sábado, 17 de marzo de 2018

Uh, que dolor sucio y traidor me envenena el corazón


“La felicidad es ideal y utópica, es obra de nuestra imaginación”.
El Marqués de Sade.

Hace poco un joven para graficar mi escritura en este blog, lo definió con el contundente: “escribes largo, no hay quien lo lea”. Lo que parecía una devastadora crítica, se convertía en la mejor radiografía de mi obtusa práctica, la duración de mis contenidos. Y eso que me he ido aggiornando, en el último año me estabilicé en las cuatro carillas Word por entrada, bastante lejos de aquellas seis páginas de los primeros años. El joven, que apenas lee, fue gráfico y certero, ya que el escribir largo parece ser una forma de protesta a estos tiempos donde los contenidos deben ser lo más reducidos posibles, y su utilización, apta para el aburrido copia y pega masivo, donde todos acceden a la misma información, pero nadie la desarrolla ni la cuestiona con razonamiento.


Soy de otra época. Si bien me he adaptado plenamente a este 2.0 donde todo se edita y se comparte, mi educación está basada en el siglo pasado, y eso es determinante. Sigo pensando que un maestro es aquel que sabe transmitir con amor sus conocimientos. Sigo convencido en que el saber se incorpora preguntando, oyendo o leyendo. Sigo renegando de la vagancia de la comodidad tecnológica, que nos deja saber algo de todo, pero en realidad, al raspar, sabemos poco de nada. No recuerdo ninguna arenga, pero me ha quedado como máxima que un maestro aprende de los profesores que ha tenido. Y yo tuve buenos profesores, aquella vieja estirpe algo olvidada, que encaraba sus labores con dignidad, pero con pasión, aquel sentimiento encontrado, que hoy buscamos en los culebrones o historias de amor desmedido, porque lo que es pasión, parece ser un sentimiento devaluado o incomprendido de lo impracticado hoy.

Parece rota la cadena de la tradición. En estos tiempos parece no importar como se hacen las cosas, se haga bien o se hagan mal parece dar lo mismo. Son tiempos políticamente correctos, es la era del estado de bienestar, es el momento donde más se disimula que a nadie le importa las obligaciones escudándose en los derechos, es la época de la falta de convencimiento o pasión por transmitir. Todo parece efímero, a pesar de que, como nunca, tenemos toda la información al alcance de una mano, de un click, de una sola palabra en un buscador. Si se rompe la cadena de la tradición, es difícil recuperarla. Sobre todo, a nivel de la masa, ya que individualmente, perduran especímenes que resisten el desbastador paso del tiempo tecnológico, que hace que el saber parezca que ocupa demasiado lugar y se descarte.

Leer cansa, y para muchos, mata. Si no, no se puede explicar la fobia que conlleva abordar un libro sentado durante más de una hora. La cercanía del móvil, los posibles wasaps pendientes de leer y contestar, el mando de la teve y el ordenador y la Tablet tan cerca de nuestra mano diestra, nos alejan cada vez más del papel y de la relajada actividad lectora. La literatura sigue siendo vida, porque la literatura es cultura. Los libros, según palabras de Frank Kafka, tiene que ser el hacha que rompa el mar de hielo que llevamos dentro. Leer a veces educa, pero, sobre todo, aclarando que es mi parecer, leer despierta la conciencia. Lo mismo sucede con el escribir, y yo lo hago, aun cuando ya tengo claro que no aspiro a sentirme escritor, y mucho menos, a sentir que soy decididamente culto. Cuanto más leo, más me pregunto. Cuantas respuestas encuentro, más dudas habitan en mi interior. Solo sé que no se nada, razonaba Sócrates, y como él, esto me distingue de los demás filósofos, que creen saberlo todo, pero que no quieren aprender de nadie.

Sigo insistiendo que, leyendo, hablando, escribiendo, escuchando, es como se despiertan las conciencias y se aclara la oscuridad que nos cubre. Pero ya no podemos recomendar a un niño la lectura de Verne, Salgari, Twain, Stevenson, Dickens o Dumas, sin que nos fulminen con el desprecio o indiferencia de sus miradas. Ni aconsejar la lectura de Joyce, Tolstoi, Víctor Hugo, Shakespeare, Cervantes o Proust a un adolescente. Debemos mirar con disimulado desprecio cuando las estadísticas de hoy no se sonrojan al precisar que los jóvenes de hoy leen más que nunca, porque el wasap o el Facebook no puedo considerarlo lectura ni cultura, sí formadores de esta conflictiva conciencia social. Las redes sociales parecen ser las antologías de estas épocas, contra los gustos actuales parece que no se puede mediar.

Vivimos una temporada donde dicen que se han despertado las conciencias ante las desigualdades o abusos, la sociedad se sitúa en un diagnóstico que carga contra la divergencia, a pesar de pregonar la necesidad de la diversidad. Somos contradictorios, nos alejamos de la política por doctrinaria, pero le trasladamos aquella ideología que contenían las religiones o políticas a este supuesto estado de libertad, donde el error se castiga con la lapidación mediática o la marcha programada, o el escrache que apedrea o intimida. Son tiempos donde están en la picota escritos de Nabokov o de El Marqués de Sade. Hasta me parece absurdo encarar estas líneas de defensa a sus trabajos literarios. Del polémico escritor francés, solo puedo recordar que fue perseguido en pleno Siglo de las luces, por los seguidores del antiguo régimen, como por los de la asamblea revolucionaria. Ninguno de los sistemas pudo asimilarlo, no había término medio: podía parecer un espíritu libre o revolucionario, a ser considerado un espíritu disoluto. En todo caso purgó en cárceles o asilos mentales por delitos que no había cometido, solo los había escrito.

La escritura de El Márques de Sade puede estar repleta de pensamientos atroces, pero es indiscutido que, como pocos, o casi nadie, logró adentrarse en las profundidades de la compleja psiquis humana, esa indescifrable maquinación de deseos o bajos instintos. Su literatura aun nos recuerda que dentro del ser humano se alberga tantas veces lo gris de las almas, la irracional naturaleza de un animal que puede mostrar su cara menos complaciente. Nadie llegó tan lejos en esa exploración de la crueldad. De ahí que esa supuesta corrección políticamente correcta que hoy vivimos nos puede alejar de la autenticidad que algunas letras profundizan, por el simple hecho que las convulsas filosofías de estas mentes pueden contagiar a estas masas que no razonan, sino que imitan.

En la misma situación se haya la literatura de Nabokob. “Lolita” sigue siendo una novela, la palabra ficción demuestra que ha ficcionado sobre lo que las palabras dicen y lo que realmente cuentan. “Lolita” es una novela moral pero no moralista, no lo tiene que ser, porque el ser humano es un hipócrita simulador que denuncia que el perverso siempre es el otro, pero día a día nos sorprende cuando salta la perversión de nuestro entorno. Habrá lectores que sufran su lectura, pero existirán los que lo disfruten. El lapidar o condenar a Nabokob nunca esconderá la indescifrable conciencia del ser humano. Si lo miramos desde este punto de vista, “Lolita” no es un libro que debemos o no leer, sino que es un libro que nos lee a nosotros, y sobre todo al moralista que, con el grito y la denuncia, tantas veces cubre su doble moral. Prohibir amenaza la libertad, y todos tenemos la libertad de leer o no a “Lolita”, y a pesar de no coincidir con los pensamientos o actos de Humbert Humbert, poder precisar que la obra está magistralmente escrita, y que Nabokob no inventó el abuso a menores, sino que profundizó algo que suele quemar y al condenarlo, solo tratamos de esconder las heridas de pensamientos que alguna vez nos queman. Si prohibimos es porque somos conscientes de la falta de originalidad de las mentes de hoy, donde la gente por imitación coge lo peor y solo imita las tonterías y le estimula el desorden, por la falta de conciencia.

La literatura mata, siempre mató. Hoy mata la supuesta pereza que da encarar una lectura de algo que supere la media carilla, hoy asfixia reconocer que algunos al leer ficción están sintetizando una supuesta realidad que no se quiere razonar, hoy nos envenena reconocer que nuestros jóvenes a pesar de tener toda la información no saben ni pueden reconocer su ignorancia. Pero en otros tiempos también se asfixió, envenenó, mató o mandó a matar. Son pocas las revoluciones que se gestaron sin una lectura previa, sin un libro ideario debajo de las axilas. Leer no nos hace mejores personas: Mao, Guevara, Stalin, Hitler, entre otros, fueron precisos lectores. Leer no siempre educa, pero siempre forma conciencias. Lo que posibilita que se despierte la buena o mala conducta individual, que tantas veces se convierta en colectiva. Por eso paro en esta cuarta carilla, porque sé que no se me leerá, pero seguiré aplicando aquellas viejas lecciones de mis profesores que me legaron la pasión por transmitir, aunque luego el hombre sea lo que puede o quiera ser…

No hay comentarios:

Publicar un comentario