lunes, 6 de julio de 2015

La fui, poco a poco, dando por perdida.


"El mundo de mi infancia no es el de hoy. No pertenezco al mundo de hoy".
José Luis Sampedro.

Le tengo miedo a esto de ser migrante. Es que no me hallo. En un impulso me pongo a desarrollar el sinfín de bondades,  y de repente, sin notar mi cambio de ánimo, cedo a una arenga de lo frío que es todo, de lo distante que nos estamos convirtiendo. Hasta ahora, promediando la segunda década de este siglo, sigo estando al corriente de los cambios y me cuesta bien poco incorporarlos. Pero me hacen ruido, que quieren que les diga. No quiero asegurar que mi autobús tenía su terminal en el siglo pasado, porque a veces presiento que yo no encuentro siglo para mi forma de ser. No puedo con esto de ser migrante, y ustedes se preguntarán a que me refiero. A esto de sentir todo el tiempo que los tiempos son diferentes, que yo no logro disimular mi pertenencia.

Claro, si tomamos que un día me vine desde Argentina, concluirán que eso se trata de ser migrante. Los primeros meses fueron difíciles. Es que a mí me tocó aquella migración de la que todo cambia, hasta tu realidad laboral. Pasas a ser lo que se necesita que seas. En aquella época, necesitaban servicios. Poner las bebidas, venderles móviles y aconsejar semestralmente el cambio de gafas para el sol. Después estaban los especializados, aquellos con carreras terminadas. Este lugar daba sitio para todos. Pero vos eras otro, había alguno que te llamaba "pibe" o "che". El menos recatado veía simpático al verte arribar, dedicarte un "boluudo" con un arrastre en la u que a tu hombría tantas veces le dolía. Era cuestión de tiempo, aunque varias noches en la cama se te escapaba una lágrima. Y yo que les vengo a confesar que tantas noches me pregunté ¿Porqué a mi habiendo tantísimos hijos de puta en mi país que se merecían pasar por este cambio?
Pero lo que no te mata te fortalece, acá me hice adepto a las frases hechas. Llegó un día que agradecí que me hubiera tocado a mí. Me permití vivir una alucinante experiencia que comprendía nada más ni nada menos, conocer culturas, diferencias, estilos, maneras y congeniar y convivir con ellas. Y lo más importante, coexistir con el Javier que está tierra había mutado. Y me gustó lo que descubrí de mí, aunque hay falencias que década larga después sigo arrastrando.
Y no puedo definir lo que siento cada vez que vuelvo a mi país. En tantas de esas visitas tengo la interna ilusión de que los motivos que me hicieron irme, me inviten a regresar. Pero no lo logro y me cuesta explicarlo. Después de revisar las infinitas posibilidades que la gramática nos entrega en la mano (o en los labios), creo tener la palabra ejemplificadora. No regreso porque la mayoría se ha vuelto guaranga, y lo peor es que con la fuerza de la costumbre no lo notan. Y tanta marginalidad hasta les causa gracia, que eso no sería lo peor. Lo más triste es la indiferencia que les persiste en el degradarse.
Para los que no recuerdan el uso de la palabra "guarango", la Real Academia Española lo define como "incivil" o "grosero". La palabra tiene una etimología que proviene del quechua (familia de lengua originaria de los Andes centrales). Y la palabra la solía utilizar la gente de relativa formación que ante un exabrupto, te interrumpía con énfasis y hastío al grito de si te habías convertido en un guarango.
Pero no solo he mutado por mi rechazo a las guarangadas. Eso siempre es loable. A veces siento que todo me fastidia. La tecnología me encanta, el aprender a desenvolverte en ella resulta un verdadero estímulo. Pero luego de leer una buena nota en cualquier portal, me enfrento a los foreros y siento una hondanada de vergüenza. Me resisto a creer que sean ciertos esos comentarios. Tantas veces me encuentro atrapado por mi propia ira de seguir leyendo, y tantas veces detengo mi degradación imaginándome que el escriba de turno debe ser un guarango, y por ende, un niño o adolescente. Pero eso no pausible de tranquilidad, me duele pensar que se piense de ese modo, y más padezco al saber que un adelanto suele invitar al retraso. Y del retraso mental se tardan siglos en regresar.
Hago un click y obtengo el mundo. Eso es formidable. Nada te puede detener, ese es el concepto. Pero de repente te entra un mail que los anglicistas denominan spam, y te entra un miedo pánico. Nunca te han enviado un correo supuestamente proveniente de tu banca amiga, con el ruin objetivo de que como incauto, ingreses en el link sugerido, para que un hacker (otro anglicismo) te robe en tu propia cara o en tu propia pantalla, como más te guste.
Y te venden como se vendió toda la vida, pero ahora formas parte de las famosas bases de datos, que ante la duda, parecería ser formar parte de una trata, y las tratas no suelen albergar buenos destinos. Y te suena el teléfono, y tantas veces te atiende una máquina. Les juro que aquí en Euskadi suele pasar y la gente se mosquea un buen rato. Pero que en Argentina esto te puede suceder hasta cinco o diez veces en el día. Es que soy un mal migrante, no me puedo permitir en el momento que recupero la cordura, encontrarme de pie y dirigiéndome a una máquina, con la catarata de puteadas que le restrego, eso sí por ser inoportunos, insensibles, y vaya por Dios, tan guarangos.
Y soy un mal migrante, porque estoy buscando todo el rato el mundo de mi infancia, el de mi adolescencia y ya, en el colmo de los colmos, el tiempo de aquel mundo de arribo a estas tierras, hace escasos trece años. Y esos mundos no están, ni siquiera virtuales. No entiendo el motivo, pero se desvanecieron, se evaporaron, se extinguieron. Y yo que siempre fui duro en adaptaciones, me estanco, me empaco. Y hago fila en la estación de autobús del servicio del metro que me devuelva a Plentzia desde Sopela, y voy y la lio. ¿Porqué no te quedas quieto y esperas veinte o cuarenta minutos o lo que la burocracia determine? No, mis piernas toman autonomía y me acerco a la chabola de los funcionarios del servicio y les arengo que al menos que no agregan servicios, que los refugios están semi construidos bajo el sol, porque al menos uno de estos asalariados no salen ante el arribo de cada metro y con una sonrisa forzada, no estimulan a las hordas de salvajes del futuro (adolescentes) a que sean migrantes como yo, e intenten saborear el placer de hacer una fila, de respetar el acceso de ancianos y no tirarse al primer autobús como si se tratase de otro aplicación tecnológica o a un nueva entrada de un youtuber.
y al final me siento un polizón. Vaya paradoja, suelo no poder subir a ese bus y me siento un polizón. Es absurdo. A duras penas hago uso de mis codos para separar mocosos (otra palabra de mi tierra), pateo espinilleras o talones y accedo al micro en cuestión y si puedo, acudo raudo al rescate del anciano que sucumbe a esta migración. Nadie tiene en cuenta a los ancianos. En los ochenta los veía sufrir cuando todos los edificios o servicios inauguraban sus escaleras mecánicas, y este segmento poblacional dudaba una y otra vez en encarar su uso. Luego, en los noventa, fui testigo como mi padre no confiaba en el arribo del cajero automático y me exigía que del banco yo trajera el sello del cajero, como Dios manda. Porque él desconfiaba de los avances, cuando en realidad debía desconfiar del banco, del cajero, del banquero, y de todo ese humano servicio que se convirtió en deshumano, dejando al cajero automático como un exponente de una buena educación ya perdida, porque al menos cuando no se completaba tu operación, te soltaba la frase de gracias por su atención o ha expirado su tiempo de operación, luego de unos minutos regrese y reitere la operación.
Cuando un guarango no tiene sentido de la dignidad, no se puede sentir culpable. Pero es absurdo que se martirice el adaptado, el que adhiere a mantener su educación de púber, el que respeta la normas aún cuando la sucesión de tantas normas no me respeten. El guarango de estos tiempos es incapaz de saber que se está equivocando, que el uso de la palabra guarro no es sinónimo de ser James Dean. Que ser chulo no es bueno, que ser hipócrita no es aquel que se guarda de decirle al otro en la cara que es un impresentable, sino que es tratar de mantener las formas de convivencia en estas sociedades de tantos migrantes. La xenofobia y el racismo son quiebras éticas, no alardes de virilidad o nacionalismo sincero. ¡Hay nacionalismo! ¿Quién fue el primer guarango que te pregonó?
Los migrantes del tiempo sufrimos la discriminación del mal mentado progreso. El progreso es solo tecnológico, no es prospero el florecimiento de maleducados que te irritan tus tiempos de navegación o lectura. No es progreso aquellos que pregonan ideologías de hasta dos siglos atrás, al final resultan ser más afectados por la migración temporal. No es progreso que pasen los siglos y sigamos enfrentados solamente por desconocimiento entre pares o por tribales, es decir imponer la propia ley ante los derechos del otro. No es progreso alardear de derechos y desconocer e ignorar las obligaciones. Es una guarangada hablar de bien común y comprarte millones de pesos o de la moneda que gustes en joyas. Es guarango el mundo que estamos transitando, pero muchos me quieren corregir y decir que es "cool", estoy hasta las narices de los anglicismos.
Me gusta llamar a mis padres por skype. Suelo tener la tarjeta de larga distancia a mano para saludar algún cumpleaños. Adoro hacer un click y enterarme del comentario de un libro. Hasta hace un tiempo me babeaba de ingresar en este mi dominio. No soy un contra, solo debo ser un nostálgico. Extraño la educación, extraño el viejo concepto de inteligencia, no aquel que cuando un estúpido de aquellos que nos gobiernan hace algo maquiavélico al límite mismo de la legalidad, lo llamemos trasgresor o innovador. Y si nos quejamos, nos acusen de ser adeptos de tal imperialismo o representante de la burguesía. Quiero dejar de ser migrante, quiero asentarme en un tiempo, y tratar de que sea finalmente mi época. Temo que se pase el tiempo de mis predecesores, no puedo convivir con la más vigente de las costumbres, que es el paso del ciclo vital de nuestros seres queridos.
Hemos perdido las habilidades básicas que durante milenios nos sostuvieron para comunicarnos y cohabitar. Hablar, escuchar, leer, escribir, dialogar son palabras que temo que la Real Academia un día de estos de por expiadas. Hemos perdido el concepto de apertura mental, los guarangos nos han hecho creer que un relato vale más que mil palabras. Me duele observar en silencio a mis amigos, que son buenos tipos pero defienden las banderitas de los hijos de puta, que creen que están cambiando a mejor el mundo, que creen que le están montando el gran legado a sus niños. Qué pena tan grande, parezco Sabina al que no le alcanzan las quinientas noches para olvidarse de que alguna vez pudimos haber sido y nos estamos contentando en ser esta caricatura que somos.

Soy el migrante del colmo, extraño cosas que la mayoría ya no recuerda que existía. Extraño querer ver fútbol en un campo, pero no voy porque no soporto a los walking dead que acechan los estadios. Extraño ver fútbol por la tele, pero no me gusta ver carteles políticos que encima son mentira. Extraño ver camaradería entre los jugadores, cuando todos y digo todos se faltan el respeto por la migaja de obtener tan solo una victoria. Extraño tantas cosas, me extraño a mí sobre todas las cosas. He perdido frente a los guarangos, porque mi única arma es la escritura, y estos van y no leen. Extraño una época que no podía ser retrograda. Extraño algo que hoy parece quimera y si se lo cuento a un niño, se reiría de mi ocurrencia. Adulto de mi edad o un poco mayor, confiese si no extraña lo que yo: erase una vez que si un funcionario metía la pata o se desnudaba su dolo, renunciaba. Hay migrante que te viene la migraña...

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