; es que vivimos distraídos y cada día nos responsabilizamos menos y nuestro mundo interior, alberga menos metros cuadrados de conciencia...

 




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