“Golondrinas altas buen tiempo anuncian; si vuelan bajo próxima lluvia.
Golondrina que alta vuela, no teme que llueva. Golondrinas en vuelo alto, hacen
tiempo despejado. Golondrina que con el ala roza la tierra, lluvia recela.
Golondrina en bajo vuelo, anuncia lluvia en el cielo”.
Refrán popular
El arribo de la primavera es una de
las tantas costumbres que he visto modificadas en la última larga década vivida
lejos de mi tierra de origen. Ya no es
más en setiembre, ahora es en marzo. Pero más allá del cambio en el calendario,
la sensación sigue siendo la misma. Es la estación que me devuelve la
felicidad, los días son cada vez más largos, el frío -reconociendo que no ha
sido intenso en los últimos años- deja paso a las lluvias, pero la posibilidad
de recurrir a las bermudas y playeras se hace cada vez más cercano. En mi caso
particular, creo que -tristemente, ya no sucede- no altera más mi sangre, pero
si me devuelve vitalidad y energía, además de sentir que la vigencia del
edredón que comienza a asar por las noches, ya está a punto de ver la retirada.
La diferencia del mes en que celebro
la primavera ya está remarcada. Pero hay otro detalle significativo, entre
finales de abril o comienzos de mayo, espero ansioso el ruido y revoloteo
característico de un ave emblemática de esta estación: la golondrina. En Buenos
Aires solo la podía apreciar a través de la literatura o documentales; en
cambio, en Plentzia, sus nidos aguardan su regreso bien al costado de mi
ventana, en un pulmón externo que guarda el edificio donde habito. Su llegada
no pasa desapercibida, ni molesta al vecindario. Es muy bien recibida, y a
pesar del paso del tiempo, culturalmente continúa siendo una referencia de la
renovación de las estaciones climáticas y de la vida misma.
En mi ideario, el vuelo de la
golondrina siempre ha representado la libertad. Acostumbrado a ellas, a veces
debo concluir que también me representa la histeria, la aceleración por no
estar nunca en reposo. ¿Alguien puede dar fe de qué en algún momento descansan?
Es habitual observarlas sobre el cableado eléctrico o en una charca de agua,
pero la mayor parte del tiempo proponen ese vuelo frenético que se antoja
circular. Pero no altera la respiración ni fatiga el ánimo, será que la
primavera permite ver melodiosa dicha ceremonia, aun cuando se empecinan peligrosamente
en rozar mi ventana. Algún vecino me ha corregido más de una vez, el vuelo
frenético que no descansa es el del vencejo, otro habitual de esta villa
marinera. Sin posibilidad de diferenciar, mi espíritu bécqueriano prefiere
suponer que son las famosas oscuras golondrinas.
Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el ala a sus cristales,
jugando llamarán.
Pero aquellas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha al contemplar,
aquellas que aprendieron nuestros nombres,
esas...¡no volverán!
No debe haber persona que no conozca parte de memoria la Rima LIII
titulada “Volverán las oscuras golondrinas”, de Gustavo Adolfo Bécquer, del
célebre poeta sevillano. Acostumbrado a que su poesía brotara del alma, en esta
poesía desnuda a pleno su romanticismo. La desesperación, angustia, tristeza o
celo con que el enamorado recurre a describir su desolación por el amor perdido
que no logra renacer ni regresar, logra enmascararse en un poema de amor y de
esperanza, en vez de consuelo ante los desengaños de la vida. Nadie logra
relacionarlo con un canto desolado, será tal vez que el ciclo renovador que
propone en la naturaleza el regreso de las golondrinas, logra acallar lo que en
realidad es un profundo desconsuelo de las cosas que no regresan o se pierden
por el camino.
“¿Para qué sirve una
estatua si no resguarda de la lluvia? -dijo la Golondrina-. Voy a buscar un
buen copete de chimenea.
Y se dispuso a volar
más lejos. Pero antes de que abriese las alas, cayó una tercera gota.
La Golondrina miró
hacia arriba y vio… ¡Ah, lo que vio!
Los ojos del Príncipe
Feliz estaban arrasados de lágrimas, que corrían sobre sus mejillas de oro.
Su faz era tan bella
a la luz de la luna, que la Golondrinita sintióse llena de piedad.
-¿Quién sois? -dijo.
-Soy el Príncipe
Feliz.
-Entonces, ¿por qué
lloriqueáis de ese modo? -preguntó la Golondrina-. Me habéis empapado casi”.
“El
príncipe feliz” de Oscar Wilde, es un cuento breve sustentado en el realismo
del siglo XIX. El aumento de las diferencias sociales producto de los cambios
de la época, exige a Wilde a reflejar el egoísmo y egolatría de los que
toleraron esas injusticias sociales. Es un cuento de miseria y tristeza donde
uno de los protagonistas esenciales es una golondrina, quien retrasada en su
emigración a Egipto y decepcionado del amor, repara en la profunda desazón de
la estatua del Príncipe y se queda con él para intentar solventar la pobreza de
su pueblo y no dejarle solo en el sufrimiento. Solidaridad, dignidad, amor al
prójimo, justicia social y el valor de las personas más allá de las
apariencias, convierten a esta pequeña pieza de Wilde en una referencia educativa.
En Argentina, este cuento fue traducido por primera vez el 25 de junio de 1910
por un niño que no alcanzaba aún los once años. Ese niño era Jorge Luis Borges.
Borges, quizás, sostuvo como pocos que leer y escribir son partes de un mismo
proceso, y quizás a través del denostado -en aquellos tiempos- Wilde, el genial
escritor argentino fue encontrando su voz propia que lo hizo universal.
Quizás el raudo vuelo de estas aves en blanco y negro lo que activan con
su arribo es mi permanente nostalgia. Y mi permanente memoria de que algunas
cosas regresan, aunque otras cosas de la vida cambian -y mucho-, nunca se puede
determinar si para mejor o peor. Pero mis últimas primaveras sin el vuelo
“relatado” por su gorjeo no son lo mismo, siempre anhelo que con su canto estén
renovando nuestras esperanzas. E intuyo que, para muchas otras personas,
también son alicientes e incentivo del cambio de época, sin contar a Bécquer,
Wilde o Borges, bastante insolente estoy en la comparación. Y lo intuyo porque
las golondrinas quizás sean de las que más han inspirado al ser humano en este
planeta. Son leyenda, son mito, son tatuaje para el marinero, para el eterno
enamorado, para el soñador. Los que creen en la interpretación de los sueños,
aseguran que soñar con golondrinas equivale a buenos augurios y prosperidad.
Para los que soñamos despiertos, puede ser el símbolo del regresar, alta
expectativa que solemos tener los seres errantes, sobre todo aquellos que
alguna vez nos hemos marchado del nido que amamos.
Se supone que Aristóteles expresó “Porque una golondrina no hace verano,
ni un solo día, y así tampoco hace venturoso y feliz un solo día o un poco
tiempo”. Toda experiencia es personal, y por más que nos aferramos a
estadísticas para compararnos grupalmente, la experiencia de uno puede servir
de experiencia a otro, pero no necesariamente ha de vivir el mismo proceso.
Toda experiencia es única, no hay un solo verano en el largo camino de la
humanidad. No hay norma general, aun cuando estén casi todas las normas ya
redactadas. Como vemos, demasiados símbolos para esta pobre ave, casi como que
debiera sostener el paradigma de nuestras libertades y deseos.
Un marinero sabía que el regreso a casa sano y salvo estaba cerca,
cuando vislumbraba a una golondrina en su vuelo. También fue tradición entre
los navegantes el suponer que, en caso de morir en la mar, serían las
golondrinas quienes llevarían su alma al cielo. Para muchos también son el
símbolo de que pase lo que pase, cada año regresan a casa, no importan donde
estén y como estén. Y tienen una enorme capacidad para regresar al mismo nido,
además de ser de las pocas especies que mantienen pareja a lo largo de la vida.
Demasiados datos como para no venerarlas.
Son demasiadas las referencias literarias y leyendas sobre la golondrina.
La red está llena de ejemplos, hay excelentes artículos para investigar. Están
presente en los proverbios, y sabemos que estos se nutren -en formato sentencia
breve- de la experiencia colectiva y encierra una supuesta verdad. No existe un
solo hecho que pueda confirmar a los demás como dogma o normal general, de las
que abusamos constantemente. De ahí que para algunos eso signifique que esta
ave no hace el verano.
Como esta mañana he visto a aquella primera golondrina volar por sobre
mi ventana, voy a cerrar esta entrada con otra mención literaria, que podrán
recordar y si no recrear en el capítulo XIII de la primera parte del Quijote,
cuando el Hidalgo responde a una objeción planteada por Vivaldo, de que hubiera
un caballero andante, con el siguiente párrafo:
“Con todo eso -dijo el caminante-, me parece, si mal no me acuerdo,
haber leído que Don Galaor, hermano del valeroso Amadís de Gaula, nunca tuvo
dama señalada a quien pudiese encomendarse; y con todo esto, no fue tenido en
menos; y fue un muy valiente y famoso caballero. A lo cual respondió nuestro
don Quijote: -Señor, una golondrina sola no hace verano.”
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