miércoles, 19 de abril de 2017

Mira que morir es tan natural como nacer

“Bueno, aquí hay un problema de vocabulario sumamente complicado, porque lo que tiene de fantástico el hombre nuevo es que no existe todavía. Todos nosotros tenemos nuestra idea de eso que se ha dado en llamar “el hombre nuevo” y creo que la lucha en común que muchos libramos está justamente dirigida por ese esquema, por ese deseo de llegar a una nueva concepción de lo humano, pero no hemos llegado todavía, estamos muy lejos de eso y el hombre nuevo es un hombre nuevo en un plano a futuro…”
Julio Cortázar – El sentimiento de lo fantástico


En un momento de su vasta carrera literaria, Cortázar entendió que fracasaba reiteradamente en esa búsqueda. Se abrazó a varios procesos revolucionarios, pero confirmó que a pesar de la brisa inspiradora de esos movimientos “libertadores”, se había equivocado y lo habían utilizado. En ese momento, su literatura se liberó de esa terrible carga de postular por un absoluto. Su pluma se apartó de esa necesidad de la trascendencia, aceptó el derrotero planteado por Samuel Beckett: “Fracasa. Fracasa de nuevo. Fracasa mejor”.  No puedo saber si fue un hombre liberado, pero su literatura dejó de perseguir el cambiar el mundo. Literariamente lo logró, pero la sensación de encontrar finalmente al hombre nuevo instaurado entre nosotros, siguió vacante. Y eso que, hasta este momento, muchos más se han postulado -tal vez fraudulentamente- al puesto.

A pesar de una tendencia en alza de un desarrollo espiritual, o análisis psicológico o sociológico permanente del ser moderno, la existencia del hombre nuevo sigue perteneciendo, más que a una posible e inminente realidad, a la acción divina. Es que se necesitan demasiadas condiciones para lograr esa calificación de origen: “Ser perfecto y autosuficiente”, “haber superado el egoísmo natural para convertirse en el hombre solidario”, “integrarse en cualquier sociedad sin necesidad de compromisos con el pasado, presente y el futuro de las mismas” o “ser una persona que en su interior haya desaparecido la naturaleza humana tal como está conformada hasta hoy”. De ahí que al menos, muchos aspiremos a ser considerados hombres normales, calificación que también es muy discutida eternamente.

Somos seres normales, aún aquellos que en alguna área rocen aspectos de excelencia. La esencia es la normalidad del contrasentido existencial, podemos aspirar a encontrar más personalidades históricas, pero el ego de conseguir un componente excepcional, suele llevar a las personas a la inexorable tendencia hacia la hipocresía, la simulación o la impostura. Buscamos entre nuestros pares a un ídolo, cuando en realidad, la presencia de un referente bastaría. No se necesitan héroes, mitos o santos, aunque es importante la presencia moral. Y como la inmoralidad acampa sin restricciones en nuestras sociedades, quizás por ese motivo no nos alcanza la existencia de un referente, anhelamos la reinvención del ser humano, aquel que seguimos buscando como nuevo.

Es difícil filosofar sobre el hombre nuevo sin mencionar las religiones, la ideología o la política. Más acorde es afirmar que es imposible. Resultaría más sencillo encarar este tema adentrándose en estas áreas, pero de ahí no saldría nada “nuevo”, observamos entre fascinados o hastiados la hipocresía de nuestros seres cercanos que por motivos religiosos, pasionales, ideológicos o políticos siguen defendiendo lo indefendible, o peor aún, lo inexistente. “Éste ya está en la cruz, el nuevo está en el horizonte”, frase del maestro espiritual hindú Rajneesh Chandra Mohan Jain (1931-1990) que consideraba que la fuente de la desdicha del ser humano radicaba en el profundo desconocimiento de su propia naturaleza. Me suele suceder lo que a Cortázar, la suposición lamentablemente errónea que la información filosófica o histórica me salva del realismo ingenuo. Más triste cuando en apariencias más sabio, uno comprende que la realidad nunca será lo que parece y que la inteligencia como la ignorancia engañan a los sentidos, desarrollando una visión tolerable de lo que acecha en este mundo. El laicismo absoluto tampoco ha triunfado, aunque liberado de las cadenas opresivas e inexistentes de las divinidades, no logra construir a ese hombre mejor, imagínense entonces lo difícil que es hallar al hombre nuevo.

El laico lucha de forma encarnizada entre la cultura y la religión, entre lo natural y lo divino, entre el alma y el espíritu. Acusa a las religiones de propagar los fanatismos que aseguran las ataduras, e intenta primero con el uso del razonamiento, pero luego con una persistencia casi fanática, de convencer a la mayoría de superar la idea de un Dios. De tanta persistencia de algunos, el laicismo se convierte en una nueva religión donde el pregonar de un hombre sin ataduras, libre de todo prejuicio, emancipado de estructuras, lo convierte quizás en una religión contra las religiones. El laico que actúa individualmente -haciendo su propia vida-, sin interferir sobre los demás gustos posibles, se desgasta porque observa que él tampoco logra generar su hombre nuevo, mientras le desmotivan los vicios en proporciones desmesuradas del viejo hombre que pregona el nunca arribado hombre nuevo. Si el nacimiento del hombre nuevo ha de surgir del colectivo, no se vislumbra manera de ser laico pasivo, de manera individual.

Los “hombres nuevos” que han llegado a gobernar, ya sea en forma democrática o imponiéndose a través de la revolución, nos han dados pruebas irrefutables, de que a la corta o a la larga, que la reforma que pregonan se termina en el momento de llegar al poder. A partir de ese momento, la reforma la desarrollará de acuerdo a “sus” criterios de libertad e igualdad. Los adeptos se convertirán en adoradores militantes, que no verán, no querrán ver o tardarán en detectar arbitrariedades. De mediar críticos, cuestionamientos u oposición, serán catalogados de antidemocráticos, fascistas, anti derechos humanos o desestabilizadores a sueldo del famoso y siempre recurrente “poder hegemónico”. De ahí que uno de los atributos del hombre nuevo sea la mentalidad constructivista, pero para poder acceder a ese pleno derecho se antoja necesario neutralizar al animal político que todo hombre nuevo vuelve a llevar dentro.


El hombre nuevo que sepulte al viejo ha de seguir aguardando el momento. De no mediar novedades, deberemos aceptar que se trata de una utopía. Esta fantasía ha evolucionado a lo largo de los siglos, se pueden vislumbrar y hasta aceptar cambios durante la búsqueda. El hombre ha pasado de adorar divinidades anteriores que surgieron ante el caos -el estado primigenio del cosmos- y que poseían una serie de abstracciones simbólicas, a adorar otro tipo de divinidad -religiosa- que nos habría de llevar a la perfección en una vida eterna en el más allá. Las sucesivas revoluciones que marcaron el contenido de los últimos siglos -nombremos dos para dar ejemplos: La Revolución Francesa o Revolución del 68- quizás plantearon o intentaron sembrar las bases en “este” mundo, de que el hombre nuevo debía partir de una vida nueva o de una sociedad moderna abrazada más a lo científico o cultural que a lo místico. La idea que predomina es la necesidad de alcanzar la seguridad en este mundo. Quizás estemos cerca de aceptar que el concepto de hombre nuevo se asociará siempre a un futuro “cercano”, lo que nos plantea un frustrante problema, ya que nos empecinamos en vivir entre el presente y el pasado…

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