«Salen de sus celdas. Se dan la mano,
sonríen. Les leen la sentencia, les sujetan las manos por la espalda con
esposas, les ciñen los brazos al cuerpo con una faja de cuero y les ponen una
mortaja blanca como la túnica de los catecúmenos cristianos. Abajo está la
concurrencia, sentada en hilera de sillas delante del cadalso como en un
teatro... Firmeza en el rostro de Fischer, plegaria en el de Spies, orgullo en
el del Parsons, Engel hace un chiste a propósito de su capucha, Spies grita:
"la voz que vais a sofocar será más poderosa en el futuro que cuantas
palabras pudiera yo decir ahora». Les bajan las capuchas, luego una seña, un
ruido, la trampa cede, los cuatro cuerpos caen y se balancean en una danza
espantable».
José Martí, corresponsal
en Chicago del periódico La Nación, de Buenos Aires, testimonió la ejecución
para el periódico. Aquel 11 de noviembre de 1887 fue una de las tantas
colaboraciones del poeta cubano; todos los meses envió entre dos y cuatro
escritos, que se titulaban “Cartas desde Nueva York”. Su relación con el
periódico argentino fue desde 1882 a 1891.
Viajero impenitente a
causa de un exilio forzoso, canalizó su inquietud, rebeldía e ideales a través
de este rol, ideal para sus fines revolucionarios. De paso, el lector
latinoamericano recibe crónicas inquietantes sobre los Estados Unidos. Hasta
ese momento, los corresponsales solían decorar o maquillar la información.
Martí combinaba la exposición directa de lo acontecido con el comentario
objetivo y entre líneas. La burguesía e intelectualidad latinoamericana se
sonrojaba con los análisis del poeta, preferían preservar la imagen de país
modélico. Como en todas las épocas, la gente quiere la verdad, pero no toda.
Retomando la crónica de
aquel 11 de noviembre de 1887, siete trabajadores y sindicalistas anarquistas
fueron condenados a muerte; un trabajador restante, fue condenado a 15 años de
prisión. Finalmente el relato de Martí contempla a cuatro ejecutados en la
horca. El quinto, que debió ser ejecutado, Louis Lingg, se quitó la vida un día
antes en su celda, cuando con la colilla de un cigarro, prendió la mecha de un
cartucho de dinamita. Su muerte fue confusa, muchos creen que fue asesinado y
montaron la escena de la dinamita, para justificar que un anarquista muere en
su ley, tirando bombas.
A dos de los condenados
(Samuel Fielden y Michael Schwab), se les conmutó la pena de muerte por
reclusión perpetua, al aproximarse el día de la ejecución, y finalmente
lograron una amnistía en el año 1893. La misma suerte corrió Oscar Neeb, quien
vio como su sentencia de 15 años de prisión, quedaban finalmente en 6. Los
cuatro sindicalistas que murieron en la horca (August Spies, Albert Parsons,
Adolph Fischer y George Engel), fueron reconocidos como “Los mártires de
Chicago”. En su homenaje, la gran mayoría de países celebran el 1º de mayo como
el origen del movimiento obrero moderno.
Retrocediendo aún más en
el tiempo, desde 1848 el comunismo estremecía las bases sociales de las coronas
europeas. En 1871, los proletariados de París tomaron el poder por primera vez
y pusieron las bases de la transformación de toda la sociedad con un claro
objetivo: la abolición de todas las clases y la opresión. Pero el movimiento no
cuajó, la Comuna murió ante pelotones de ejecución. En el resto del continente,
las clases dominantes reaccionaron brutalmente. La llama de la reivindicación
social se fue apagando. Hasta que la revolución mundial surgió en otro
continente, al que llamaban nuevo, el 1º de mayo de 1886.
Los que consideran que el
1º de mayo es un logro americano, no tenían en cuenta que la ciudad que generó
el movimiento, Chicago, era una ciudad de extranjeros, que habían abandonado
sus tierras llamados por el hambre y las faltas de oportunidades, para recalar
en las periferias y ciudades industriales de Estados Unidos.
La gran mayoría de
proletarios eran de Alemania, Irlanda, Bohemia, Francia, Hungría, Polonia y Rusia. Si bien algunos eran
campesinos analfabetos, muchos de estos inmigrantes estaban curtidos en la
frustrada guerra de clases. Ya habían experimentado protestar con pancartas al
grito de “Pan o sangre”, recibiendo generalmente sangre, la suya propia. Las
jornadas laborales eran extenuantes, duraban entre 10 y 12 horas diarias, sin
jornadas de descanso. De ahí que eligieran la fecha del 1º de mayo para la
siguiente consigna:
“Ocho horas para el
trabajo, ocho horas para el sueño y ocho horas para la casa”.
En ese entonces, los
sindicatos eran redes ilegales. La policía dispersaba las reuniones de los
trabajadores, golpeando y encarcelando a los organizadores. Hacer huelga era ir
a la guerra contra los poderes de las sociedades. A consecuencia de los
permanentes choques con la policía, un sector proletariado de Chicago, comenzó
a manifestar su desconfianza del sistema constitucional del país. Y fueron
creciendo fuerzas radicales de la clase obrera, los verdaderamente
revolucionaros crearon el Sindicato Central de Trabajo, la Asociación de
Trabajadores y Artesanos, y la Unión Obrera Central.
La jornada de huelga del
1º de mayo de 1866 fue seguida por miles de trabajadores y la amenaza de paro
indefinido, permitió a muchos negociar la famosa consigna. A finales de ese mes
de mayo, varios sectores patronales habían accedido a la jornada de ocho horas.
La jornada de huelga había paralizado a por lo menos 12.000 fábricas en los
Estados Unidos.
Sin embargo, algunas
ciudades no lograron su objetivo. Chicago fue una de ellas. Los trabajadores de
esa ciudad vivían en peores condiciones que los otros estados. Sus jornadas
laborales superaban las 14 horas, y se explotaban por igual a mujeres y niños.
La única fábrica que seguía trabajando era la agrícola McCormick, quien
resistió a base de contratar esquiroles. La huelga se prolongó otros tres días
con grandes turbulencias. Policías y obreros perdieron la vida en las protestas
callejeras. La violencia alcanzó su grado máximo el 4 de mayo en la plaza
Haymarket. En una manifestación supuestamente pacífica en dicha plaza, un
desconocido lanzó una bomba a la policía, quien
reprimía con violencia porque consideraba que el acto había finalizado y
no podían permanecer en el lugar. Se habían concentrado 15.000 manifestantes. A
consecuencia del atentado, un policía murió y varios resultaron heridos. Y
estos mataron a un número considerables de obreros. Declarado el estado de
sitio y el toque de queda, en los días siguientes detuvieron a centenares de
obreros.
Los locales sindicales,
los periódicos obreros y los domicilios de sus dirigentes fueron allanados,
golpeados salvajemente y finalmente acusados en falso de ser ellos quienes
habían confeccionado la bomba que desencadenó la matanza. Nunca fueron probados
los cargos, pero el gran capital, su prensa y su justicia hicieron una enorme
campaña para lograr un castigo ejemplar.
El 21 de junio de 1886 se
inició un juicio contra 31 supuestos responsables, siendo reducido luego el
número a 8. La prensa amarilla, que sostenía a las clases dominantes, alentó y
sostuvo la culpabilidad de los acusados y animó a la necesidad de promulgar la
horca a los extranjeros, ya que salvo dos americanos (Parsons y Neebe), un
obrero era inglés y el resto eran alemanes.
Y la mayoría de los llamados Mártires de Chicago no estaban presentes en
la plaza ese día, salvo Parsons que había sido uno de los oradores. Pero la
policía se empeñó más en conseguir pruebas contra estos detenidos, que en
localizar al que había arrojado la bomba. Se llegó a ofrecer dinero y trabajo a
cuantos se ofrecieran a testificar a favor del estado. Fue un juicio político a
las ideas anarquistas, por un lado, y a la necesidad de impedir el avance de
una organización gremial.
José Martí dijo
expresamente en su crónica de los sucesos: “No se pudo probar que los ocho
acusados del asesinato del policía Degan hubieran preparado ni encubierto
siquiera una conspiración que rematase con su muerte. Los testigos fueron los
policías mismos, y cuatro anarquistas comprados, uno de ellos confeso de
perjurio. Lingg mismo, cuyas bombas eran semejantes, como se vio por el
casquete, a la de Haymarket, estaba, según el proceso, lejos de la catástrofe.
Parsons, contento de su discurso (ya pronunciado), contemplaba la multitud
desde un lugar vecino. El perjuro fue quien dijo, y desdijo luego, que vio a
Spies encender el fósforo con que se prendió la mecha de la bomba, que Ling
"cargó con otro hasta un rincón cercano a la plaza en un baúl de
cuero", que la tarde de los seis muertos en McCormik acordaron los
anarquistas, a petición de Engel, armarse para resistir nuevos ataques. Que
Spies estuvo un instante en el lugar en que se tomó el acuerdo. Que en su
despacho había bombas, y en una u otra casa, "Manuales de guerra
revolucionaria". Lo que sí se probó con plena prueba fue que, según todos
los testigos adversos, el que arrojó la bomba era un desconocido”.
Surgió un
enorme movimiento en defensa de los acusados, celebrándose mítines en todos los
rincones del planeta: Holanda, España, Italia, Francia, Rusia y principalmente
Estados Unidos. Alemania, conmocionada por la sentencia a 5 connacionales, tuvo
que prohibir toda reunión pública. Pero llegó el mediodía del ya nombrado 11 de
noviembre y los cuatro compañeros de lucha y condenados a la horca encararon
los últimos metros entonando La Marsellesa anarquista.
Más de medio
millón de personas asistieron al cortejo fúnebre. Y recién en 1938 se impuso
finalmente la jornada laboral de 8 horas en todo el país. La dignidad de la
clase trabajadora es recordada a través de estos anarquistas de Chicago.
Ha pasado más
de un siglo de aquel suceso. El 1º de mayo es un festivo más y agradecemos que
coincida con un puente vacacional. Los derechos laborales están a la baja, el
paro alcanza los mismos niveles de aquellas jornadas. Los sindicatos parecen
estar subvencionados al mejor postor, las reformas laborales achican los
derechos laborales y engrosan los beneficios empresariales, los políticos
hablan otro idioma, están lejos de las bases. Si bien no hay horcas, ni
disparan tiros, la lucha es estéril y el sacrificio personal de aquellos
“Mártires” parece haber sido traicionado.
Estados Unidos,
para terminar, no conmemora esta fecha como el Día del Trabajador. Desde 1882
celebran el primer lunes de setiembre como “Fiesta de los que trabajan”. Así
nació el Labor Day americano y desde entonces, y más aun después de los hechos
de Chicago, el sindicalismo oficial de los EE.UU con el apoyo del gobierno, han
ayudado a que millones de trabajadores se olviden el real sentido del 1º de
mayo.
Este veredicto lanzado contra nosotros es
el anatema de las clases ricas sobre sus expoliadas víctimas, el inmenso
ejército de los asalariados. Pero si creéis que ahorcándonos podéis contener el
movimiento obrero, ese movimiento constante en que se agitan millones de
hombres que viven en la miseria, los esclavos del salario; si esperáis salvaros
y lo creéis, ¡ahorcadnos!... Aquí os halláis sobre un volcán, y allá y acullá,
y debajo, y al lado, y en todas partes surge la Revolución. Es un fuego
subterráneo que todo lo mina.
Parte del
discurso de alegación de August Spies, director del “Arbeiter Zeitung, de 31
años y nacido en Alemania Central.
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