martes, 27 de octubre de 2020

Seguir tu rostro no es parte de lo mío

He advertido, de pronto, que en realidad no recuerdo su rostro en detalle. Sólo creo ver su figura, su vestido, mientras usted se alejaba entre las mesas del café”.

Frank Kafka.

El escenario es distinto. Hemos naturalizado nuevos usos que no formaban parte de la costumbre. El efecto de la pandemia generada por el Covid 19 ha modificado nuestra normalidad, desconociendo hoy día sus definitivos alcances. Al prepararnos para salir de casa no podemos olvidar, entre los nuevos recaudos, de ponernos una mascarilla sin uso. Pisamos la calle y solo vemos ojos, y a muchos de nuestros conocidos nos cuesta reconocer si en su aspecto se suma una gorra o unas gafas. Vivimos momentos de incertidumbre ante la adaptabilidad a esta enfermedad, se le suma la preocupación de no poder ver, casi, una sonrisa. Pero, como para encontrar algo positivo a la situación, las facciones de las personas vistas en esta nueva normalidad, suelen parecer más interesantes que en los viejos tiempos de cara destapada, de rostro completo.


El uso de la mascarilla parece poner en jaque la comunicación tal como la conocemos hasta ahora. Pero para más inri, se suma una curiosidad, escuchamos menos que antes y no porque no hayamos entendido a nuestro interlocutor de turno, sino que la presencia de la mascarilla parece ayudar a la distracción auditiva. Seguramente echamos en falta la lectura labial y la gestualidad -factores indispensables cuando estamos ante un hablante de otra lengua, tantas veces nos defendíamos mirando los labios o interpretando sus gestos-. También se supone que al hablar, y hacerlo con una mascarilla puesta, se pierde parte de la voz. Somos dialogantes de la distorsión, platicantes de murmullos en estos tiempos.


En cuanto a la percepción de la persona con la que nos cruzamos, el uso de la mascarilla esconde la parte inferior de la cara, lo que generalmente nos produce el fenómeno de rellenar el hueco de lo que no se ve, trabajando nuestra mente en ese rellenado para darle sentido a la imagen. Y en ese proceso, la mayoría de la gente nos resulta más interesante y atractiva que antes. Está en juego un proceso de simetría facial o de divina proporción, fenómeno que ha obsesionado a genios de la humanidad -Da Vinci, por ejemplo- en la búsqueda del promedio, simetría y tamaño de los rasgos a la hora de determinar el canon de belleza. Una fórmula matemática que no he de profundizar pero que se puede buscar en la web y se denomina “la máscara de Marquardt”, fundamental en el ámbito de la cirugía y la medicina estética.


La mascarilla al ocultar las posibles asimetrías de nariz, boca o mentón hace que ese rostro nos parezca menos imperfecto que antes. Porque cuanto más asimétricos son los rasgos, más atractivos los encontramos. Esa necesidad de completar la información que nos falta, permite una interpretación subjetiva inicialmente más generosa que la valoración a la que sometíamos antes los rostros. No solo ocurre con desconocidos, tras largos períodos de no ver a una persona, la mascarilla también nos puede arrastrar a la percepción errónea. Solemos distorsionar las condiciones físicas o emocionales de las personas, porque entre otras características, al pensar incorporamos elementos emocionales que suelen favorecer a la otra persona. En forma particular, al pensar en alguien me puede resultar más emocionante o atractivo su trato o su estampa, que al frecuentarlo y comprobar defectos, tics o carácter, solemos cuestionar a nuestra imaginación que nos lo presentó como algo tolerable o secundario.


Si la parte inferior de un rostro está oscurecida por la presencia de una máscara quirúrgica existe la posibilidad de una mala interpretación de la información que se transmite en todo tipo de comunicación. Se despertarán y profundizarán las siete expresiones faciales universales -ira, disgusto, miedo, sorpresa, felicidad, tristeza y desprecio- pudiendo suscitar la mala interpretación de la información que se transmite en una conversación o la percepción de un canon de belleza que completamos de manera reducida. La tendencia de esa desproporción de lo que no se puede ver y de lo que solemos pensar para amortiguar ciertos efectos o defectos de personalidad, deseo o belleza de las personas, nos tienta a percibir a la gente más agradable, atractiva, interesante o agradable de ver. Estamos cambiando sin darnos cuenta la interacción humana, el distanciamiento social ayuda a que el cerebro nos engañe.


Buscar la mirada se ha hecho una prioridad -que practicaba desde siempre- que antes muchos limitaban por considerar muy intimista o provocativo y directo. El encontrar otra mirada en tu camino te puede generar sensaciones diversas, porque a grandes rasgos la mirada o no miente o nos advierte algunas intenciones. Es a través de la mirada donde se genera seguridad o inseguridad, mucha inestabilidad. Los ojos, generalmente, expresan lo que el mensaje y la postura muchas veces callan, pero nada es definitivo en la alquimia comunicativa, no todos saben interpretar una mirada, pero mientras dure esta situación de mascarilla obligada, los ojos parecen ser los nuevos labios.


La expresión facial refleja parte de nuestros sentimientos, es parte de nuestra esencia y se ve cercenada nuestra gestualidad. Tendemos siempre a idealizar, a engañarnos con la imaginación y tantas veces preferimos presumir que mirar -una persona a medio vestir resulta tantas veces mas sugestivo que un desnudo-. La nariz, boca y mandíbula fueron los grandes sacrificados con las previsiones para atenuar los efectos de la epidemia, al obligar el uso de la mascarilla. La boca, su sonrisa, su simetría, la distribución de sus dientes, el dibujo sugestivo o sinuoso de sus labios nos quitó parte de esa sensación de placer o deseo en este increíble 2020. Somos efectos ópticos que generan cosas que parecen ser y no lo son, tal vez la terminación modal debería estudiarse en todos nuestros movimientos cognitivos, porque parece ser que somos una interacción continuada de mutuas conexiones tantas veces imaginadas...

 



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