domingo, 29 de abril de 2018

Todo se construye y se destruye tan rápidamente


"Aquel que camina tiene siempre presente su cuerpo, consciente más que nunca de sí mismo y del tiempo de su vida".
Milán Kundera – Novela La lentitud.

Culturalmente nos imponen una velocidad en el vivir con la finalidad de ir de prisa para ganar tiempo, que luego se consume sin hacer nada. Nos cuesta vivir de forma creativa y humana. La gente se agota, la masa está histérica, la familia apenas se junta, el sistema económico y financiero parece cada día más inhumano, se vive conectado a una pantalla donde se mata gran parte de ese tiempo que ganamos al correr sin sentido. La excusa es que no se lee, no se habla, no se desayuna, no salimos a andar, solo porque no tenemos tiempo. Pero si ocasión sobrada para responder wasaps, mirar videos de YouTube, conectarnos a Facebook o suscribirnos a Netflix. Somos la generación que definitivamente ha perdido lo esencial.


Los siglos transcurren anodinamente solo perturbados por conatos de revolución y cambio. En estos momentos se podría definir culturalmente como la revolución del aburrimiento, donde la soledad parece ser su estandarte. Soledad y enojo, porque no se puede disimular el enojo casi caprichoso por el que atraviesa la mayoría de la población mundial. En la era de la conexión tecnológica masiva, vivimos en un mundo donde en realidad, nadie se conoce. La mayor parte de la gente camina con el móvil en la mano, algunos por si suena alguna actualización y no se le escucha por el ruido o tráfico callejero; otros para hacer llamadas que solo confirman que están cerca de casa y la mayoría, sin más miramientos que la focalización fanática y obtusa sobre la pantalla del teléfono móvil en el desesperado intento de creer que se está “haciendo algo”. En ese mecánico transcurrir, somos indiferentes a nuestra propia ciudad, a la gente, solo sostenemos una estrecha relación con el ruido de nuestro teléfono y lo definimos tristemente, como conexión.

Debemos mostrar públicamente un estado de continua ocupación. Al no lograr escapar al concepto de velocidad nos arropa la ansiedad, el estrés y la depresión. Desperdiciamos nuestra condición de finitud al acelerarnos sin sentido, al estropear el poder que tiene la espera, la contemplación y el crecimiento interior. La aceleración social se impone como un concepto errático de competencia, productividad y crecimiento social. El tiempo no escasea, solo que no se dispone de lucidez para confirmar que, de detenernos, el tiempo sobra para hacer cosas productivas, no impuestas. Las intensidades puntuales impuestas por la histeria colectiva no dejan ver la experiencia de la demora, del andar pausado, de la relajación regular, de la duración natural. Todo está dominado por el concepto de cortoplacismo.

A los niños se les educa en el arte desesperado de encontrar nuevas sensaciones, experimentar permanentemente con más y más actividades, por que el niño no debe estar aburrido. Y a pesar de eso, se aburre, se distrae, es más caprichoso, déspota y prácticamente no sabe lo que representa concentrarse. Y en vez de empoderarse de soledad, para sostener la demanda con su imaginación, se apoya excitado en ese adulto que le atiborra de extra escolares para que le siga excitando, para que se agote sin más esfuerzo que el de vivir agitado. Ese niño necesita más estímulos, es la conclusión de un convulso adulto que confunde utilidad, rendimiento y eficacia con un no sumergirse en su interior para saber verdaderamente que es lo que se quiere conseguir o disfrutar.

Se le tiene miedo al silencio, tal vez pánico. Mas miedo que al grito. Se tiende a evitar el silencio, posiblemente por temor a quedarse a solas con uno mismo. Si lográramos escucharnos, comprenderíamos que somos silencios.    Tal vez el silencio nos pueda servir para conectar finalmente con nosotros mismos, con nuestro interior, con nuestra identidad, con el verdadero concepto de la concepción del tiempo. Existen experiencias para los que el lenguaje no sirve, porque en realidad el silencio es una forma de conocimiento y una manera de visibilizar la resistencia frente a tantas agresiones externas. Y otra manera de conectar con nuestro interior se da al caminar en silencio, sin apuro y contemplando.

El niño no camina, va en coche a todos lados. Y el adulto más de lo mismo. Tantas veces consultando en la calle por la distancia hacia una dirección determinada, la respuesta que agobia del que siempre está agobiado será: “uff, vamos a ver. ¿Estás con coche?”, tal vez para cortar una distancia menor a un kilómetro pero que te la muestran como un abismo insalvable. “Tengo tiempo y ganas de caminar” puede ser una respuesta subversiva en estos tiempos porque, en el fondo, no deja de ser un acto de resistencia. Caminar es reparar en el propio cuerpo, en nuestra respiración, en calmar la mente acelerada, en buscar el silencio interior.

"Caminar nos introduce en las sensaciones del mundo, y que hay que hacerlo porque sí, por el placer de degustar el tiempo, y que, además, implica humildad ante el mundo e indiferencia hacia la tecnología; cuando todo consiste, simplemente, en existir", sostiene el contemporáneo sociólogo y antropólogo francés, Tomás Le Breton. Andre Leroi-Gourhan, etnólogo, arqueólogo e historiador francés del siglo pasado, afirmó que “la especie humana comienza por los pies”. Para Roland Barthes, filósofo y semiólogo del siglo pasado y también francés, “caminar es nuestro gesto más trivial, y por lo tanto, el más humano”. En todo caminar puede radicar una huida, siempre que en ese huir se logre una transformación o el verdadero sentido de la existencia.

Estas experiencias deben ser consideradas como un recurso que enfrente el ritmo inhumano de nuestras ansiedades y actividades. El tiempo no falta, se nos vuelve contra nosotros como un aplazamiento de un concepto kafkiano de que la espera es la condición ideal del ser humano. La calma y el silencio no son tolerados, por eso un caminante solo puede ser un anarquista, un loco o un vagabundo. Pasamos por las cosas sin habitarlas, hablamos con la gente sin escucharla y almacenamos información sin razonarla. Debemos aspirar a lo que ha señalado con criterio Le Breton: “No se trata de que sea útil, sino de ser la expresión de una voluntad de tomarse un tiempo en lugar de dejar que el tiempo nos tome a nosotros”. El tiempo vuela, aunque lo transitemos histéricos o acelerados. Que vuele, pero que nos permita volar, podría ser su mejor aprovechamiento…

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