sábado, 15 de diciembre de 2018

Es un buen tipo mi viejo que anda solo y esperando


“Un buen padre vale por cien maestros”
Jean Jaques Rosseau

No recuerdo haber sostenido ninguna de esas estereotipadas charlas de vida con mi padre. No hago esfuerzos por recordar, pero no sostuve nunca una conversación en profundidad con él. Nuestra relación ha sido siempre amena, de respeto y de amor; él padre, yo hijo. Pocos retos, casi ninguna recomendación, variados consejos y directivas, escasa interacción padre hijo en juegos o tareas domésticas. Papá es un hombre de pocas palabras, aunque él determina el ámbito donde va a ser distinto, divertido, locuaz, explicativo; como yo. Salí tímido y retraído durante mucho tiempo, hoy parezco superado o más suelto, pero mi esencia es solitaria. Mi viejo me ha dado las mejores lecciones de la vida. Lo hizo sin decirme nada. Pero es verdad, regularmente compruebo que parte de mis valores los heredé de él. Y es mágico, porque nunca hizo campaña conmigo.


A veces lamento que lo aprendí a conocer cuando me instalé en el País Vasco, en su lugar de origen. Porque mi viejo en el día a día de Buenos Aires no me daba a entender que era vasco. Solo lo recordaba el reproche que algunos le “regalaban” cuando no estaban de acuerdo con él. “Eres cabeza dura”, “se nota que eres vasco” o cosas así ante lo que mi padre solo respondía con silencio y con el empaque de una mula, tal vez se enojaba, pero no tanto. Es vasco, aunque muy porteño. Es vasco español y eso no lo disimuló nunca, y eso a mí me enojaba. Nunca pude entender que no gritara el gol de Maradona a los ingleses como lo grité yo. Él lo saboreó como expresión artística o como el gol del Maradona, ex jugador de Boca. Sé que grito y se emocionó con el gol de Iniesta. Tal vez yo quería otra cosa, pero él nunca se cortó: siempre fue él. Y eso es impronta.

Mi viejo es de Boca Juniors y del Real Madrid. Su único hijo es de River Pate y del Barcelona. Es simbólico que siempre lo he desafiado, que nuestra relación se hizo fuerte en el confronte. La decisión de ser distinto debe haber sido mía. Yo intentaba mojarle la oreja. Pero mi viejo aceptó siempre el envite, nunca le vi molesto por mi obtusa decisión de enfrentarle. Lo grato de mi infancia y luego de mi adolescencia fue que nunca tuve la necesidad de “matar al padre”, ya que lo necesitaba vivo para sostener rivalidades. Y en ese antagonismo, mi padre me hizo grande. No porque yo haya ganado – como en la vida, en el deporte se pierde tanto como se gana- sino porque ahora a los cincuenta y un años puedo confirmar que mi viejo me ha regalado -por osmosis- una serie de armas que marcan la diferencia en una sociedad que amnesia sus valores.

Cuenta la leyenda que yo era de Boca Juniors hasta que mi primo Gustavo metió la cola. No recuerdo los argumentos, no creo que haya habido una apretada de su parte, pero yo me di vuelta como una media a los cuatro años. Y me pasé al otro bando. Y no fue un cisma para la tranquilidad de aquel hogar familiar que regenteaba mi madre. "Soy de River desde que estaba en la cuna", comencé a cantar, aunque mi relación con la entidad de Nuñez nunca me ha visto en pañales. En 1972 me hice socio del club y mi padre, creo que a partir de 1979 se hizo socio de cancha para llevarme a ver el club de mis amores, aquel liderado por Ángel Labruna en su función de ídolo entrenador. "Lo hice para no pagar una entrada y hacer tanta fila", fue su argumento. Semana por medio, atravesábamos a velocidad crucero -mi padre siempre ha caminado como maratonista etíope- las calles Monroe, Lidoro Quinteros y las instalaciones del club, para acceder a la popular local o la platea Centenario. Mi viejo se ubicaba juntos a los hinchas de River y no decía nada. Aunque a veces usaba su ironía para picar al ansioso, sobre todo cuando los resultados no acompañaban.

Mi viejo me llevó a ver al campeón de 1975 (bicampeón), 1977, 1979 (bicampeón), 1980 y 1981 (con Mario Kempes y De Stefano en el banquillo). En un momento dado, me planteó una jugada arriesgada: cuando River no jugaba de local, debía acompañarlo a la cancha de Boca a mirar al rival, que, por ser yo tan pequeño, odiaba literalmente. Y allí íbamos, con la radio a transistores para estar atento como iba River Plate, tu grato nombre. Mi viejo cantaba el “dale bo” y lo hacía con entusiasmo y yo por dentro, esperaba el gol del rival para disfrutar mi estancia en ese lugar no deseado. Nunca le pregunté a mi viejo si él hacia lo mismo en campo de River, supongo que la respuesta me desnudaría, no parece que lo desear en exceso, salvo para picarme un buen rato, porque al vasco de mi viejo siempre disfruto por hacer rabiar a sus seres queridos.

El acuerdo lo rompí yo con aquel equipo de Boca Juniors con Maradona allá por 1981. No me causaba gracias ir a ver a un equipo que ganaba y que imponía la presencia decisiva de su astro, muy bien rodeado por tipos como Brindisi, Escudero, Morete -que traición la del puma- y Perotti en su primer torneo, más el agregado de Gareca, Trobbiani, Krasouski y algún otro más en el torneo nacional, que lo ganamos nosotros. Como en 1981 tenía catorce años no me podía retobar, pero el gen del rompe pactos lo tenía instalado. Además, comenzaba a fastidiarme sus comentarios irónicos a manera de puñal que regalaba con tranquilidad en el espeso aire millonario cuando el rival nos pegaba una sacudida notoria. Era cuestión de tiempo, pero yo a Boca solo lo podría ver cuando jugara con River. Y nada más. Es el día de hoy que a Boca lo veo dos veces al año, solo cuando juega con River.

En 1985 ya íbamos a ver los River- Boca cada uno por su lado. Pero hubo un hecho que nos mostró unidos: el ascenso del Deportivo Español. En su camino a la primera división hemos ido a casi todos los partidos, los días sábado. Recuerdo con agrado la consigna de mi padre me hacía llamar a “La oral deportiva” para consultar donde quedaba cada estadio rival y que autobús había que tomar para acceder. Así que durante esos años mis obligaciones eran dos: completar en forma mis estudios y saber cómo se llegaba a cada estadio del ascenso para seguir al Depor. Pero debo ser sincero, yo nunca dije que me estimulaba seguir al equipo de los gallegos. Lo hacía por futbolero y por estar con mi padre. Es que creo que hoy comienzo a ser sincero y lo hago gracias a una entrada en el blog que él no lee; no porque estemos enfrentados y él solo lea otras cosas para mosquearme, sino porque a mi padre le gusta mi gusto por la escritura y lectura -en eso él tuvo un impactante cincuenta por ciento de influencia sobre mis hábitos lectores porque mi vieja también me inculcó esa pasión- pero no me lee. Y punto, no hay conflicto aquí dijo la psicóloga. En algún de esos definitorios partidos que lo llevó a primera, mi padre al observar el ambiente denso reinante me pidió un favor inédito: que yo guardara en mis bolsillos su reloj y billetera. Primero pensé que mi padre me tiraba el marrón; con el tiempo comprendí que ya no se sentía fuerte para hacer frente a esos enfermos mentales disfrazados de simpatizantes y se apoyaba en mi persona. Es que mi viejo siempre fue de gestos hermosos sin palabras y sin cursilería.

Retomo el año 1985. Esa temporada se gestó el primer campeón de América para nuestro club. Se armó un equipo increíble alrededor de Enzo Francescoli que trituraba al rival con una velocidad tremenda al contrataque. Estaba bien rodeado, los últimos años de Norberto Alonso más el estilismo de Morresi, la velocidad distraída de la araña Amuchastegui, el orfebre que se convirtió en hormiga como Roque Alfaro y la aparición sorpresiva de Héctor Enrique para romper el medio centro bien pegado al tolo Gallego. La cosa es que, en el partido de la primera vuelta, decidimos que cada uno iba a ir a lugares distintos a mirar el mismo partido. Él se fue a la platea Belgrano -en aquel tiempo refugio de los hinchas de Boca- y yo a la popular local. En un partido duro, se impuso River con un extraño golazo del lateral izquierdo, Montenegro. En un momento del partido, en la platea Belgrano hubo incidentes considerables que me preocuparon. Al llegar a casa, la tranquilidad de ver que estaba mi padre sentado en su sillón me permitió arremeter con la cargada. Mi viejo no dijo nada, solo en un momento dado explicó que era la última vez que iba a una cancha a ver a Boca, estaba harto de toda esa mierda denigrante. Por ende, se liberaba de ir a ver a River conmigo. En 1985 tenía dieciocho años, ya tenía la independencia del documento, ahora mi padre me soltaba las alas y de paso, dejaba de pagar su cuota de socio de River.

El salto en el relato es vertiginoso, casi de vértigo. El pasado domingo estuve en el estadio Santiago Bernabéu para ver la final tan complicada de la Copa Libertadores de América de este año. River y Boca fue ofrecido como el partido de todos los tiempos o el partido del fin del mundo. Los inadaptados, tan literales, se lo tomaron en serio y nos regalaron la peor de las convivencias, aquellas motivadas por el odio supino. Fue triste ver las chicanas, la desorganización, la simulación, el desprecio del estado y de sus habitantes. El partido se tuvo que trasladar a Madrid y a pesar de que estaba en desacuerdo, me procuré mi entrada. De tan absurda la situación la vida me ofrecía ver tamaña definición de copa de mi equipo y no podía faltar. Mi idea de la pasión futbolera había cambiado radicalmente, el vivir fuera me hizo vivir mi amor por el club de otra manera, no se concebía ahora el vida o muerte con el que nos educó esa sociedad bastante enferma que es la argentina.

El partido estuvo rodeado de una expectativa inusitada. Y eso se trasladó a Madrid, pero la convivencia fue perfecta. Esos sesenta mil argentinos que estuvieron por las calles de la capital de España mostraron otra faceta, la nunca vista, la de frecuentar calles y bares sin agredirse, mostrando sin temor sus colores y alegrías, ante una mirada de soslayo del otro. Todos estábamos nerviosos, pero no hubo conato posible de montar otra cagada. Yo fui al Bernabéu a saldar una deuda con mi historia -de chico me pusieron el mote de gallina, de manera tan despectiva que jodía- y era hora de pasarle el testigo a nuestros primos. Y me saqué esa mochila. Pero no fue la única, luego de disfrutar a los gritos y en silencio el triunfo eterno de mi River querido, pensé que esa lección de convivencia necesitaba de más gestos de parte del país, porque uno cree que no se puede caer más bajo y Argentina te demuestra que eso siempre será posible en nuestro querido país. Y que era hora de hacer algo en serio para terminar con esa lacra que es la violencia impune, organizada y lucrativa en el futbol. No es el futbol, son las instituciones y aquellas personas que se mueven cómodos en la impunidad del negocio de la pasión. Y de la pasión de los argentinos todos lucran hace décadas.

La decisión meditada fue que este River – Boca era el momento ideal para decir basta a un estadio de futbol. Me voy, seguiré pagando la cuota de River porque sueño con ser socio vitalicio, pero me bajo, no solo por la distancia de vivir tan lejos, sino porque estoy muy lejos de los animales y sus confrontaciones etarias. Me voy porque no me siento fuerte y porque no concibo tener que tener miedo en un campo. Además, no tengo un hijo para que me dé una mano con mi cartera o con el móvil. Me voy y me voy así en silencio como hizo mi viejo cuando tenía cincuenta y un años. Esa es, de manera increíble mi edad en estos momentos. Me di cuenta de ese detalle restando este 2018 de aquel 1995. Me di cuenta de que cada día soy más mi viejo, que boqueo en la contaminada superficie en busca de los valores que me inculcó sin sentarme ni adoctrinarme. Me voy porque quiero ayudar a escarmentar a una sociedad enferma que ya no me contamina. Mi padre tuvo el profundo mérito de enseñarme a través del ADN, me dejó ser de River porque en realidad todo padre debe dejar que su hijo experimente sus sentimientos. Me dejó ser de River, me dejó irme a vivir a otro patria -su patria- y me permitió la grandeza de experimentar que otros colores no son la muerte de nadie. A veces veo a mis amigos que se vuelven locos porque sus hijos imiten sus pasos, gustos o sentimientos. Ahí me compadezco, no tuvieron un padre tan cabeza dura que les permitiera ser libres, así en el obtuso silencio de ese vasco porteño…

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