domingo, 28 de octubre de 2018

Un pasaje hasta ahí


“El mundo es un libro y aquellos que no viajan sólo leen una página”
San Agustín

Hay demasiadas maneras de ver el mundo. Tantas veces envidio la forma de definir el planeta a aquella persona que nunca se movió de su barrio. Tal vez para hacerte una opinión sobre las cosas de la tierra solo se necesite un buen libro de historia, una gran memoria que te devuelva nociones elementales de geografía de segundo o tercer año y la capacidad de comprender diversas situaciones. Hay gente que no llega nunca a desplazarse en su vida, seguramente por no tener un propósito, porque no pueden o porque presienten que no se sentirán como en casa. A otros su espíritu aventurero le quema entrañas, casi con necesidad constante de expandir horizontes y habitar diversos hogares. Otros, los vaivenes de los países y los descalabros de sus habitantes les han invitado a buscarse la vida en otra parte, y ahora están los millenials (entre 18-34 años) que prefieren gastar sus dineros en experiencias antes que en hipotecas.


Yo he viajado para cambiar de lugar, para conocer otras costumbres, para rodearme de otras experiencias, para descansar caminando, para aprender. También un día he viajado porque pensé que era la mejor opción -temporaria, aunque nunca se sabe por cuánto tiempo- de subsanar un mal momento de mi país y de mi situación. A veces viajo para visitar conocidos que tomaron mí misma decisión y alguna que otra vez me subo a un avión o a un autobús para reanudar una relación que se generó viajando. He logrado una experiencia que me permite no sentir ese gusanillo previo de temer lo desconocido, pero mantengo una preocupación anticipada de que todos los pasos que se generan en un desplazamiento se realicen dentro de lo previsto. Y soy obsesivo en la programación.

La percepción del mundo no se basa en una visita de cinco días, pero la percepción se ensancha, el tiempo mágicamente se ralentiza y la vista favorece el ejercicio de la reflexión, como sostenía Aristóteles. Pero no se trata de un proceso lineal, tal de que el necio viaje porque ha leído o escuchado que el viajar abre las mentes. Se conoce de gente que ha conocido mundo, que lo ha disfrutado en exceso pero que, en sus formas de tratar, de pensar, de sentir o vivir, sigue siendo un marrano. Es verdad que viajando uno deja de ser la misma persona, pero no significa que siempre sea para mejor. Siempre depende de la persona.

La filosofía griega sostuvo que la reflexión proviene del ejercicio de mirar. Pero para viajar es bueno contar con los cinco sentidos, ya que cada uno de ellos guarda memoria. Siempre he creído que todo depende de la mirada, hasta que un día mirando una aplicación de mapas, me abrazó un recuerdo de la infancia proveniente de un olor que me era habitual al jugar al futbol con mis amigos. Me apoyé en la vista para focalizar ese aroma y resultó que estaba frente a mí, dándome sombra. Una magnolia con su flor abierta me devolvió a aquellos tiempos de purrete que creía que la felicidad pasaba solo por patear un balón, sin reparar que una flor que desarrolla sus pétalos en forma de estrella -una vez abierta- y de hoja blanca, ha marcado mis primaveras y mi lugar en el mundo, aquella querida plaza Alberti.

Viajando con mi mujer he aprendido a conocer la intimidad de un lugar a través de las formas de sus ventanales, de lo colores y grosores de sus puertas, de la puesta en escena de sus mercados callejeros. Los colores, las formas y las texturas de frutas y verduras han invitado a más de una foto, que se sumó a la peculiaridad de sus vendedores, además de sus gritos, sus formas, sus tradiciones, sus consejos. A pesar de no realizar turismo gastronómico, solo recurro a la comida rápida cuando la economía apremia o se tiene la necesidad de poder utilizar un baño público. En los últimos años he abandonado los hoteles para poder pernoctar en departamentos o casas rurales, donde el cocinar sea una opción y ante la posibilidad de conocer un restaurante o bodegón recomendado, poder percibir las costumbres de la verdadera comida local. Es sistemática la reacción de todo aquel que me visita en tierras vascas al conocer el plato de chipirones en su tinta: más de una vez se resisten a probarlo, pero el sabor siempre está en la boca y en el olfato, hay sentidos que pueden confundir porque están invadidos de prejuicios, en este caso, imperdonables.

Cada lugar aporta distintas sensaciones. Guardo excelentes recuerdos de mis diversas salidas, comprendiendo que no hay lugar malo para conocer, lo que tal vez marque o mal predisponga son las actitudes de algunos ciudadanos. A mí el viajar me da energía, tal vez me devuelva a la ilusión del niño por poder seguir conociendo y aprendiendo. Viajar es recordar los buenos y los malos momentos, y tratar que aquellas experiencias que en algún momento frustraron, se conviertan en aquella anécdota que despierta alguna sonrisa y hasta añoranza. De esta manera, viajar sigue siendo un deseo.

La primera vez que visité el museo Reina Sofía sentí profunda envidia de un grupo de niños estudiantes madrileños. Juntos observábamos el Guernica de Pablo Picasso y pensé que esos niños tal vez no eran conscientes de que millones de habitantes tal vez solo pueden ver ese enorme mural de 7.77 por 3.49 metros a través de una foto, de un video o de un libro de historia de arte. Recuerdo que no pude reprimir un puñado incesante de lágrimas, vamos que lloré a mares, y nunca supe por qué, pero tal vez no importe la razón, sino que pueda asociar lo que me reste de vida que al observar ese cuadro me sentí vaya a saber porque, acompañado. Con el paso de los años tuve la posibilidad de acercarme aquí bien cerca, a Gernika, para acompañar un contingente de jóvenes africanos. Todavía conservo un pdf que preparé para explicarle a cada joven que las partes que componen aquel mural pueda, tal vez, encerrar parte de nuestras propias historias, en este caso de arriesgar todo por cruzar buscando un mañana, para tal vez no conseguir nada más que conocer la indiferencia que alguna vez habita a los humanos.

En mis primeras salidas la ansiedad de dejar todo registrado en fotos era una constante. Al principio regulando los carretes de cinta, luego programando la batería de la maquina digital y la memoria de la tarjeta -solucioné ambas cosas con dos juegos de ambas-. Una noche en Edimburgo, compartiendo un hostel que era una vieja iglesia anglicana reconvertida en parador, dejé cargando la batería mientras cenaba. Mis ocasionales compañeros de room eran nipones, y tuvieron la mala suerte de pisar el cargador, cargándose mi planificación para el viaje por Inverness y el lago Ness de los siguientes tres días. Como soy testarudo me persiguió el incidente todo el viaje, pero lo compensé con la compra de esas máquinas descartables y con varios latinoamericanos y un catalán que nos acompañaron en la travesía y se encargaron de que no nos faltaran fotos. Aquel creo que fue uno de los mejores destinos y momentos, no sé porque aún no hemos regresado a Escocia.

A la gente le cuesta conocer otra gente y aceptarla. A través de mi experiencia, y tal vez por mi manera de ser, puedo dejar de lado estereotipos absurdos que dividen y no enseñan más que la desconfianza y arbitrariedad que prejuzgar encierra. En las últimas décadas puedo presumir que guardo una excelente relación con personas de diversos países o ciudades. Una de mis primeras cenas en este País Vasco me dejó una enorme enseñanza. Habíamos conocido a una pareja de cordobeses de Argentina y los habíamos invitado a comer a casa. Casi al final de la velada, mi visitante para compartir el buen momento que estábamos disfrutando, me regaló una máxima que me sorprendió y me dio a entender que el prejuicio anticipado solo divide: “Nunca pensé que la pasaría tan bien con dos porteños”. Lo tomé como un halago, porque ni mi mujer ni yo representamos a los habitantes de la capital, sino que somos dos personas que a duras penas nos representamos y que tratamos de pasarla bien y hacer lo mismo con los que nos rodean. Pero a Juan tal vez le sirvió para descubrir que es más importante conocer a la gente que a sus dichos o estereotipos.

Hace tiempo que no viajo. En realidad, este año estuve de visita en Argentina, pero me he acostumbrado a decir que cuando viajo a mi país no viajo, es regresar y en ese movimiento se juegan emociones intensas, recuerdos, añoranzas y recuperos. No sé si se descansa, pero es necesario regresar a la esencia, al hogar de los padres que alguna vez fue también tu hogar, aunque tu madre se empecine aun hoy en mantener tu habitación como si fuera un museo todavía habitable. Tal vez si sea viajar, tal vez confirmes allí que has abierto tu mente, que has conocido mundo pero que no habrá pocas cosas más amenas y necesarias que almorzar o cenar otra vez con tus padres. Y tal vez no lo habrás valorado hasta que se perdió esa habitualidad…

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