lunes, 20 de julio de 2015

Tú estabas donde no tenías que estar


“Los poetas solamente se deshacen, pero no mueren.”
Margarita Yourcenar.

La ensoñación de un lugar secreto es una fantasía compartida por la humanidad. En mi caso, siempre me ha subyugado perderme dentro de las páginas de una trama a descubrir. El mejor escondrijo siempre me lo ha proporcionado la lectura. De niño me ausentaba al amparo del vestíbulo de la casa de mis tías, y durante horas me dedicaba a la fantasía de Verne, Dumas, Dickens o Salgari. De grande, me oculto en una novela o ensayo, me dan guarida las palabras, los pensamientos. Admiro un buen argumento, envidió al gran escritor. Ese mecanismo de leer con placer te genera la posibilidad de sentir pertenencia a un grupo, sentimiento que sigue siendo esencial, el de sentirte identificado y comprendido.

Antoine Houdar de la Motte, escritor francés, dijo alguna vez que "mediante la lectura nos hacemos contemporáneos de todos los hombres y ciudadanos de todos los países", permitiendo una identidad psicológica esencial en la evolución. Pero tanto placer de pertenencia, a veces encierra peligros. Más de una vez me he consultado sobre lo comprometido que puede ser escribir, lo que representa tener voz para los que no saben expresarse, lo que encierra saber razonar, lo que acarrea entender tanto que no se cesa de sufrir.
Cuando no encontramos respuestas, podemos inventarlas o aceptar la más a mano. La imaginación tantas veces ha reemplazado con altura al devenir de los hechos. Hay gente que tiene el don de observar y ofrendar la palabra justa, el diagnóstico artero. Nos hacemos habituales de esos pensadores, es acceder a la luz entre tanta ruindad, tanta chatura. Muchas veces entendemos los problemas a través de una lectura, tantas otras se nos cruza un texto imprevisto que nos permite ver el trasfondo de nuestros conflictos. Y nunca pensamos en el escritor, hasta que un día leemos con espanto que el portador de tanta claridad, el adorador de frases, el depositario de las esperanzas claudica, dice basta. Sin acceder a estadísticas, puede ser uno de los oficios donde el suicidio sacude e impacta por su habitualidad. Y hoy un amigo me recordó a Sandor Márai, y sentí nostalgia por hacerme con algún libro inédito del escritor húngaro, para seguir acechando las respuestas de la existencia.
La literatura de Márai se puede resumir en palabras que se acumulan como sinónimos: particular, singular, sorprendente y peculiar. No abundan los ejemplos de escritores que pueden fundir una fórmula de proporciones exactas entre análisis y reflexión con encumbramiento o exaltación. En un período fértil de doce años, hemos podido observar cómo se editaban trece obras, como en una década se recuperaba el concepto de una vida sobre el escritor húngaro, como se hacía justicia con la claridad de sus letras. Pero él ya no estaba.
Al leer por primera vez a Márai me esforcé por ralentizar la lectura de "El último encuentro"; admiré el tete a tete entre dos amigos, ya ancianos, que tardaron cuarenta y un años en reencontrarse. Un secreto sin revelar entre ambos, que motivó el desencuentro me hizo sentir admiración por ese escritor que dominaba tan bien la templanza de explicar lo absurdo que se manejan nuestros instintos a la hora de nublarnos el sentido. De inmediato me acerqué a "La mujer justa", afiancé la agradable tendencia de este escritor, a través de tres monólogos que desentrañan un triángulo amoroso, donde las tres versiones de un mismo tema se ejecutan desde perspectivas diferentes. Como suele suceder ante el asombro del descubrimiento, me interioricé algo en la vida del autor, y vaya mi sorpresa al comprobar que el hombre que tan claro me sintetizaba los valores y sentimientos, un día se quitó la vida.
Es que los libros de Sandor Marai generan buenas sensaciones. Se trata de un escritor, que al leerlo y comprenderlo, te hace sentir mejor persona, y al mundo, tolerable, comprensible a pesar de todo. Marai comprendía la vida como una sucesión de pasiones que nos arrastra y condiciona. La vida parece no tener sentido cuánto más la reflexionamos. El amor y el odio son igual de destructivos, pero al mismo tiempo esas pasiones nos permiten construir y tener la permanente sensación de estar vivos gracias a esos excesos. ¿cuántas veces un diálogo aplacado ante la virulencia de las pasiones nos permitió reflexionar sobre lo irreflexivo que nos convierte la pasión y sus recelos? A mí en cada una de sus obras.
Quince años después de su muerte, su literatura inundó las librerías. El extraño burgués húngaro finalmente era traducido al inglés y al castellano. Se generó la agradable peculiaridad de que cada nueva temporada nos hacíamos con un nuevo viejo libro de Marai. Con cada nuevo volumen, reflexionábamos sobre la cantidad de nuevos seguidores que se sumaban a sus trabajos inéditos. A través del delicado entramado que sus palabras construían sobre las pasiones y dramas, muchos de sus lectores nos hemos sentido más maduros, más preparados para abordar un tipo de literatura de calidad.
A la hora de decodificar las palabras del escritor húngaro, accedemos a un lenguaje inmensamente próspero en detalles, alusiones, metáforas, emociones. La recuperación de su obra, prohibida en Hungría desde la instauración de la dictadura comunista, siempre se vio recompensada por las críticas. Como sucedió con varios de sus personajes, la vida de Marai alternó entre éxitos y fracasos. Conoció el imperio Austrohúngaro en su condición de burguesía ilustrada, fue testigo de las dos guerras mundiales, en sus escritos en prensa desarrolló como nadie la desaparición de su clase social, en su Budapest presenció la invasión nazi y luego la ocupación rusa. En ese momento, emigró renunciando a todo. Hasta de su legado literario.
Se exilió voluntariamente desde 1948 en Estados Unidos. Su nombre cayó en el olvido, casi de inmediato en su país. La totalidad de su obra, prohibida. Pero Marai, consciente de que el cambio del planeta no era para mejor, que el caos se adueñaba del nuevo mundo, decidió detenerlo en aquella sociedad burguesa cultural, y continuó escribiendo en su lengua, el húngaro, para una sociedad ya inexistente. Su obra pareció maldita, pero él continuo escribiendo. Se volcó a la poesía, obras de teatro, artículos en prensa, novelas y finalmente, sus memorias. Vivió con su mujer y su hijo adoptivo, en San Diego. En los finales de 1988, fallece su mujer y su hijo, en meses casi sucesivos. La caída del Muro de Berlín sería la apertura cierre de un mundo maldito y la apertura democrática de su Hungría natal. Pero Marai no llegó a verlo, tampoco su resurgir literario. A los 89 años, solo, harto, se rindió a un suicidio que venía pregonando en los últimos tiempos. Se pegó un tiro en la cabeza el 21 de febrero de 1989. Quince días antes, devastado por la soledad, cercado por la ruina, había escrito en su diario personal "Ha llegado la hora".
"Ser escritor es una profesión de alto riesgo, sobre todo en tiempos de represión feroz", la frase pertenece a Primo Levi, quien también se suicidó en su vejez, dando pie a todo tipo de interpretaciones. El suicida continúa siendo de una conducta indescifrable, para una parte de la sociedad. Se le teme, se le oculta. En la mitología del arte se le suele tratar de otra manera. Algunos acceden a un altar, y desde allí se intenta vislumbrar si en su obra, en sus palabras y pensamientos, existían indicios del desenlace. Los que quedamos, sentimos la imperiosa necesidad de cubrir o atenuar el vacío que acompaña a la muerte.
Las librerías colman sus anaqueles con obras maestras sobre el dolor, el sufrimiento, la desesperación. Los autores que se han suicidado no parecen haber sido portadores de un secreto atroz que los forzó a su muerte. Seguramente la calidad de sus obras, el tenor de sus interrogantes, no llegué nunca a aplacar las dudas que nos llevan alguna vez a escribir sobre este misterio inconcluso que por más de dos mil años continúa siendo inexpugnable: la necesidad de vivir, a pesar del continuo sufrimiento de no entender la vida. La muerte por suicidio no es un valor literario, pero una larga lista sintetizada en Sandor Marai, Primo Levi, Emilio Salgari, Virginia Wolff, Reinaldo Arenas, Alfonsina Storni, Ernest Hemingway, John Kennedy Toole, Stefan Szweig, Horacio Quiroga, Cesare Pavese o David Foster Wallace, no permiten suponer que el suicidio en la literatura se anteponga al amor, al odio, el deseo o la traición. La calidad de sus obras, no la tragedia de sus vidas, han primado a la hora del eterno reconocimiento. A diferencia de algunas religiones, a esas plumas consternadas, se le permite un descanso en paz.
En Hungría se ha producido la total recuperación de su figura. Se acercan a sus lecturas los jóvenes que buscan en sus novelas parte de una identidad perdida, parte de una cultura que se ha resquebrajado. Saben que el estilo Marai se ha perdido, la riqueza del vocabulario no se ve reflejado en las nuevas expresiones culturales. Es un ícono post, un talismán de un mundo al que aspiramos a recuperar. Su voz estará siempre vigente, es la pesada carga que algunas mentes nos legan para que no continuemos por la pendiente de vivir sin enfrentarnos a los dilemas, aún claudicando en el intento...

“Tienes un deseo: morir, y una esperanza: no morir”.

Alfonsina Storni.

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