Hay
personas que tienen las ideas bien claras desde pequeños. Conozco a varias que tenían la seguridad que viajarían por el
mundo y que vivirían en otros países como objetivo programado. Otros, como
podría ser mi caso, se encontraron casi de un día para el otro con esa
posibilidad. Tengo presente desde pequeño la visita de algún familiar paterno.
La casa modificaba su tranquilidad por unos días, a veces solo por unas horas.
Encandilado, escuchaba a un desconocido tío español deleitar hasta la emoción a
mi padre, convertirlo en un anfitrión locuaz, y optando siempre por el mismo
recurso, prolongaba la visita con una botella más de vino, a pesar del enojo de
mi madre, siempre preocupada por preservar la salud de mi viejo. La lucha de mi
vieja continúa, mi padre ahora aprovecha la visita de su único hijo para
intentar saborear un nuevo tinto. Y yo soy ahora el personaje en cuestión, más
de una década viviendo en otro país y mis arribos modifican la rutina de la
casa paterna, que tampoco es en la que yo vivía antes de irme. Ahora sí, es la
casa de mis viejos.
Mis
viajes a Argentina suelen programarse varios meses antes. A pesar de dicha
antelación, el proceso de adaptación al viaje y al regreso casi siempre pasa
por fases similares. Los primeros días observo con algo de ansiedad los
cambios. Hay cambios. Ni hablar de política, siempre hay cambios, siempre hay
polémicas. Pero cambia el barrio, desaparecen sin respetar mi estructura mental
edificios, casas, locales comerciales. Y van cambiando las personas, tanto por
el paso inevitable del tiempo, como también por desencuentros o por cómo te va
en la vida. A veces la sorpresa se da en el mismo hall de arribos del
Aeropuerto de Ezeiza. A pesar del cansancio del viaje, uno debe sortear ese
momento. No debe mostrar sorpresa, no estamos hablando de esos cambios positivos
que también nos reciben. Si no de aquellas cosas que no te esperabas, esos
cambios físicos que no presagiabas, esas canas o arrugas que al principio te
duelen, o esas miradas que yo podría jurar y jurar que se ha ido apagando o
resignando desde la última visita. Tragas saliva, le das un empujón al carro de
las maletas y aceleras el paso entre los personas con carteles en mano que
esperan al señor López, Johnson o Kio y dejas para más tarde el análisis de las
personas, solo toca dar y recibir abrazos, recuperar parte del tiempo perdido y
de la ciudad que has ido dejando atrás por el paso del tiempo.
Y
las cosas que te pasan por la cabeza o los sentidos han sido estudiadas. Y
tienen un nombre o teoría, lo busqué en Google y varios escriben sobre “El
choque cultural reverso”. Es una especie de impacto regresar a tu cultura
original después de vivir en una cultura extranjera por un período mayor a un
año. Ese impacto se refleja en los cambios que uno nota y enfrentarlos supone
atravesar un período de readaptación. Solemos volver por un mes y muchas veces
necesitamos ese mes para re acostumbrarnos. Y cuando finalmente nos relajamos,
es hora de confirmar la reserva de vuelta y despedirte con dolor de tus cosas y
seres queridos y regresar a tu país de acogida. Y en mi caso, al regresar me
toma dos semanas re acomodarme a mi vida y recuperar mi rutina, transito por
las calles de mi pueblo como si estuviera enojado. Es un fenómeno raro, pero
más raro es reiterarlo cada viaje.
Las
reglas de comportamiento de mi país han cambiado desde mi marcha. Las
consecuencias políticas tienen mucho que ver con ese cambio. Desde la misma
autopista Ricchieri se notan esos cambios. Una especie de intolerancia o
fastidio se nota en la conducción, la ansiedad se suele disfrazar dentro del
traje del enojo, a la gente le molesta lo que hace el otro. Ese es el primer
síntoma, los noto enojados. Llegas al peaje de salida de aeropuerto y comienza
el drama de tratar de tener cambio. Si te toca esperar en la fila, es cuestión
de segundos para que comiencen los bocinazos. Y otro detalle que no me
acostumbro a aceptar es el ver en cuatro carriles cinco coches circulando al
mismo tiempo. Esas primeras impresiones recogidas te advierten que ya estás
transitando ese proceso mental repleto de emociones. La reacción inmediata en
mi persona es una sensación de no pertenencia. Parece absurdo, porque a todas
luces ese era mi entorno antes de abandonar el país. Pero me cuesta reconocer
que esa es mi casa, me siento tenso y para colmo, el cambio climático sumado al
jet-lag me resiente de inmediato.
Y
me cuesta explicar esa sensación de no pertenecer a ningún sitio. Me muestro
irresoluto, ansioso o anonadado. Le quiero contar a mi interlocutor lo que me
sucede, pero lo quiero hacer sin que me mal interpreten. Es una sensación que
me supera, el colmo sería que alguien se enojara presuponiendo que lo que le
estoy contando es una queja. Mi viejo es el que mejor me entiende, pero no me
puedo ayudar porque es parco en palabras y esconde sus emociones. Y en ese
momento uno necesita hablar, sacarse esas sensaciones de encima para retomar lo
que era tan habitual, reanudar las relaciones queridas. Otros te dirán que “No
es para tanto” o te mirarán como si lo que dijeras fuera chino mandarín o
cantonés. Pero todo está estudiado, tu fenómeno no es particular, te debe doler
la estima al saber que formas parte de un colectivo también en estas
sensaciones.
Mi
barrio quedo instalado en mi memoria. Mis amigos también, mi club de fútbol y
la plaza donde me crié. Idealizamos el recuerdo y cuando nos toca
confrontarlos, parece que nos han movido burdamente el decorado. River no es lo
mismo, y si me lee un hincha de Boca me querrá vacilar. Pero les advierto que
Boca no es lo mismo, también me lo han cambiado y la transformación es tan
evidente que me han quitado las ganas de cualquier burla. En el caso del futbol
todo indica que ha ido hacia atrás, el deterioro es evidente. Pero el barrio ha
cambiado también y en este caso el progreso o evolución se ha llevado a cabo
sin esperarme, no ha necesitado de mi presencia y no ha respetado la maqueta
que me llevé en mi memoria. Y te adentras en una dinámica en la que nada es
como lo dejaste, cómo quisieras que fuera.
Corey
Heller es un personaje que aparece todo el tiempo en Google cuando se analiza
el regreso. Como todo lo bueno que tiene navegar por internet, también tiene
parte de lo malo. Casi todo el que escribe sobre esta persona escribe lo mismo,
no se disimula el copy-paste. Pero lo peor es incorporar a nuestro relato a una
persona que no conocemos y menos procuramos conocer. Así que en internet la
mayoría de los que escriben relacionan a Corey con el nombre de una mujer. Para
mi sorpresa es un hombre, y no me sorprende que sea un hombre. La foto es
clara. Me sorprende la poca investigación que a veces tenemos los que
escribimos en blogs. Algunos creen que la repetición es un arte, a mi me parece
un mal plagio. Pero bueno, no me quiero alejar del volver a casa y no quiero
dedicarme mucho mas al señor Heller, más allá de lo que ha afirmado en su
estudio titulado “Volver a casa tras vivir fuera”.
Corey
Heller cuenta con vasta experiencia en proyectos de recursos humanos. Y nos
cuenta en este estudio que uno cuando está afuera desea volver todo el rato.
Pero cuando regresa, aunque sea momentáneamente, en algún momento está deseando
irse de nuevo. El estudio hace hincapié en el trabajo que debemos encarar para
superar esa necesidad de irnos, debemos reemplazarlo por la necesidad de
averiguar lo que necesitamos para sentirnos a cada rato en nuestra casa, en donde
estemos en ese preciso momento.
"Algo se
perdió pero yo no tenía ni idea de lo que podía ser. Eventualmente miraba a la
cara a esa extraña realidad que me decía que mi sentimiento de hogar nunca
volvería a ser el de antes. Es un poco como estar en caída libre. Sientes que
flotas sin rumbo en aguas inquietas. Nos sentimos claramente clandestinos. Lo
que constantemente me pregunto es no ni siquiera cuándo volveré a tener esa
sensación de hogar de nuevo, esa sensación de pertenencia a un lugar por encima
de otros sin ninguna duda. Lo que me pregunto ahora es cómo puedo sentirme en
casa en este preciso momento, en este lugar, con estas experiencias; sin buscar
en cada momento el camino de vuelta a casa", copió y pegó de Heller porque
creo que viene a cuento.
La primera vez que salí de mi país fue unas
vacaciones a Brasil. Luego al conocer Perú, experimenté la sensación agradable de conocer otras
culturas tan distintas. En esas salidas me permitía comprobar lo que como
argentinos teníamos o nos faltaba. En la estadía en otro país siempre aprendí
algo nuevo sobre el mío. Pero a los 20 días estaba de vuelta en casa. Ahora
esas 2 decenas de días se convirtieron en 12 años. Durante este tiempo he
conocido sentimientos distintos, he admirado ciudades, he envidiado estructuras
sociales y he adoptado un instinto de emulación. También he recogido
sentimientos de admiración hacia mi país, agradecimiento por momentos
históricos de solidaridad en épocas donde yo ni había nacido o por una
condición de instruidos que a veces creo que es un falso tópico. También he
recibido reproches como si mi presencia se vinculara a la de una especie de
embajador. Y me ví obligado a explicar cosas elementales de la idiosincrasia de
mi país de origen. En definitiva, siempre estará presente mi patria durante mis
pasos por el mundo y siempre estará presente el mundo en mis pasos por
recuperar ese país de origen que solo habita en mi memoria. Y en mi país de
origen me dirán el “europeo” o el vasco y allí me dirán “el pibe”. Y mi
síndrome cultural reverso continuará desarrollándose y he de encontrar
respuestas a través del buscador en internet.
Hasta mi escritura está sufriendo la re
adaptación. Me siento disperso, algo extraño. Como si hubiera perdido la
familiaridad con las palabras. Releo a cada instante, busco y rebusco palabras,
me obligo a centrarme en la temática, me doy cuenta que la idea con la que me
senté a escribir va mutando a partir de la tercer línea y yo mismo observo
sorprendido la pantalla a la espera de ver a donde me conduce este Word. Llevo
escasos cuatro días en el país, me distancian los cambios, me acercan los
viejos afectos. Comparo con mi mujer y ella experimenta otras cosas, no se
parecen los diagnósticos. Me doy cuenta que me gusta estar en mi país y que
también me gusta vivir en el País Vasco. Que una cosa no ofende a la otra, y
que en el proceso incorporo las cosas positivas y dejo de lado lo que no me
gusta. Espero con ansias que mis dos países cambien de una vez las cosas que
nos hacen sufrir como sociedad y postergan nuestro crecimiento, no el económico
que va y viene, sino el crecimiento como personas, que a veces da la sensación de
haber perdido la prioridad.
Hay una frase que me suele molestar su uso en la
totalidad de ciudades de España. “Cómo se vive aquí no se vive en ninguna
parte”. Hay muchas otras ciudades donde se “vive así de bien” o se supone. Me
gusta regresar a mi país pero no me puedo abrazar a esa frase tan nacionalista.
Prefiero comparar unos lugares con otros como una forma útil de festejar
valores propios como advertir diferencias y tratar de modificarlas. Mientras
tanto, dejo pasar los días, me acomodo al síndrome cultural reverso, mientras
sigo buscando el estado ideal, que me da la sensación que solo habita de vez en
cuando en mi cabeza. Y mi viejo aprovecha para ofrecerme otro vasito de vino.
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