lunes, 12 de septiembre de 2016

No tengo norte, no tengo guía, para mí todo es igual

"Nuestras vidas están hechas del mismo material con que se hacen los sueños".
William Shakespeare

Para algunos eran marginales, pero para otros tantos eran bohemios libertarios que escogieron vivir al margen y libremente, del dominio burgués. Su presencia despertaba curiosidad o miedo, nunca indiferencia. "No hay ninguna libertad en pasarse todo el día trabajando para conseguir apenas un lugar donde dormir", estos seres olvidados fueron alguna vez parte interesante del decorado de cualquier calle o plaza de todo barrio en el Buenos Aires de nuestra infancia, de nuestras elucubraciones o de nuestro aprendizaje. Porque de ellos se aprendía a través de charlas o de observarlos. Los linyeras, vagabundos o crotos fueron parte de una postal de un mundo que cambiaba pero no a pasos tan acelerados como los de estos días.


Muchos de estos personajes adoptaban ese estilo de vida de forma permanente. Para otros, fueron circunstancias momentáneas que los alejaron de una vida antes estructurada y a la que, por contingencias misteriosas, se vieron obligados a recurrir a la calle como forma de vida. No debemos confundir la situación con los tiempos globalizados que corren, donde la gente ha perdido todo y vive a la intemperie, pasando a ser considerados marginales o caídos del sistema. La precariedad y la desnudez de hoy se contraponen a esa visión de caminante austero que los linyeras se hicieron acreedores en el siglo pasado. Quizás fuera una visión extremadamente romántica la que se impuso. Tal vez, unos y otros fueron y serán la memoria fiel de una sociedad que solo aspira a ser triunfadora y no admite o no desea ver a esos "pobres estructurales".

Recuerdo a varios de ellos que se acercaban a la plaza de mi barrio. Su aspecto lúgubre invitaba a observarlos desde lejos. El azaroso botar de un balón nos acercó tantas veces hasta sus bancos donde conversaban o simplemente veían pasar la tarde. En mi caso recuerdo sus nombres o apodos: Santiago, Luján, el tarta, el chiqui o el cordobés. Todos tenían un aura particular, algunos de docilidad y otros de una agresividad o repulsa apenas contenida. Eran parte habitual de nuestra escenografías. Si bien desaparecían durante semanas, era llegar una tarde a la plaza y divisar en el banco que daba a la calle Manuel Ugarte alguna figura solitaria o colectiva. Allí estaban, no molestaban a nadie. Y tantas veces éramos nosotros los que les alterábamos su tranquila rutina.

Al cordobés le buscábamos las cosquillas hasta que se ponía en guardia invitándonos a la pelea marginal. Gritaba e insultaba, tenía como un latiguillo verbal que nos hipnotizaba de tal modo, que tantas tardes solo le molestábamos para que nos gritara ese eterno juramento. Los jóvenes de la plaza solo utilizábamos una palabra lacerante, que terminaba con esa resistencia que quizás se proponía, de no reaccionar ante nuestros embates. Pero la simple mención de nuestro latiguillo lo erizaba, finalizaba con cualquier tipo de resistencia. "Cordobés, cobarde" era el grito que le ponía en inmediata pose boxística de velada de principios del XIX. Nunca nadie hizo "guantes" con él, nos bastaba simplemente la pose pugilística para salvar la tarde, es que la adolescencia tiene un costado tan imbécil que como dogma, las generaciones mantienen y sostienen.

Luján te saludaba con una frase también eterna. Al decirle: "Luján, buen día", invariablemente respondía: "Eminencia" y luego del saludo introductorio encontraba el hueco oportuno para su segunda y más distinguida frase: "Qué papa la vida". Llamaba la atención esa máxima porque no daba la sensación de que la vida fuera una papa -algo que se disfruta o es fácil vivir- pero a Luján nada parecía torcerle un rumbo tal vez definitivamente torcido. Siempre sostenía una conversación interesante, su cultura pugnaba por salir en cada encuentro. Y otro sello distintivo de este personaje, y de todos, era la extrema debilidad por ese potaje siempre escondido a través del papel de periódico. Era norma de decoro o inocente protección moral de llevar la botella de vino peleón camuflada entre notas periodísticas.

Santiago, en cambio, te daba mala espina. Mirada inquieta y ladina, intentaba siempre por las buenas mostrar una cara de circunstancia, y si no funcionaba tu misericordia por obsequiarle algunas monedas, despertaba su instinto agresivo, que casi siempre finalizaba con alguna corrida, eso sí de escasos metros. Los vagabundos de antaño no parecían gozar de buena forma física. Es que vivir de la calle daña las articulaciones, envejece prematuramente las células del cuerpo y de la mente, y esos zapatones circenses -similares a los de los payasos Fofó y Miliki- no permitían surcar las milésimas de segundos que una buena zapatilla playera de hoy acortan las distancias. Santiago despertaba mucho recelo y lo llamativo es que casi siempre lo acompañaba el "Tarta", quizás el personaje más entrañable de esta tour de personajes callejeros.

La historia de los apodos juveniles confirman la crueldad del género humano. Del Tarta quizás nadie recuerde su nombre, pero todo adolescente de la década de los setenta y ochenta del barrio de Belgrano recordará a ese linyera de mirada suave y de voz tartamudeante, que entre tanta confusión siempre repetía la incorrecta frase semántica de: "¿Tienes un safo, chiquito?". Zafo era la incorrección de un incorrecto lunfardo. Faso era la mención del cigarrillo, pero el pobre "tarta" nunca logró sortear la tarea de mencionarlo correctamente. Cuarenta años después recuerdo con nostalgia una palabra que en realidad no significaba nada, pero que perdura en mi inconsciente con un significado tan definido.

Y me queda la historia del Chiqui, quizás la más compleja. No daba la sensación de ser el Chiqui un personaje anárquico que escogiera ese medio de vida para expresar su libertad. Todo en el Chiqui trasmitía la mala vida y sus designios. La vida equivocada, las decisiones intempestivas que siempre resultan perjudiciales en un destino. Sus muñequeras estilo jugador de futbol de los años setenta le daban un aire arrabalero, sus collares de baja bijou en el cuello abierto de su eterna camiseta negra, su andar chaplinesco de su metro cincuenta, que intentaba ser intimidante y apenas resultaba hilarante invitaban a desafiarlo. El Chiqui tenía una forma física que invitaba al adolescente a no bajar la guardia, además de tan cansado de la burla que estaría, solía intimidar con alguna navaja o cuchilla tramontina. Un día te corría y el otro te invitaba a que reflexionaras sobre la irreflexiva tendencia que la juventud gobierna en tus enzimas. El Chiqui quizás fue presa siempre de sus impulsos marginales. Del Chiqui recuerdo quizás lo más triste de aquellas épocas: cada tanto lo acompañaba una niña, quizás su hija, tal vez su hermana, en todo caso una pobre alma perdida.

A casi todos lados les acompañaban su escasa pertenencia. El rancho o atado de ropa también denominado "mono" era el capital con que todo "croto" le peleaba a la subsistencia. Abrigos, frazadas, cartones, cazos para comer, mechero para calentar un improvisado fuego, una cuchara para comer caliente o frío, la pava para tomar unos mates amargos o la botella de vino eran su principal compañía. Tantas veces acudían a la plaza con lo mínimo, se sospechaba que dejaban a resguardo las pocas pertenencias, ya que al atardecer se marchaban de la plaza, no dormían allí, quizás lo hacían al amparo de las vías o de algún galpón de estación ferroviaria.

Luján aprovechaba cualquier conversación para pedirte alguna moneda. Era tan culto aquel hombre que terminabas dándole un par de ellas. Si hasta nos acercábamos al supermercado del chino del barrio para comprarle un cartón de vino tinto. Despertaba simpatía. Al Tarta también se le ayudaba con dinero, o tantas veces con un sándwich o un plato de comida. A Santiago apenas el buenos días, su estilo porfiado no creo que la haya otorgado alguna vez beneficio alguno. El cordobés pedía a través de la fragilidad de la mirada, pero parecía que al joven no le gusta que le trasmitan fragilidad, pocas veces lograba con nosotros su objetivo. Y al Chiqui nada le dábamos, pero tampoco nada nos pedía. Ni aún los días que lo acompañaba su enigmática pequeña compañía.

Linghera era un término italiano que designaba algo parecido a una mochila, equipaje típico del hombre de la calle. Allí guardaba sus prendas de vestir y provisiones de boca. El lunfardo criollo lo adoptó en linyera, palabra que representó en aquel tiempo a la persona de aspecto pobre y desaliñado en las plazas públicas o en las cercanías de estaciones de tren o en la mismísima vía muerta -vía férrea sin salida que sirve para apartar de la circulación locomotoras, vagones, zorras o dresina de rieles -. Linghera era quizás la representación de muchos hombres que llegaron al país desde Europa desafiando el cambio de continente, la falta de recursos y un sueño de buena voluntad por torcer un destino y crearse una posición económica firme a través del trabajo ocasional de las cosechas -se les llamaba trabajador golondrina, por la temporalidad de las cosechas-. Si eras un linyera a lo largo del tiempo representaba el fracaso de esa intención o la inadaptación al nuevo territorio.

Un Gobernador de la Provincia de Buenos Aires, José Camilo Crotto, dispuso en 1920 que esos trabajadores temporarios pudieran viajar gratuitamente en los trenes de carga cuando se dirigían a trabajar en las cosechas. trabajaban en la cosecha manual del trigo o maíz -éramos el granero del mundo- y se hospedaban en los galpones donde se acumulaban los cereales. Pero las sucesivas crisis que Argentina propone inundó las calles y los parques de nuevos "crotos", hijos de la ruina y del desamparo laboral. Y el nombre oficializó no al Gobernador, sino a la marginalidad de nuestros fracasos sociales reiterados.

"Que papa la vida" o "eminencia" cada tanto retumban en las charlas de amigos de la plaza. No puedo precisar si los linyeras persisten en las calles de Buenos Aires o si han pasado a peor vida. Un croto hoy también es la definición despectiva hacia aquel que luce mal vestido o no conoce de la elegancia. Aquellos crotos que parecían tan mayores, quizás tenían nuestra edad de hoy, apenas rozando los cincuentena. Pero parecían desgastados, consumidos, perecederos forzados. Fue un estilo de vida tan peculiar, solitario, resignado que mantuvo sus propias pautas y valores, quizás comprendiendo la vida que no debe ser material, manteniéndose al margen de una sociedad global que hoy, con sus políticas sociales y económicas puso fin el culto del linyera quizás libre para dar paso a la cultura de la falta que oprime más que de la tenencia y del desamparo increscendo de nuestros homeless...


Recordé a Luján, el cordobés, el Tarta, Santiago y al Chiqui gracias a una canción interpretada por Daniel Melingo y antes interpretada por Antonio Tormo, de las que le regalo el link.

No hay comentarios:

Publicar un comentario