jueves, 16 de marzo de 2017

El diario no hablaba de ti, ni de mí.

“Si una persona va a debatir algo, es importante que sepa lo que está en el artículo y lo que no está en el artículo”.
Cadena pública noruega de noticias NRK beta

Aunque me esfuerce, no recuerdo la primera vez que compré por las mías, un periódico. Esa rutina estuvo dirigida por mi padre y yo me acostumbré a que formara parte de mi vida. Es paradójico, pero lo más hermoso que recuerdo de la presencia del periódico en casa, era la no tan sana competencia con mi padre por levantarse primero para hacerse con el ejemplar que acababa de arrojar desde el ascensor el diariero. Si bien, debía respetar la prioridad intelectual de mi padre, contenía unos segundos la respiración, desde la calidez de mi cama, y si me padre no respondía como un resorte -casi siempre lo hacía- me levantaba raudo y era el primero en hacerme con el ejemplar del día. Quizás sea este el mejor homenaje que le pueda hacer a la prensa escrita.


No era con el periódico, pero yo tenía también mis costumbres, por algo soy hijo de mis padres, la estructura siempre fue un adjetivo calificativo en nuestra familia. Los lunes a la noche, porque era inaudito aguardar hasta la primera hora del martes, bajaba junto a mis amigos del barrio con dirección al mismo kiosco de revistas, en la Avenida Cabildo, y esperaba con avidez la aparición del destartalado camión de repartos, que arrojara los dos fardos o paquetes que le correspondía al kiosco en cuestión y continuaba su ruta. Más de una vez he ayudado a transportar alguno de esos paquetes para acelerar el mágico y necesario momento: hacerme con una edición de la revista deportiva El Gráfico.

Luego de pagar, comenzaba otra ritual y en este caso no era mío. Mis amigos se amuchaban y apuraban en los cuatrocientos metros que distaba mi casa del kiosco para hojear el semanario. Tantas veces la lectura se demoró medias horas en la puerta misma de mi cancel, con el disgusto de mi parte y el temor evidente de que mi madre ya tuviera lista la comida, y yo olvidará parte de esa estructura tan hermosa de mi familia, se solía cenar a las veinte treinta. Los cuatro pisos de ascensor me permitían vislumbrar la calidad de las notas a encarar en breve, las fotos de los goles de River que necesitaba recrear de inmediato -afortunadamente en esa época no existía internet y no te daban todo el día futbol en la tele, es decir, se disfrutaba más leyendo ese tipo de revistas- y al arribar al cuarto piso debía enfrentar el hábito más molesto de mi padre. Sin llegar a sacar mi llave de la cerradura, observaba esa sonrisa pícara y algo malvada de su parte y con una leve extensión de su mano derecha, sin más preámbulos, indicaba que El Gráfico lo leería él primero. Por suerte, mi padre ya no era tan futbolero como era entonces y luego de diez minutos, me lo arrojaba sobre la mesa ratona de la sala y pronunciaba casi la misma frase calcada. “Toma esta mierda”. Creo que la frase era el acabose de mi enojo, era el último que se hacía con la revista -debía agradecer que mi madre no sea futbolera y no haber tenido hermanos- y apenas tenía unos segundos para lavarme las manos mientras escuchaba la misma arenga de mi madre sobre el respeto de los horarios familiares. Lo mágico es que al lunes siguiente fuera con mis amigos otra vez, y semanalmente se repitiera el proceso. La lectura de la revista me llevaba escasos cuarenta minutos, y la he comprado durante veinticinco años, aun cuando no coincidía con mucho de lo que se publicara.

Vuelvo al periódico. Mi padre hacía dos lecturas, la primera ojeada en la cama, recién pasadas las siete de la mañana. La más exhaustiva, la de hojear, era en la sala de casa, una vez superado el hábito de hacer las compras y alguna visita a mis tías para tomar unos mates y de paso leerles el otro periódico en cuestión de mi país. Mi padre leía todo el periódico, yo no entendía cómo podía hacerlo, a mí me bastaba con la sección de deportes, los chistes de la última página y alguna que otra nota de literatura. Como me sucedía a mí con la revista El Gráfico, mi madre era la última de la fila. Luego de finalizar la exacta limpieza de la casa del día anterior, de los anteriores y de los siguientes, le tocaba a ella hacerse con la prensa escrita, y vaya paradoja, ella también tenía su ritual: las palabras cruzadas era su primera referencia. Estudiaba la grilla para darse cuenta de la dificultad que encararía más tarde. Era la situación calcada de mi avistaje con mi revista. Uno, muchas veces es hijo de sus padres.

Nunca me gustó que los medios escritos lucieran ajados. Me fastidiaba que mis ejemplares de El Gráfico -que he coleccionado- perdieran el brillo de su tapa o sus hojas se mostraran arrugadas. Mi padre era algo torpe -otro hábito para destacar de él y que he heredado con una precisión muy ADN- y siempre me retornaba mi revista con algún doblez no deseado. Lo mismo me sucedía al leer el periódico, no soportaba a aquel que no sabía doblar a la mitad el ejemplar para hacer una lectura lógica del mismo. Parece que no, pero guardo un sinfín de recuerdos de esa práctica. Pero no recuerdo cual fue mi primer periódico comprado. Seguramente, en aquellas madrugadas de insomnio cuando bajaba pasada las cinco de la mañana para hacerme con el ejemplar en cuestión y revisar que los avisos publicitarios a mi cargo se hubieran publicado en condiciones y en la página correcta, por mi posición en la agencia de publicidad. Es que siempre trabajé con los periódicos. Hasta escribí informes en secciones que más que secciones eran lo que aquí llaman publinotas. Quizás por eso, tenga claro que hay notas que informan y otras que no, que representan al grupo o a un interés comercial. Lo mismo que me sucede con cualquiera con quien sostenga una conversación. No es sorpresa la manipulación de la información.

Hoy lo primero que hago al levantarme es mirar la prensa, pero ya no en papel. La revolución digital me ha alcanzado y me ha resignado. Pero guardo especial agrado al sentarme en un bar y hacerme con el periódico de papel. Ahora los ojeo, busco lo que en verdad me interesa y luego termino hojeando lo importante. Yo me nutro de la información de la prensa, porque no es para nada un secreto, aunque hoy muchos han perdido el norte en esta cuestión, que nadie puede saber lo que sucede en ninguna parte del mundo, sin la ayuda de la prensa.

Pero ahora estamos enojados. Hemos descubierto -algo tarde como casi todos los descubrimientos- que la prensa responde a un grupo editorial o empresarial que le determina la ideología o lo manera de mostrar la información. O que mantiene sugestivos silencios ante los conflictos afines o sobre los malas formas empresariales de sus mejores auspiciantes. Es llamativo, al venir a vivir a este país, lo primero que me llamó la atención es que la mayoría de la gente lee lo que quiere leer, lo que se siente bien de escuchar, lo bien que le hace que un redactor opine como opina él. Y entonces tienes periódicos de derecha, de izquierda, del centro, de la monarquía, de los más radicales, de tu comunidad y de cualquier otra fobia o gusto que profese el ser humano. Todos leen lo que quieren leer, no se suele ojear el periódico del otro frente, ni como sospecha de que quizás nos estemos perdiendo otro punto de vista de la información. Somos radicales, somos sectarios, somos de sostener un solo principio.

Puedo entender el enojo de la gente. La prensa es el principal manipulador, pero tanto como lo puede ser tu jefe, tu alcalde, tu presidente de comunidad, tu pareja, o tus hermanos. El problema es que la gente ya no hojea, solo ojea buscando la noticia que le alegre el ego y descarta la que le contrarié su manera de pensar o sentir. Estamos en la era de odiar al otro periódico, estamos transitando el grito histérico de que tal periódico miente. Además, esta internet que nos sigue retratando como especie inacabada, sin pulir y tantas veces sin brillar.

Entonces en las redes sociales, tus contactos pregonan que ellos sí que saben interpretar la realidad. Y por jornada, te desmenuzan un nuevo “descubrimiento” del empoderamiento de la prensa y de nuestros lavados cerebros. Tenemos la suerte de siempre tener un contacto que sabe la verdad de las cosas, tenemos la suerte de tener amigos que no sufren la manipulación ni desinformación y “te regalan” sus desinteresados links de información. Ellos también leen la prensa, pero ellos dicen que leen la prensa correcta, la que coincide con sus razonamientos. Y así estamos, aburridos de no tener en la puerta de casa la vieja edición de papel y de tener, a un clic del mouse del ordenador, la puntual referencia amiga de que todos mienten menos él, que es el único que aclara.

¿Y que opinar de aquellos conocidos qué ante el enojo de alguna noticia quizás tergiversada, publica en el muro de sus lamentos de su red social amiga que nunca más ha de leer ese periódico? Yo siempre mantengo la duda si lo cumplirá. Creo que no, porque a varios he visto más de una vez despedirse de un foro o de una firma editorial. Siempre se lee, aunque ahora los negamos como si fueran apestados. “Yo no leo tu periódico”, como si yo fuera del directorio, es típica referencia despectiva a tu supuesto mal hábito. “Te mienten a la cara y te dejas mentir” es otro de los reproches más a diario que escuchamos. “Hay otras campanas, solo es cuestión de buscarlas” te dicen aquellos que rara vez cambian de idea, aun cuando se han dado cuenta de que están equivocados. No sabemos cómo canalizar el enojo. Y de tan enojados, dejamos de razonar lo que decimos. Y como les advertí que soy un animal de demasiadas rutinas, para mí el no leer, aunque sea para razonar un embuste, nunca es un alarde. Es un síntoma evidente de esta era de la estupidez.

Un periódico no debe reflejarnos, lo que allí se escribe puede coincidir o no con nuestras ideas. La información estará manipulada, pero deberíamos confiar en nuestro poder de observación, la prensa está para que también la discutamos, pero con el necesario argumento de haber leído previamente para poder abandonar lo antes posible, esta tediosa etapa de vulgaridad e ignorancia. La prensa no es nuestro espejo, quizás solo es el espejo de lo que somos como sociedad. Hace muchos años un viejo y querido amigo me relató en un mail inmenso el porqué yo estaba manipulado, aun viviendo a doce mil kilómetros de mi país de origen. Me hablo pestes del grupo editorial al que pertenece el diario que yo compraba en papel en aquellos primeros años en este lugar -y que él también compró mientras vivió su experiencia aquí-. Y para justificar un supuesto cambio a mejor que él vislumbraba en nuestro país, me adjuntó una nota de un actor afín suyo en ideología, que explicaba las bondades del sistema en una edición papel del periódico que me estaba criticando de leer. La planteé la cuestión y me dijo: “Gordo, sabía que la iba a cagar con ese ejemplo”. Quizás todos la cagamos.


Por eso extraño el ascensor de mi casa, añoro el deslizamiento milimétrico del papel de diario hasta finalizar su recorrido -algo brusco por parte del diariero- en la misma puerta de mi casa. Lamento la falta de sana competencia con mi padre por acceder primero a la edición impresa del día. Extraño a todo aquel que iba hacia la oficina con el periódico bajo el brazo. Extraño que hace cuarenta años atrás nadie blasfemara tanto como ahora, solo leía el periódico, y aún a riesgo de no coincidir o enojarte ante alguna nota desafortunada -en redacción o contenido- seguía leyendo. Porque les recuerdo que soy un animal de hábitos familiares y sigo creyendo que al leer nos podemos hacer una composición de lugar que nunca la ha de reemplazar lo virtual y la charlatanería cada vez más altanera de los que opositan todo el tiempo…

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