martes, 29 de diciembre de 2015

Navegando sin timón donde la corriente quiera


"Si  no me encuentras al principio no te desanimes, si me pierdes en un lugar busca en otro, me detendré en algún lugar a esperar por ti".
Walt Whitman.

Existen imágenes que son imposibles desmentir. No tiene sentido, son figuraciones que por más que las desmontes o justifiques, no habrán de cambiar. Se tratan de prototipos o moldes que las sociedades eligen atesorar indefinidamente en los inconscientes colectivos. Cada uno de estos arquetipos tienen defensores o detractores, como si tratara de las polaridades de una pila o batería. Pero un arquetipo es un producto ideal, antes reservado para las mitologías. Las imágenes son solo imágenes, después de observar la reproducción, solo resta conocer la realidad.

Lo mismo sucede con algunas profesiones, quienes las lleven a cabo tendrán un estigma que deberán sobrellevar toda su vida:  me viene a la mente el cavador de tumbas, pero si sigo por allí me he de desviar del tema. Recupero el hilo y pienso en un librero. ¿Quién no guarda la imagen del hombre de barba y gafas, de mirada tranquila pero penetrante, que escucha el ruido de la puerta que se abre de su librería sin inmutarse, mientras continúa con la lectura o la clasificación de textos en su rústico mueble, que funciona como escritorio? Seguramente, la presencia de un gato sigiloso ha de completar la imagen de una librería de viejo, como se las llama.
Continuando con el prototipo, hemos de aventurar que el trabajo de librero es bien bonito, todo el día leyendo y esas cosas. Pero la realidad dice, que por más que sobreviva esa imagen en muchos de nosotros, casi no encontramos a ese librero en nuestro barrio o comunidad. Si hay libros, hay un centro comercial que los vende sin emoción, con pseudos dependientes que siempre están apurados, que te entra apuro el solo preguntar por un autor, que sin la ayuda del ordenador, no habrán de conocer. Y si queremos menos emoción aún, tenemos la actividad comercial de la red, donde promocionar o difundir un libro, es mera actividad del copia - pega de una única y descolorida reseña, y en el complemento de la misma foto, "actividades" tan mal desarrolladas como la mejor de las tecnologías. La única emoción sigue siendo recibir un libro.
El de librero, parecía pertenecer a un género - oficio extraño. Revisar, catalogar, clasificar y recomendar textos. Estar atentos a encontrar o re ubicar una joya o incunable, a recuperar una edición perdida, a defender a un escritor muerto hace tanto tiempo, difundir al nuevo talento, recibir novedades, alternar una recomendación razonada con una venta. ¡El respeto que generaba encarar una librería y preguntar por un autor o libro! Debíamos tratar de estar a la altura del librero, teníamos que conocer de antemano lo mínimo sobre lo que íbamos a preguntar. Pedir una recomendación de lectura equivalía a un cuestionario previo donde se ponía a prueba tus cualidades como lector. Y una vez superado el sondeo, indefectiblemente te habrías de llevar a casa algún ejemplar que te habría de "partir la cabeza", al extremo de renovar tu pasión por la lectura con apenas leída la solapa del libro recomendado. Este fenómeno garantizaba el permanente retorno, la eterna búsqueda de un nuevo descubrimiento, ser un amante eterno de la lectura y un potencial escritor, el día que te animaras a plasmar tanta lectura.
Lo llamativo de este oficio, es que no se trata de creadores. En definitiva, estamos hablando de intermediarios que estipulan un valor comercial a los títulos que les van llegando, perteneciente a  personas que vaya a saber porque, están queriendo vender libros. No, no son creadores pero eran iniciadores de un estilo casi perdido. El librero es una especie de amigo de la cultura, un filosofo, un consejero, un obligado descanso para sostener una agradable conversación que devenga o no en transacción, un renovado informador de la actualidad pero vigente en lo clásico, una persona que te permite sentirte culto, a pesar de haber estado solo escuchando.
Debemos asumir que ya no se trata de un proceso de transformación, lo que está sucediendo en el mundo de hoy. Las librerías cierran, y casi de inmediato -sin luto posterior- se abre una tienda de fundas o protectores de móviles en el mismo espacio físico.  En el mundo se venden más plays-station que libros, son los padres los que estimulan más el culto a Cristiano Ronaldo o Messi que a Emilio Salgari o Julio Verne. Si queremos un libro en un lugar físico, son más las librerías de formato centro comercial o cadena las que frecuentamos. Si ya perdimos la posibilidad de tener tiempo libre para buscar un libro por las calles, optamos por la compra por internet. Así todo, algunos pocos viejos libreros resisten el paso del tiempo, tanto el de los autores que recuperan como el del oficio que atesoran.
George Orwell trabajó como librero en una de sus malas etapas económicas. Mario Vargas Llosa trabajó en la biblioteca Nacional de Lima. Rubén Darío desarrollo su primer empleo en la Biblioteca Nacional de Nicaragua. Jorge Luis Borges no solo fue director de la Biblioteca Nacional  de Argentina, sino que describió a las bibliotecas como paraísos mundanos, inmortalizándolas a través de "La biblioteca de Babel", donde un universo compuesto de bibliotecas de todos los libros posibles, reposan ordenados o sin orden, pero siempre preexistiendo a la existencia del hombre. El manuscrito del cuento reposa en la librería de viejo Lame Ducks Books, en Cambridge. Ernst Jünger, antes de su muerte en 1998, aventuró que la gran tarea del hombre en este siglo sería combatir la desertización espiritual del mundo.
La primera vez que leí "La caverna", de José Saramago, sufrí por la caída laboral de mi viejo, inevitable en aquella crisis que desembocó en el corralito argentino. El libro coincidía con el desgarrador final de una generación, donde el oficio se asemejaba a una tradición artesanal avasallada por la producción masiva que necesita el capitalismo. Dos décadas después, con la vigencia mermada de este escritor desaparecido, "La caverna" me recuerda la perdida de la capacidad de conexión con el otro, que para mayor crueldad, conlleva a la desconexión con nosotros mismos. No  nos estamos reconociendo como humanos, las máquinas nos reemplazan en la producción y el consumo nos "permite" abandonarnos como usinas culturales. Veinte años después no sufro por mi padre, quizás sufro por mi pasión por trasmitir pasión a los que no ya no disimulan su falta de pasión, paso previo a considerarme un artesano extinto, fuera de circulación. Nos avasalla esa mayoría que no disimula que quiere saber menos, postergando a esa minoría que solo puede aspirar a saber más, eso sí, disimulando que solo de esta manera, tolera formar parte del sistema.
La caverna se refiere a los viejos oficios que están desapareciendo sin que se derramen más lágrimas que las de las víctimas directas. Personas educadas para vivir en otra época, pero que deben asistir a este tiempo donde el progreso significa el sacrificio de un viejo estilo. El centro comercial es el emblema de la ausencia de comunicación, aún cuando al transitarlos nos supere el ensordecedor ruido ambiente y la insípida megafonía. El tiempo libre se considera aprovechable en un centro comercial, mientras se me acelera el corazón buscando la salida, da la sensación que la mayoría que frecuenta estos centros, ralentizan su alma mientras degustan otra hamburguesa de chatarrería, mientras no pasa ni suma nada a ese tiempo de ocio. En el centro comercial no suele pasar nada, ni siquiera estás obligado a comprar, en el centro comercial en realidad, baja el nivel de nuestros deseos.
A todo aquel que nos apasiona la lectura o la escritura, si pudiéramos escoger seríamos libreros. Seguimos soñando por más que sea una imagen idílica más vinculada al pasado, y el oficio del librero no responda al solo hecho de leer y hablar de libros. Los libros no sobreviven por las grandes cadenas o centros comerciales. El libro resiste, porque aún no se ha descubierto otro objeto que permita asentar, guardar o difundir el pensamiento humano y su experimentación con la realidad. El libro predomina por sobre las imágenes audiovisuales (TV o internet), ya que las emociones que estas portan no necesitan pasar por el intelecto para generarse, para tener entidad, como si sucede con la novela, ensayo o poesía, donde el mecanismo intelectual se interpone ante el vacío juego de emoción y razón, tendencia manipuladora de hoy día.  Las ideas podrán sobrevivir, aunque el propio hombre no cese de transvalorar sus propios valores.

“Si me dices que no sabes, te enseñaré hasta que sepas. Si me dices que sabes, te preguntaré hasta que no sepas.”

Inscripción en los muros de la Alhambra, en Granada.

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