martes, 22 de mayo de 2018

Todo el mundo loco y yo sin poderte ver


“Había aprendido la peor de las lecciones que puede dar la vida: la de que carece de sentido”.
Novela Pastoral Americana, de Philip Roth.

La gran novela americana encierra una idea, tal vez un tópico que se acuñó durante la segunda mitad del siglo XIX. Seguramente su concepción encierra una realidad semejante a ese otro slogan que las tierras del norte del continente americano tanto gusta estampar: el gran sueño americano. Lo cierto es que, desde su origen, se persigue de manera casi anual el sueño de la gran novela americana, con el pleno convencimiento que arrastran los norteamericanos que lo que sucede en EE. UU será lo que suceda en el mundo, que ellos son el mundo. Es parte de la fiebre de un país que abruma con otro cliché: el dueño del patriotismo.


Pero guste o no, ha sido la constante de la literatura de aquel país desde prácticamente la irrupción de Moby Dick, de Herman Melville, La letra escarlata, de Nathaniel Hawthorne, o La cabaña del Tío Tom, de Harriet Beecher Stowe. Estas tres obras maestras abrieron el camino de lo que fue primeramente considerado el realismo literario. El concepto de marketing o de show tan vinculado al gen que se generó en la concepción multicultural de los Estados Unidos, obligó a lo rimbombante. Pero, tal como sucedió con el Realismo Mágico, no fueron eslogans presuntuosos surgidos de esas nuevas tierras descubiertas del continente americano. Esos lemas surgen de la medida y sigilosa Europa. Luego el convencimiento del ego de todo el continente llevó a sentir propio el concepto: américa quiso ser mágica y los Estados Unidos, los hacedores de todo lo grande que surja. Y ambos conceptos se mantienen, a pesar de acuños de la desmedida fantasía.

Quizás estas técnicas derivan del cine y de la escuela behaviorista. El narrador se limita a describir lo que pasa, confiado en que el lector visualice a través de la interpretación del diálogo y del comportamiento que se deriva de la historia, el razonar de los conceptos solo a través de la sensibilidad o subjetividad lectora. De un país que atesora conceptos o eslogans rutilantes, la literatura podía llegar a plantear la necesidad de que el lector neutralice al autor en la cuestión de la subjetividad y la continua manipulación. Esto no es un axioma universal, solo es mi manera de razonar parte de los numerosos fenómenos contradictorios que rigen nuestra historia o bagaje cultural.

América se convirtió en el pulso de la humanidad, el ritmo y la atmosfera de lo trascendente. Y nos fue nublando la perspectiva a todos, ya que hoy parece inviable poder despegarnos del juicio consumista de todo lo que hay que saber, todo lo que se debe conocer, todo lo que se debe vivir, que nos persigue en cualquier ámbito y nos hacen sentir ansiosos por todo lo que no nos debemos perder para formar parte de este maravilloso circuito o sistema. Y los Estados Unidos no defraudan, desde aquellos comienzos antes mencionados, año tras año, nos fueron legando la posibilidad de desasnar hoja tras hoja, volúmenes de interminables y espesas novelas, que superan con pasmosa serenidad las setecientas páginas y que persigue la inmortalidad a través de la idea de la gran novela americana. No es habitual que alguien reconozca lo difícil que suele ser la literatura americana, más de uno de esos libros considerados esenciales y clarificadores, me han resultado desconcertantes pero atractivos al mismo tiempo. Eso define más que nada, lo enigmático pero difícil de las letras del norte americano.

Y una camada de escritores nacidos en la década del treinta del pasado siglo mantuvieron encendida la llama del dreamer americano. Estos autores continuaron el legado de William Faulkner, John Dos Passos, Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway o John Steinbeck, pero se apartaron del concepto de Generación perdida que esos atesoraron. Los nuevos escritores eran finalmente los dignos representantes del sueño, de la eterna gran novela que se sucede año tras año, del consabido América todo lo permite, como consagrarse como escritor siendo apenas un púber. El estupor de haber generado un monstruo terrorífico como fueron las grandes guerras mundiales obligaba a retomar el sueño y fetichismo de ser distinto, diferente y que esas cualidades permitían al mundo el generar algo definitivo, algo sublime, algo perfecto.

Don DeLillo, Thomas Pynchon, Saul Bellow, Norman Mailer, John Updike, Cormac McCarthy y Phillip Roth ofrecieron su estilo propio para profundizar la idea. Se les sumaron los “realistas sucios” de Charles Bukowski, Raymond Clevie Carver, John Fante, Richard Ford, Tobías Wolff o Chuck Palahniuk para aportar a la grandilocuencia del género una parte minimalista de un numeroso estrato que aspiraba al gran sueño desde una baja condición social, sin lujos y con la ilusión de que el ingenio te puede llevar a la cúspide, a imponerte. El dreamer se concibió entonces desde la profundidad del desaliento, desencanto y desilusión: la familia o institución familiar con un ahogado anhelo de revertir el agobio, la incomunicación, la frustración, el contrasentido, la soledad y el fracaso. Y el sueño americano motivaba así al gran estrato social que sobrevivió a la guerra y necesitaba creer que a todo lo que soñamos aspirar se podía aspirar y lograr, el moverse o hacer algo distinto para que se cumplan tus sueños.

Philip Roth recibió premios importantes como el National Book Awards (dos veces), National Book Critics (dos veces), PEN/Faulkner Awards (tres veces), Pulitzer y Man Booker International. Año tras año figuraba a la cabeza de los obligados al Nobel, pero el dreamer de alcanzarlo no llegó nunca a la orilla, con la fina y sutil ironía, que, al momento de su muerte, el premio no se dicta ni se entrega por un conflicto sexual, tan a su medida el contrasentido. Su prolífera obra (31 novelas) se basó en el sentido del humor, la ironía descarnada, la lujuria masculina, del conflicto o represión sexual para inmortalizar novelas burlonas, audaces y complejas que retrataron el infortunio o la desgracia de un legado, de un sueño oprimido que escandaliza cuando se impone, la barbarie cultural del oprimido que triunfa. Escribía como un fanático, pero era un sabio en medio de la histeria.

Todo esto lo convirtió en un escritor total, con la particularidad de que al escribir sobre la esencia americana se convirtió en una letra de una absoluta universalidad. De ahí, que en su muerte se deba destacar como la esencia del sueño que rara vez se cumple como algo perfecto, del contrasentido de escribir decididamente en forma personal y puramente americano, pero a su vez extrapolable a rincones y personas de todo el planeta, el contrasentido de desnudar todas nuestras contrariedades y represiones mostrándolo como el resplandor de una tara colectiva. Ese es mi homenaje a este gran escritor que no inventó ningún mundo, sino que, para llegar al gran sueño, a la gran novela, abrió de par en par las puertas de nuestro interior para anunciar el eterno y extremado derrape íntimo, el absurdo de un conflicto eterno que no sabemos surcar para que el sueño no sea siempre una eterna pesadilla…

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