La cartelera de cine es
predecible, ordinaria y basada en producciones aparatosas como costosas. Los
títulos iniciales nos muestran que es tan importante la mención de las diversas
productoras (y son tantas) que intervienen más que el nombre del primer actor,
quien era que aportaba el tirón de público en otras épocas. Las superproducciones
son bastas, en cada grilla de programación tenemos a un héroe o superhéroe como
supuesta mejor opción. Por alguna de estas cuestiones o por una cuestión económica
nos estamos quedando en casa. Pero las pocas veces que voy al cine me pregunto
con tristeza el porqué de estar perdiendo el hábito.
El auge de las series de televisión
ha modificado nuestros gustos. The Wire, Los soprano han puesto al mercado de
las series en un lugar que series de antaño como Dallas, Starsky y Hutch,
Friends u otras jamás hubieran logrado. El atractivo de una serie incluye un
formato interesante y participan buenos actores, reconocibles. Entonces nos
quedamos en casa y con el ojo de costado fuimos presenciando el final del cine
barrial, de las películas no comerciales y de todo un mundo que nos
proporcionaba la magia que la vida nos negaba hace menos de dos décadas.
Y si vemos películas en
casa, las bajamos gratis. Comenzamos bajando aquellas que nunca iríamos a ver
al propio cine. Las famosas trilogías, tanto las que mencionan esos famosos
anillos, las que se parecían a aquella guerra de George Lucas que nos quitaba
la respiración en los finales de los setenta o las que incluyen piratas de Disney.
Pero como nos fuimos acostumbrando a la descarga, y ese arte es gratuito, buscamos
aquel film premiado como mejor película por los Oscars y nos encontramos que ni
contemplamos la posibilidad de acercarnos a un cine más de una o un par de
veces al año.
Y cuando vamos, el
panorama a mí al menos me parece tristísimo. Las macro boleterías te invitan a
ser frio, ni contemplo la posibilidad de consultar sobre filmografías, la
persona que reemplaza a nuestros boleteros de antaño, nos pregunta con
indiferencia cual de las nueve películas de ese complejo hemos de ver. El
sonido parece blindado, enlatado, futurista. Te obliga a hacer un par de
gorgoritos antes de contestar, como para intentar estar a la altura de tanto
frio o indiferencia. A duras penas cuando nos dan el ticket, nos suelen decir
el número de la sala donde debemos dirigirnos. Uno hace ese trámite como
apurado, es raro porque han desaparecido las colas. Ahora puedes hacerte con
las entradas por algún sistema bancario o a través de internet, quizás esa
persona parezca desentendida o aburrida porque forma parte de un contenido en
breve innecesario en esa industria casi abandonada.
Cada vez que me siento en
mi espaciosa butaca, aguardo con terquedad la aparición de ese vendedor que con
especie de chaleco tipo casino comenzara con el
hibrido y cansino maní con chocolate y heladosss. La mayoría opta por
parecerse al famoso americano, ahora entramos en la sala con cubos inmensos de
palomitas o con un mega vaso de coca o
pepsi. Si vamos al cine con algún chico ya no corren por los pasillos hasta el
mismo momento de apagar las luces, seguramente estarán pegados al cubo inmenso
o mirarán en su móvil que todo padre prohíbe pero compra y no nos ha de
preguntar como nosotros preguntábamos cuando comienza la aventura.
El programa dejo paso a
revistas o un díptico, pero nadie lo quiere. Si bien pagamos lo que pidan por
el cubo del pochoclo, consideramos absurdo lo que antes era ineludible, darle
una propina al acomodador de turno. Y también extraño, ustedes ya me estarán
odiando, aquel cartel que ascendía y descendía con hilos donde podíamos reconocer
a través de esa publicidad, la peletería de al lado, la mueblería que estaba
cruzando avenida Cabildo o la farmacia más concurrida. Ahora la pantalla solo
aguarda la publicidad 3d que también te pautan en la televisión de casa. Otro
momento mágico perdido.
Y cada año ves una legión
de películas cambiando la cartelera semanalmente. Pero uno siente que ninguna
la estimula. Cuando caminaba por Lavalle en los ochenta y veía que The Wall
continuaba en aquella esquina, cuantas veces me estimulaba y juramentaba volver
a verla. Quizás más veces que las que finalmente regresaba, pero no me aburría,
como tampoco veía con malos ojos que una película durara en tu viejo cine de
barrio al menos un par de semanas continuada. Ahora nos encontramos con una película
estimulante, perteneciente al género no comercial pero si finalmente logramos
vencer la inercia y acudimos al cine, podemos notar que ha durado un par de días
en cartelera o la han pasado a un horario que no estimula en absoluto. Nos
minan la moral con la logística.
Iñaki Gabilondo alguna vez
le preguntó a Mario Vargas Llosa cuánta dosis de ficción podemos tolerar o
necesitar. El nobel peruano aclaró que no es cuestión de dosis, es cuestión de
que si es buena ficción, si no nos quiere engañar, el crédito sigue siendo
inmenso. También aclaró que el arte continúa emocionándonos más que con las
emociones que nos da la vida real. Y confesó haber llorado con las versiones
teatrales, cinematográficas o literarias de Los miserables o con el suicidio de
Madame Bovary. En ese mismo reportaje, renglón seguido, confesó que escribe con
tanta regularidad quizás porque no es un hombre feliz, y porque la vida que
tenemos no nos basta para todo lo que quisiéramos tener. Tenemos la enorme
capacidad de vivir la vida, pero somos capaces de soñar, imaginar y de desear
otras mil vidas mejores.
Ese proceso mágico,
semejante a un rito, de sustraernos de esta vida para aterrizar en otro más
intensa, estremecedora y reivindicativa, nos acercaba hasta la gran pantalla,
donde la ficción nos apartaba por unas horas de la realidad y con una conjunción
de imagen, guion, sonido y música nos devolvía a las calles del barrio más emocionado,
entusiasmado y con un afán de continuar dialogando sobre la película vista, con
ganas de contarla en la escuela, a los amigos del barrio o de la oficina al otro
día. Y lo mejor de todo, salíamos de casi dentro de la pantalla indemne, pero
con la sensación de que un héroe podría habitar tranquilamente en nuestro
interior, porque mientras cruzábamos Cabildo tarareamos con hidalguía y coraje
el tatata-tataran de Indiana Jones, desafiando a los posibles males de nuestras
arterias barriales.
Y qué decir cuando
finalmente logramos dejar de lado las películas de Stallone, Arnold Schwarzenegger o Harrison Ford, y
optamos por actores de la talla de Al Pacino, Robert de Niro, Jack Nicholson, Clint
Eastwood, Woody Allen, Meryl Streep o Barbra Streisand. Y ya sueltos en
confianza en nuestro criterio, elegimos la opción de cine francés, italiano o
presenciamos por primera vez la película que no encabeza pero que está presente
todo el rato del cascarrabias de Fernando Fernán Gómez. En materia nacional,
nos atrevemos a dejar el pantalón corto en casa de las películas de Carlitos
Bala o los uruguayos de Hiperhumor (quien no recuerda Los irrompibles allá por
1975) para atrevernos con Héctor Alterio o con aquel "tan buen actor" que hace
clavado de malvado, ordinario, mal educado, rastrero, sexista, estafador, pseudo nacionalista y misógino como Federico Luppi. Igualmente
opto por alternar el cine con diversos amigos agrupados por películas, porque
cada tanto mi tía Coca me devolverá al mundo Disney o al film del último día
del armaggedon y yo con bastante disimulo la acompañaré con ganas. Y si
estrenan Rocky con números romanos de dos dígitos, siempre acompañaré a ese
amigo que prefiero preservar en el anonimato del barrio. A mi madre le
reservaba las películas donde la lágrima brotaba con facilidad, si habré
llorado con la doctora Susan Lowenstein y Tom Wingo de El príncipe de las
mareas. La escena de la mecedora en la casa de campo sigue siendo
inconmensurable, tanto como la despedida final a la salida de la consulta o cualquiera
de las escenas entre Tom Hanks y Sally Field en Forrest Gump.
Esta semana en este largo
proceso de recobrar la identidad porteña, me animé y entré al cine para ver El
mayordomo. Recuperé la emoción al contemplar la disminución programada de la
luz, para dejar paso a una oscuridad deslumbrante que me entrega la pantalla
antes de la explosión del primer sonido, rescaté algo que he perdido en España
como es escuchar la voz original de los actores y leer con voracidad los
subtitulados y me dejé arrastrar en la butaca al reconquistar ese inmenso ancho
de pantalla. Si bien ya nadie apaga el móvil, quizás porque desapareció esa recomendación
antes de la película o porque nadie ya “veía” dicha recomendación o porque
siguen considerando que han de recibir un msn sublime, pero así todo, me dio
placer recuperar ese arte de ver la película con pocas o muchas personas
cercanas, pero de una manera extraña estar vinculado con ellos ante los
espasmos de emoción o temor o sobresaltos de los cambios de sonido. Ante la escena crucial, tanteamos simultáneamente con mi esposa la búsqueda de nuestras manos para entrelazarlas. Volví a
presenciar el rito mágico del estremecimiento, el hilo de la ficción me permitió
además de observar el desfile de presidentes americanos, recuperar el porqué de
la emoción de tantos ante la irrupción de Barack Obama en la presidencia
americana. Cuando aún me quedaban un par de años para nacer, la población negra
no podía tomar un café en un lugar cercano a una persona blanca, y el ku klux
klan mostraba a través de su intolerancia el miedo obsceno de intentar la integración
de las razas o de sus conciudadanos.
Quizás regresé al cine de
mi barrio antes de retornar a Plentzia. Quizás demoré porque Breaking Bad,
Homeland, Black Mirror, The Big Bang theory o la tan aguardada Sherlock Holmes
británica me retengan en el ordenador de mis padres. Quizás no encuentre en las
carteleras un titulo que escape de la mediocridad preferida de las masas, es
decir un contenido típico de violencia simplificada. Como tengo el don de la
paciencia y la habilidad del buen buscador, seguramente he de regresar al cine,
quizás escoja aquel hábito que tanto me gustaba de la primera sesión del mediodía.
Haciendo oído sordo y vista angustiada de que el séptimo arte parece haber
perdido toda su popularidad en los últimos tiempos me decida por un segundo título
en el mes y el año, y seguramente será el último del 2013, y con un incremento notable, terminaré
doblando la cantidad de películas vistas el año pasado, que en aquella
oportunidad fue muda y se trataba de The Artist.
La discusión sobre cine se
está perdiendo. O en el mejor de los casos, se encuentra anestesiada. En este
reflejo capitalista, las películas son como otro elemento consumista, algo efímero,
meramente distracción y muy pasajero. Si bien no nos animamos a definir una
cinta como una obra de arte, es verdad que las nuevas tecnologías han
conseguido mejorar notablemente esa capacidad de fantasía que todos arrastramos
ante la butaca. Perdemos calidad de guion a manos de calidad de filmación.
Quizás sea una perdida compensada. Pero es una cualidad importante como para
intentar no perder definitivamente el arte de acercarnos a una boletera fría,
de sonido metalizado, con la mirada más atenta a las actualizaciones del face
de su móvil y pedirle una o un par de entradas, con un grito que se asemeje al
de freedom de William Wallace.
En el viaje de Iberia me
encontré por primera vez con una pantalla personalizada donde podía optar por
ver libremente películas, series, documentales, noticias o escuchar música.
Noté en el acto la dispersión de la que estamos barnizados. Al tercer tema de
Led Zeppelin IV me vi obligado al cambio. No porque no me gustara lo que oía,
si no porque me consumía la ansiedad de la variedad que me planteaba mi
pantalla personalizada. Y había escogido a Plant y Page para mostrar que era de
otro palo, pero resultó que tengo una madera similar al resto, acongojada. Me pasé a una
película de Belén Rueda, al comprobar que era de terror y a mí ni me asustaba
ni me interesaba, estuve tentado a seguir la búsqueda. Me dejé dormir, al
regresar había finalizado. Volví al menú, y creo que tanta opción me generó que
el viaje pareciera más largo que lo habitual. En un momento dado, deseé con
tanta nostalgia que hubiera una sola película disponible, para compartirla con
los 300 viajeros que me acompañaban. Como no podemos vivir de la nostalgia,
opté por Todos los hombres del presidente, de Robert Redford, Dustin Hoffman y
Jason Robards. Y el recuerdo de ese film, quizás me despertó la necesidad de
dejar pasar unos días y acudir al cine de mi barrio, que ya no es como antes,
que ya no tiene al globero ni al ciego en su puerta, pero al menos conserva
parte de su fachada. La inmensa única sala dio paso a 7 mini auditorios, pero
comprobé que el tamaño no es todo, al poco de iniciada pude sentir que esa
dosis de ficción la necesitaba, y como tan bien resumiera Vargas Llosa no solo
escribo porque estoy triste, sino que vuelvo al cine para compensar las
angustias del desarrollo.
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