“Una
ofensa no es gran cosa, excepto por el hecho de que te empeñas en recordarla.”
Confucio.
Intentamos
construir nuestras vidas en función de los recuerdos. Es importante que esas
evocaciones sean positivas, sanas. Para algunos, la construcción está precedida
de efectos traumáticos, que vamos distorsionando más y más en nuestras vidas y
finalmente condicionan nuestro destino. Y si no lo condicionan, nuestro
recuerdo permanente obligará a distanciarnos del presente, para sostenernos
toda la vida en el dolor del trauma.
Pero
muchos de los recuerdos que atesoro son positivos, no dejan secuelas. Tengo
añoranzas casi permanentes que me aflojan la dureza que la soledad de la vida
de adulto propone. Con sólo pasar un mes en casa de mis padres, puedo entender como
los extraño, como los necesito, tanto que me transmitieron, como me educaron, el
cariño y la libertad entregada, y cuanto me apena tener que irme el próximo
sábado. Y me fastidia saber que pasada una semana en Plentzia, volveré a la
rutina de archivar uno de los mejores sentimientos que pueda desarrollar un ser
humano.
Si
bien vivimos en el presente, nos envuelven todo el tiempo imágenes, recuerdos y
sensaciones. La biblioteca que fui generando y mejorando en cada desplazamiento,
mi habitación con la foto del viaje de egresados a Bariloche, la sensación de
comodidad que te ofrece la casa de tus padres, una comida generosa quizás
regada por el silencio, pero con la tranquilidad de que los tres comensales
están a gusto con el otro; saber que siempre tendrás un yogurt en el
frigorífico. El despertarte a cualquier hora por la mañana y encontrar la
predisposición de tu madre por hacerte el desayuno, y la voluntad de tu padre
por hacerte la primera broma, eso genera un efecto que durante días solo tengo
ganas de quedarme en esa casa, sin moverme de ese tranquilo barrio. El resto
puede esperar, acaso no llevamos esperando un buen rato que nos pasen cosas.
Vivo
mis visitas a Argentina con un profundo desarrollo emocional. Alterno la
intención de pasarlo bien con momentos donde me fluyen recuerdos y emociones
que me pueden paralizar un buen rato. Pasado ese embotamiento, la fuerza de mi
familia me permite gozar de esa feliz relación y del orgullo de pertenecer a
ella. Hubo una época que sufrí mucho por la situación de mis padres, ese
momento coincidió con mi ida a España, con mi cambio radical de vida, con una
ansiada madurez lograda pero con el enorme peso de haber resignado una buena
parte de mi candor. Sirvió esa movida a tanta distancia para que todo pudiera
seguir igual, que es que cuando puedo venir de visita, todo continúe como
entonces. Es decir que tuve miedo de perder, finalmente gané y puedo seguir
disfrutando del amor filial.
En
las primeras visitas intentaba modificarle algunas de las rutinas a las que se
abrazan mis viejos ahora que comienzan a ser mayores. La mayoría de los cambios
están vinculados con el uso de la tecnología o el confort que nos obligan a
frecuentar o las cosas positivas que encuentras en tu nuevo hábitat. Ellos
escuchan, fundamentan sus criterios y prometen considerar esas supuestas
mejoras. Pero me di cuenta que les forzaba a medidas que no les sentaban
cómodos y opté por aceptar que si bien las cosas no son como yo las pienso,
ellos sobrellevan muy bien su día a día, y yo no soy quien para querer cargarme
esa concordia. Como tampoco nada era tan grave, aprendí a respetar sus espacios
y a disfrutar la armonía que continúan regando en su hogar. Hace décadas que
renuncié al rol de fiscal que las sucesivas generaciones adoptan ante sus
padres.
A
veces les traslado mis preocupaciones. Uno necesita descargar ansiedades o
frustraciones. Pero también aprendí a descomprimir mis emociones sin necesidad
de meditación ni terapias alternativas, simplemente amparándome en el silencio
y en la tranquilidad de confirmar que todo mal rato anímico puede pasar. Y
logro que pase. Igual cada tanto espero en sus miradas, en sus gestos que me
puedan regalar alguna respuesta que aparentemente estoy ansioso por conocer de
la vida.
Creo
que nunca necesité juzgarlos con severidad. Tuve mis desencuentros, supongo que
generacionales. También pasé por esa absurda etapa dónde se derrumba la imagen
de ídolo que le obligaba a llevar puesta a mis padres. Las partes sabemos
reconocer las debilidades del resto del clan familiar, y las partes hemos
transitado con éxito el asumir la responsabilidad de sacar el grupo familiar
adelante. Siempre diré con orgullo que la vida no me regaló cuidar de mis
hijos, de orientar a un hermano, pero tengo la enorme satisfacción cumplida de
haber asistido a mis padres cuando me necesitaron.
Un
libro de Joan Garriga se titula ¿Dónde están las monedas? – El cuento de
nuestros padres. En dicho libro asumimos el proceso lógico de admitir nuestro
origen, de nuestro legado familiar, y de encontrar a través de ello nuestro
lugar en el mundo. Es una meta que debemos alcanzar para lograr la paz y la
reconciliación con nuestras raíces y finalmente con nosotros mismos. Me acepto
con mis debilidades, se que hago todo lo posible por ser mejor persona, admito
que mis falencias son solo mías, no importa que parezcan calcadas a mi padre o
madre, no traslado las culpas a nadie, si puedo las mejoro y si no puedo, lo
vuelvo a intentar. Mientras tanto, miro de reojo el sinfín de defectos que aun
aguardan por ser considerados. Y por otro lado, a mis virtudes les comparto la
autoría con mis padres, de ellos he sacado lo mejor que habita en mi persona.
Porque
nuestros padres también son seres humanos, aunque en nuestra infancia no quisiéramos
verlo. Les pedíamos, les exigíamos y les volvíamos a pedir y nunca nos dimos
cuenta que ellos cargaban una maleta algo pesada. Al mismo tiempo que nosotros
vamos aprendiendo a ser hijos y a aplicar sus bases, ellos están experimentando,
y con la carga de ser adultos, el hecho de ser padres. Y en un punto, por
nosotros, dejan de ser protagonistas de sus propias vidas. Al llegar a la emancipación,
de adultos, obtenemos la madurez emocional de agradecerles por lo que hemos
recibido de ellos. Mi madre, al día de hoy, sigue sintiendo la dualidad de
haberme dado libertad e independencia de niño y adolescente. Ella cree que esos
dones que nos dieron ahora le traicionan el corazón, cada vez que su único hijo
se aleja doce mil kilómetros.
Los
otros días un comercial televisivo me generó una súbita tristeza a la vez que
me dio una calma absoluta. Desconozco que publicitaba pero una voz en off decía
algo parecido a “¿Qué se dicen un padre y un hijo al momento de reencontrarse
luego de cuatro años?”. No se dicen nada, se abrazan con el alma, y uno de
ellos, seguramente el hijo, no podrá con su flojera y se pondrá a llorar. Me
sentí identificado, me pasa lo mismo con mi viejo. Generalmente es el último
saludo, tanto a la ida como a la vuelta. Un abrazo, una necesidad de hacerlo
bien largo y recargar una buena dosis de valentía, esa que siempre lució en su
vida personal. Y con mi vieja tiene que ser otro recurso, no puedo hacerlo con
silencio. Al llegar, siempre toparé con la mirada ansiosa de ella por
encontrarme al abrirse la puerta corrediza de arribos; y a la vuelta, esas
palabras que inspiran tranquilidad pero denotan el nerviosismo por no poder
demorar más la partida, me obligan a contestarle con otra frase
tranquilizadora, del tipo “si vieja, me voy a cuidar” ó “ni bien llego, te
llamo”.
Siempre
me pasa lo mismo, llega el momento y sufro como un condenado. En el avión de
regreso somos casi trescientas personas, pero tanto mi mujer como yo, sentimos
que nos tenemos sólo el uno y el otro, y en el mientras, cada uno repasa los
recuerdos familiares. Nos miramos a cada rato y tratamos de regalarnos calma.
Luego llegas a Barajas, buscas el autobús de regreso al País Vasco y de a poco,
vas reacomodando el proceso mental de volver al otro rincón donde habitas. Llegas
a casa, prendes la estufa, el ordenador y esperas que skype te devuelva la
imagen familiar que temple tu alma. Y de a poco, la casa va tomando otra vez
forma. Y vaciando los bolsillos, siempre encuentro las monedas de mis padres,
esas que me permiten llegar a todos mis destinos y a equilibrar mis balances.
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