sábado, 10 de noviembre de 2018

Quien quiere vivir eternamente


"Respondiendo a las informaciones y conjeturas que sobre mí han aparecido en la prensa desde hace dos semanas, deseo confirmar que he dado positivo en las pruebas del virus y que tengo el sida. Es hora de que mis amigos y mis fans en todo el mundo conozcan la verdad, y deseo que todos se unan a mí, a mis médicos y a todos los que padecen esta terrible enfermedad para luchar contra ella”.
Freddie Mercury, a través de su portavoz Roxy Meade.

Al día siguiente, murió. En aquel momento, 24 de noviembre de 1991, pareció absurdo develar que padecía la enfermedad del SIDA un día antes de fallecer. La lógica no permitía suponer que, en verdad, fue una señal de valentía. Podría haber muerto con el silencio de su afección, tal vez fue una manera de abrir una puerta para que todos aquellos muertos de aquellas décadas por “la peste gay” dejarán de sentir el oprobio de una enfermedad que avergonzaba y marginaba. Freddie Mercury siempre fue una estrella, el rock le permitió magnetizar a las masas, pero en esos últimos meses, no pudo frenar el terrible impulso que la prensa sensacionalista británica llevó a cabo: un goteo constante de un puñado de fotos donde su delgadez extrema y aspecto enfermizo demostraba que el morbo no conoce de privacidad.


Era un secreto a gritos. Los videos de su último álbum, “Innuendo”, no solo vaticinaban el final a través de esas terribles letras de despedida que fueron aquellas últimas canciones, su aspecto consumido parecía haberlo reducido, achicado. Maquillaje casi blanquecino y luces como trucos de iluminación no lograban disimular la conmoción que generaba su estado. Pero esas últimas letras, esa manera que prefirió para despedirse pudo convertir ese trabajo, y tal vez el anterior, “The miracle”, en otra especie de obra maestra, distinta a la inicial de “Una noche en la ópera”. Mantenían la majestuosidad de los años 70 con el ritmo vertiginoso de los 80 (en The Miracle) para firmar un réquiem que al poco tiempo se convirtió en un clásico. Freddie nos decía que se iba con ese último trabajo, pero nos dejaba la inmortalidad de su voz, el magnetismo de su personalidad, de su leyenda y de una despedida que todo líder sueña con transmitir: “el espectáculo debe continuar, por dentro mi corazón se rompe, mi maquillaje quizás se esté desconchando, pero mi sonrisa todavía permanece”.

Su pérdida fue un impacto para la música, todos le lloramos. Veintisiete años después nos seguimos preguntando qué hubiera pasado si no contraía esa enfermedad o se la hubiera tratado. ¿Hasta dónde habría llegado? Nunca podremos saber si Queen hubiera seguido dominando el panorama del rock, pero somos más de uno que a la hora de definir cuál ha sido la mejor banda de rock seguimos afirmando que Queen. Su mito continúa en aumento, su leyenda no deja de crecer. Su voz está siempre presente, sus letras suenan en todo momento. Son demasiados los temas que dejaron huella. Sus conciertos fueron memorables, fueron tal vez de los primeros en activar el concepto de show integral, donde la magia no radicaba en cómo actuaban, sino en cómo lo sentían, cómo lo vivían, cómo lo transmitían, cómo eran ellos.

La cima la alcanzaron en 1975 y la perdieron en parte luego de publicar “The Game” tal vez a causa de diversos factores, personales incluidos; pero un hito como el Live Aid, en Wembley, en 1985, cimentó uno de los momentos más gloriosos en la historia de la música, rescatando al grupo y elevándolos a la categoría siempre exagerada de dioses. Freddie se lució ante 75.000 espectadores y una audiencia televisiva de mil quinientos millones de espectadores a través de setenta y dos países. En el Live Aid participaron dieciocho grupos notables que cambiaron la cara del rock. Pero todos recuerdan sobremanera los veinticuatro minutos donde Queen tomó el escenario. Seis temas nomás, comenzando con un fragmento de Rapsodia Bohemia que enlazaron con Radio Gaga y Hammer to fall. A continuación, apoyado por su guitarra, Freddie recuperó en vivo una especie de himno que estaba en desuso en sus conciertos: Crazy Little thing called love. Como remate, We Will rock you y We are the champions. Veinticuatro minutos que son eternos, que se repiten con nostalgia para adular a un genio que magnetizó tantas almas en tan pocos minutos.

No es una reseña de una trayectoria musical. No es una entrada donde abunden secretos o anécdotas. Es solo el reflejo de un sentimiento de emoción que generó el grupo, sumado a una figura descomunal. No solo por sus dotes vocales sino por esa imaginación estética y compositora que le permitió una múltiple disposición de estilos, desde el rock, vodevil, góspel, jazz, ragtime u opera. Por lo que representó. En un momento en que la música cambiaba a pasos agigantados, Queen seguía siendo un clásico, sus discos eran de compra obligada, aunque tuviera de esos que uno no sabe cómo defender ante los detractores – Hot Space o The Words-. Queen fue mi infancia y mi adolescencia, catorce álbumes de estudio con una evolución constante, con temas icónicos, con shows multitudinarios. Fue presentarme ante mi padre y desafiar el horario de la música en casa un sábado por la mañana y apoyar la púa sobre Rapsodia Bohemia. Fue enfrentar la cara de enojo de mi padre por poner algo que consideró una falta de respeto por la música. Fue pasar el tiempo y tener que escuchar a mi padre decir que yo conocí a Queen gracias a él.

Antes de terminar de escribir vi la película. No suelo interrumpir mi escritura, pero hoy pasó. La película muestra a un Mercury auténtico, pero en nuestra juventud no interesaba sus contradicciones, su ambigüedad. The Queen fue liderado por un vocalista con un registro y un talento que puede ser considerado de otro mundo. Murió si se quiere en “otro mundo”, cuando esa cruel enfermedad se cebaba sobre una población que no atinaba más que a morir en un silencio desnaturalizado. Si fuera hoy estaría vivo, con tratamiento de por vida, pero vivo. Hoy no sería estigmatizado, en algunas cosas hemos ido evolucionando. Hoy su voz sigue viva en cada estrofa, en cada video donde se recrea alguna de sus improvisaciones con el público, sigue vivo en todo aquel que necesita cada tanto escuchar su música. Freddie nos metió a todos en sus bolsillos, nos tuvo en la palma de sus manos y todos a sus pies, viendo cómo se paraba el mundo. Show must go on, es verdad. El mundo siguió, pero no ha logrado dejarlo atrás, por eso Freddie Mercury habita en la inmortalidad, aunque lleve muerto casi veintisiete años.

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